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Charles Darwin
Introducción: Martí Domínguez
Traducción: José Luis Gil Aristu
Editorial Laetoli, 2009
136 páginas
Es difícil exagerar la importancia que ha tenido Charles Darwin en la humanidad. No sólo cambió la ciencia, también la filosofía, la religión, la forma de vernos a nosotros mismos. Hoy estamos acostumbrados a escuchar que “el hombre proviene del mono” y damos la teoría de la evolución por sentada. Pero hubo un tiempo en que no era así.
El rechazo que causó El origen de las especies y El origen del hombre en amplios sectores de la sociedad fue durísimo; pero esta lucha, por fortuna, la ganó la ciencia. En España se tardó mucho tiempo en dejar entrar esas ideas peligrosas y heréticas; una crónica de esta lamentable guerra entre ciencia y religión es esta serie de reportajes. En el plano personal, Darwin y su familia también libraron una guerra particular. Su autobiografía es el mejor testimonio.
La editorial Laetoli presenta íntegro este volumen, que el científico escribió seis años antes de su muerte. Durante años, la familia mutiló párrafos y páginas para preservar en cierta medida su memoria. En general, las partes suprimidas se refieren a aspectos negativos de su familia, a comentarios críticos con otros científicos y a sus ideas sobre religión. Leídas 150 años más tarde (en la edición aparecen en negrita), resulta ridículo pensar que alguien se tomó el tiempo de censurarlas. O, mejor dicho, triste.
Darwin comienza su autobiografía explicando la razón de su existencia. Un editor alemán le pide un informe sobre la evolución de su mente y su carácter y le parece que puede ser “entretenido”. Al inicio habla de su infancia, de sus años de estudiante... Como sucede con otras biografías, destaca anécdotas como si fueran hechos especiales que revelan su carácter. Pero eso, claro está, se interpreta a posteriori.
El científico utiliza en todo momento un estilo directo y sencillo. Da la impresión de que el texto no está escrito pensando en la posteridad, ni realmente para ser publicado; al menos, durante la primera parte. En ocasiones, parece que Darwin se sentara y dejara fluir su memoria; entonces transcribía sus recuerdos sin mucho detenimiento ni orden.
Es interesante un párrafo en el que, casi sin darle importancia, muestra su pensamiento sobre herencia genética y ambiente. Un debate todavía hoy abierto, sobre el que escribí en una reseña. Dice Darwin:
Mi hermano Erasmus poseía una mente notablemente clara de gustos amplios y variados y conocimientos en literatura, arte e, incluso, ciencia. [...] Sin embargo, nuestra mente y nuestros gustos eran tan diferentes que no creo deberle mucho intelectualmente, como tampoco a mis cuatro hermanas, que poseían caracteres muy distintos, y algunas muy marcados. Tiendo a estar de acuerdo con Francis Galton en que la educación y el entorno influyen sólo escasamente en nuestra manera de ser y de pensar, y que la mayoría de nuestras cualidades son innatas.
Darwin entra en la universidad antes de lo habitual y estudia Medicina. Pero sabe que no va a ejercerla: le aburren muchas clases, no sabe dibujar y le da pavor ver una operación (estamos “antes de los benditos tiempos del cloroformo”). Poco a poco aumenta su interés por la biología y la zoología, al tiempo que se sabe ignorante total en temas de historia o política.
Resulta sorprendente leer que Darwin estuvo a punto de entrar en la carrera sacerdotal. Al parecer, no era buen estudiante y su padre, médico de éxito, no quería un hijo ocioso que dilapidase la herencia. Por entonces, Darwin creía en todo lo que decía la Biblia y aceptó la propuesta. Para ello, primero debía sacarse una licenciatura y escogió Cambridge. Como dice, esos años fueron igual de poco fructíferos en lo que a estudios se refiere. Finalmente, la Iglesia perdió a un sacerdote y el mundo ganó a un gran científico.
Tras Cambridge, llega el viaje en Beagle, que pondría los pilares para una revolución en el pensamiento de la humanidad. Un viaje que casi no tiene lugar, pues su padre se oponía y el propio Darwin escribió rechazando la oferta. Fue su tío quien convenció al padre de los beneficios de este viaje.
El viaje del Beagle ha sido, con mucho, el acontecimiento más importante de mi vida y determinó toda mi carrera; sin embargo, dependió de una circunstancia tan nimia como que mi tío se brindara a llevarme en coche los 48 kilómetros que me separaban de Shrewsbury —cosa que pocos tíos habrían hecho— y de una trivialidad como la forma de mi nariz. Siempre he pensado que debo a aquel viaje mi primera formación o educación intelectual auténtica.
En estas páginas comienza a hablar de su amor por la ciencia:
Volviendo la vista atrás puedo percibir ahora cómo mi amor por la ciencia se impuso gradualmente a cualquier otro gusto. [...] Descubrí, aunque de manera inconsciente e irreflexiva, que el placer de observar y razonar era muy superior al de las destrezas y habilidades deportivas. Los instintos primigenios del bárbaro dieron paso lentamente a los gustos adquiridos del hombre civilizado.
El estilo mejora a medida que avanza el libro. Parece más consciente de lo que escribe y lo que supone ese volumen. No hay sucesión de anécdotas, como en los capítulos sobre su padre o la escuela, y prima la estructura y reflexión.
Tras su vuelta, vive dos años en una pensión y ordena sus primeros escritos, redactados durante el viaje. También se desmoronan sus creencias religiosas. Esta ha sido siempre una de las claves del pensamiento de Darwin, y ambos bandos (religiosos y ateos) han tratado de llevarlo a su terreno. Pero en estas páginas (plagadas de párrafos mutilados por la familia) el científico es transparente.
Mientras me hallaba a bordo del Beagle fui completamente ortodoxo, y recuerdo que varios oficiales (a pesar de que también lo eran) se reían con ganas de mí por citar la Biblia como autoridad indiscutible sobre algunos puntos de moralidad. Supongo que lo que los divertía era lo novedoso de la argumentación. Pero, por aquel entonces, fui dándome cuenta poco a poco de que el Antiguo Testamento, debido a su versión manifiestamente falsa de la historia del mundo, con su Torre de Babel, el arco iris como signo, etc., etc., y al hecho de atribuir a Dios los sentimientos de un tirano vengativo, no era más de fiar que los libros sagrados de los hindúes o las creencias de cualquier bárbaro.
Darwin explica y razona su proceso mental. Los evangelios no eran coherentes, los milagros chocan con lo que sabía de Física en el siglo XIX, había multitud de religiones, todas igual de respetadas en sus países… Terminó “gradualmente por no creer en el cristianismo como revelación divina”. No fue una transformación radical, él mismo luchaba contra este cambio y trataba de convencerse de la veracidad de la Biblia.
La incredulidad se fue introduciendo subrepticiamente en mí a un ritmo muy lento, pero, al final, acabó siendo total. El ritmo era tan lento que no sentí ninguna angustia, y desde entonces no dudé nunca ni un solo segundo de que mi conclusión era correcta. De hecho, me resulta difícil comprender que alguien deba desear que el cristianismo sea verdad, pues, de ser así, el lenguaje liso y llano de la Biblia parece mostrar que las personas que no creen —y entre ellas se incluiría a mi padre, mi hermano y casi todos mis mejores amigos— recibirán un castigo eterno. Y ésa es una doctrina detestable.
Cuando escribe su obra magna, según dice, se considera teísta. No cree en el dios de la Biblia, pero tampoco soporta que la inteligencia del humano es cosa del azar. Esa creencia se debilita con los años. Termina por declararse agnóstico y asegura: “Nada hay más importante que la difusión del escepticismo o el racionalismo durante la segunda mitad de mi vida.”
Tras un capítulo muy poco interesante en el que se refiere a personas famosas en su día con las que tuvo contacto, Darwin repasa los libros que publicó. Aparece en estas páginas un científico incansable, que vive únicamente para la ciencia. Dedica años y años a estudiar plantas y animales. Lo hace sin prisa, publica siempre con retraso ventajoso, “ya que, pasado un largo plazo, uno puede criticar su propia obra como si fuera otra persona”. Sólo su mala salud impide una continuidad en su investigaciones.
En el capítulo final, Darwin escribe sobre sus capacidades mentales. Es modesto, explica su sistema de trabajo y se analiza como si él mismo fuera objeto de estudio. El final es admirable:
Mi éxito como hombre de ciencia ha estado determinado, hasta donde me es posible juzgar, por un conjunto complejo y variado de cualidades y condiciones mentales. Las más importantes han sido el amor a la ciencia, una paciencia sin límites al reflexionar largamente sobre cualquier asunto, la diligencia en la observación y recogida de datos, y una buena dosis de imaginación y sentido común. Es verdaderamente sorprendente que, con capacidades tan modestas como las mías, haya llegado a influir de tal manera y en una medida considerable en las convicciones de los científicos sobre algunos puntos importantes.
La Autobiografía muestra a un Darwin mayor, honesto, humilde. Un hombre sereno que ha sido feliz gracias al trabajo duro y constante y sabe que ha tenido éxito. Una delicia.
Charles Darwin
Introducción: Martí Domínguez
Traducción: José Luis Gil Aristu
Autor >
Raúl Gay
Periodista. Ha trabajado en Aragón TV, ha escrito reseñas en Artes y Letras y ha sido coeditor del blog De retrones y hombres en eldiario.es. Sus amigos le decían que para ser feliz sólo necesitaba un libro, una tostada de Nutella y una cocacola. No se equivocaban.
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