Fondo de armario
El instinto de aprender
‘Qué nos hace humanos’, de Matt Ridley, es un repaso detallado de los dos últimos siglos de debate científico en torno a la humanidad
Raúl Gay 30/09/2015
Caricatura de Charles Darwin publicada en la revista The Hornet.
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Qué nos hace humanos
Matt Ridley
Traducción: Teresa Carretero e Irene Cifuentes
Taurus, 2003
360 páginas
La ciencia no es un dogma. La ciencia no es no es definitiva. La ciencia, el pensamiento científico, se basa en lo contrario: en ofrecer una hipótesis y sentarse a esperar a que otros la rebatan. Sus críticas hacen que evolucione. Matt Ridley ofrece en Qué nos hace humanos un repaso de la discusión sobre la influencia de la herencia genética y el ambiente en las personas. Por supuesto, la conclusión a la que llega es que somos una combinación entre esos dos extremos. Pero todavía no se sabe cuál es la fórmula exacta.
Cada generación está abocada a librar las mismas viejas batallas. Si llegas al mundo en un momento en el que la gente se ha decantado un poco más por la similitud antropomórfica, entonces encuentras un nuevo argumento a favor de lo diferentes que son los animales y las personas. Si sólo se habla de diferencia, entonces puedes defender las semejanzas. La filosofía es así: eternamente inconstante y sólo alguna que otra vez perturbada por nuevas realidades.
Ridley comienza su relato en el siglo XIX cuando Darwin viajaba en el Beagle. A lo largo de 360 páginas, da saltos adelante y atrás en el tiempo para hablarnos de multitud de científicos (unos más conocidos que otros) que han trabajado en genética, biología o psicología tratando de clarificar el origen del lenguaje, el nacimiento de la cultura, la razón de nuestra fisionomía, nuestra aversión al incesto o los motivos de la esquizofrenia.
Cada capítulo está dedicado a un aspecto de la naturaleza. Especialmente interesante resulta el centrado en los gemelos. Gracias a esta rareza, se ha podido estudiar la influencia de la genética frente al ambiente. Los resultados asombran y pueden desmoralizar a más de un padre o madre. Poco importa el ambiente o la educación: la herencia genética es la clave de la personalidad.
Gemelos separados al nacer comparten muchas más características que hermanos que viven en la misma casa. ¿Son irrelevantes la educación, el afecto…? No exactamente. Ridley hace una comparación con la vitamina C: si falta, supone un problema, pero una vez está ahí, no importa la cantidad. En una familia normal, es difícil cambiar la personalidad del hijo; pero una familia desestructurada o violenta sí puede afectar, y mucho.
Esto también sucede a nivel de sociedad. Si el ambiente es constante, importan los genes; si varía, los genes pierden influencia frente al ambiente. Y se da una paradoja: en una sociedad perfectamente igualitaria, los genes marcarían la diferencia (véase Un mundo feliz) mientras que en una sociedad variable, donde hay escasez, guerras y violencia, el ambiente define más que la genética. Esto tiene consecuencias en la educación:
Por una casualidad geográfica, de clase o dinero, la mayor parte de los colegios tiene alumnos de ambientes sociales similares. Por definición, dan a estos alumnos una enseñanza similar. Por lo tanto, al haber minimizado la diferencia de influencias ambientales, los colegios han maximizado sin darse cuenta el papel de la herencia: es inevitable que las diferencias entre los alumnos que sacan buenas notas y los que sacan malas notas se atribuyan a sus genes, ya que eso es poco más o menos lo que resta que pueda variar. Una vez más, la heredabilidad es una medida de lo que puede variar, no de lo que es determinante.
Asimismo, en una verdadera meritocracia, en la que todos tienen las mismas oportunidades y el mismo entrenamiento, los mejores atletas serán los que tengan los mejores genes. La heredabilidad de la capacidad atlética se acercará al 100 por ciento. En un tipo de sociedad opuesto, en la que sólo unos pocos privilegiados tienen una alimentación suficiente y la suerte de entrenar, el ambiente social y la oportunidad determinará quién gana las carreras. La heredabilidad será cero. Paradójicamente, por lo tanto, cuanto más igualitaria sea la sociedad, mayor será la heredabilidad y más importancia tendrán los genes.
Qué nos hace humanos es también el relato de la evolución de la ciencia, de sus debates y rencillas. Dice Ridley: "Cometieron el error habitual de aceptar que si una propuesta es correcta, la otra es falsa". La ciencia, como el arte, va de un extremo al otro. En la combinación entre varias teorías suele hallarse el camino para seguir avanzando.
El capítulo dedicado a la esquizofrenia ejemplifica esta lucha entre bandos científicos. Después de años pensando que era una enfermedad ambiental, causada en ocasiones por la madre, se comprobó que era hereditaria. Si se hubiera hecho caso a los genetistas, asegura Ridley, a los enfermos les hubiera ido mucho mejor. Una prueba de que las luchas entre científicos, lejanas en apariencia, pueden tener un efecto muy real en nuestras vidas.
En el siglo XX, los intelectuales se opusieron a la fuerza de los genes: no querían saber nada de determinismo, de ausencia de libre albedrío. El nazismo hizo daño a la biología. Pero ambiente y genética se funden en el útero: ambiente también es lo que ocurre antes de nacer. Ridley ofrece el ejemplo de la hambruna, que afecta al feto: puede nacer más pequeño de lo normal y, años después, tener hijos pequeños.
¿Estamos determinados por los genes? ¿Son el nuevo Destino? Eso sería irse a un extremo de la hipótesis. Los genes, asegura Ridley, nos dan posibilidades (ver, oír, adquirir cultura...) pero sin la experiencia, no funcionan. Un ratón al que no se le deje ver en las primeras semanas de vida, nunca verá bien. La luz activa el cerebro en esa etapa; sin ella, el cerebro olvida esa función. Los genes nos dan la potencia pero es el ambiente el que convierte esta potencia en realidad. Aparece la impronta, la influencia del ambiente que percibimos en los primeros años de vida. El lenguaje, el acento, los movimientos, los miedos, el gusto... Nace sin que nos demos cuenta. Igual que a partir de cierta edad es mucho más difícil aprender una nueva lengua, así con otros aspectos de la personalidad.
En varios capítulos aparecen científicos como Pavlov, Skinner e investigadores soviéticos poco conocidos. Duele leer los experimentos que se realizaron en esa época, cuando se pensaba que el humano era una tabla rasa y podía modificarse mediante la ciencia. El conductismo puro no funciona. Es difícil hacer que alguien tenga miedo a una flor, por muchos estímulos que se le ofrezca (o imponga). Se puede aprender pero lentamente. Nuestro cerebro todavía está anclado en la prehistoria y hay más personas que tienen miedo a la oscuridad o a las tormentas que a los coches (y no causan el mismo número de muertos). Entre nuestros instintos está el de aprender; de ahí la cultura, dice Ridley.
Un cualidad envuelta todavía en misterio. Primates y ballenas tienen cultura, entendida como la práctica de una actividad (comer) de forma diferente entre distintos grupos. En el humano la cultura está más desarrollada: es cuestión de grado. ¿Cómo surge este avance, esta diferencia de grado que cambia todo? No hay una respuesta clara. Tampoco la hay sobre el lenguaje, aunque Ridley da una hipótesis atractiva: la teoría de la mano (combinada con un gen).
Existe un gen que produce incapacidad lingüística, está presente en los animales y en ciertos humanos que no pueden hablar bien. En paralelo, Ridley sostiene que la bipedestación facilitó el lenguaje. Al caminar, las manos quedaron libres para poder gesticular, y estos gestos fueron el embrión del lenguaje. Los animales, al necesitar las cuatro patas para moverse, no pudieron dar este paso.
Qué nos hace humanos es, en fin, un repaso detallado a los dos últimos siglos de debate científico en torno a la humanidad. Una especie de hermano menor de La tabla rasa, de Steven Pinker que gana con el paso de los capítulos. Recomendable.
Qué nos hace humanos
Matt Ridley
Traducción: Teresa Carretero e Irene Cifuentes
Taurus, 2003
360 páginas
La...
Autor >
Raúl Gay
Periodista. Ha trabajado en Aragón TV, ha escrito reseñas en Artes y Letras y ha sido coeditor del blog De retrones y hombres en eldiario.es. Sus amigos le decían que para ser feliz sólo necesitaba un libro, una tostada de Nutella y una cocacola. No se equivocaban.
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