'Malva'
CTXT adelanta el primer capítulo de la novela de Hagar Peeters
27/01/2016
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Malva, de Hagar Peeters (Amsterdam: De Bezige Bij, 2015)
Hay que ver mi padre siempre en primera
fila denunciando la injusticia.
Fue compañero de viaje, comecedor
en las olas de la historia, que describió
con mano firme, perseverante sin balas
se aventuró en nebulosas ciudades lejanas,
ajeno al llamado de faldas distantes
como la que alzó mi madre
cuando me parió.
Habrase visto mi padre del que me enorgullecía tanto
que quería seguir sus pasos,
menuda compañerita de viaje;
hasta viajaba upa upa en su regazo
en camello por el desierto con la caravana
lejos de la que siguió gimoteando
durante años en su habitación
sin permitirse pegar ojo ni dejar entrar la luz del día,
ni el aire libre, ni el extranjero
ni tampoco la cara paterna para marchitarse aún más
que por mi afloración
pero mi padre, ay ay compañero, estaba en Chile,
Nicaragua, cruzando el océano en un barco de vapor,
en la mazmorra en Bolivia con barba, cuchillo y sombrero
el mundo un pañuelo para encontrarlo
y ella sola criando toda una nueva vida.
Mis huellas se derriten en la nieve.
Adoptan la forma de un animal involuntario
y desaparecen de pronto a medio camino.
Capítulo 1
Mi nombre es Malva Marina Trinidad del Carmen Reyes. Para mis amigos aquí, Malvita; Malva para todos los demás. Para autojustificarme puedo decir que ese nombre, naturalmente, no lo elegí yo. Eso lo hizo mi padre. Ya sabes, el gran poeta. Del mismo modo que les ponía títulos a sus poemas y poemarios, me puso nombre a mí. Pero jamás lo mencionó en público.
Mi vida eterna empezó después de mi muerte, en 1943, en la ciudad holandesa de Gouda. A mi funeral asistió un puñado de gente. Ni punto de comparación con el de mi padre, treinta años más tarde en Santiago de Chile.
De una manera que le habría dado envidia al propio Sócrates, mi padre exhaló el último suspiro en la Clínica Santa María de Santiago una vez sofocada la histeria de la que había sido presa tras ser testigo de tanta injusticia infame que él, que siempre había sido afable y mantenido la calma, y que aun en las circunstancias más espeluznantes no había perdido la cabeza, soltó, hecho una furia, sermones y peroratas y gritos desesperados, en resumen: se puso a despotricar como un condenado, pero ahí llegó el doctor vistiendo su bata blanca, que le dio una inyección para tranquilizarlo, y el dulce sueño en el que seguidamente se deslizó pegó un larguísimo resbalón, convirtiéndose en un tobogán que no parecía tener fin, así al menos sintió mi padre en su bajo vientre cómo iniciaba el maravilloso descenso, cuando en realidad estaba ascendiendo a las regiones del más allá, donde tardaré bastante en encontrármelo, pero donde ciertamente debe de estar, porque el más allá es grande y además él estaba más muerto que una momia, cosa que los médicos comprobaron de forma unánime al día siguiente a raíz de su pulso interrumpido y dado el hecho incuestionable de que también sus ojos permanecían cerrados y ya nada, lo que se dice nada, se movía en él; ni un soplo de aire recorría aquellos miembros, que se mantenían duros como si el eclipse solar y los rigores del invierno hubieran comenzado de golpe y en un mismo momento.
Estiré esa frase deliberadamente para que durante su desarrollo mi padre tuviera tiempo de abandonar la vida y hacer su entrada en la muerte con toda tranquilidad.
La pérdida fue asunto de su viuda Matilde Urrutia, que se inclinó ante el muerto, besó sus manos, buscó a tientas en el suelo junto a la cama la pluma que se le había deslizado de la mano, la encontró por fin cuando ya se había puesto de rodillas y extendió los brazos hasta abajo de la cama, tras lo cual le pidió rezongando a la enfermera que le diera una escoba para mover la cosa hacia sí, metiéndosela luego detrás de la oreja derecha, debajo de un bucle que le caía como por descuido ―Patoja juguetona e incorregible― y proponiéndose terminar de escribir más tarde con ella las memorias de él, y al cabo también las suyas propias de su vida en común.
En un punto intermedio de su largo viaje al reino de los muertos, decidí acompañar a mi padre, rígido y tieso. Lo tomé de la mano con la que llevaba escribiendo prácticamente toda su vida, y así sobrevolamos un tiempo juntos los tejados de una ardiente y apagada Santiago. El palacio presidencial, el parque, el estadio, las poblaciones callampas con los trabajadores y el río Mapocho se encontraban muy abajo de nosotros. Mi padre no solo vio cómo sus amigos eran torturados hasta morir, sino también cómo en la profundidad debajo de él avanzaba el cortejo fúnebre que lo acompañaba hasta su pétrea morada y que discurría como una derivación viva ―humana― del Mapocho por las calles mientras en el propio río flotaban incontables cadáveres.
Desde muy lejos oímos, procedentes de ese sector, gritos de guerra, la Internacional, las consignas de la juventud comunista y, medio disipado por el viento pero aun así todavía inteligible: «¡Camarada Pablo Neruda! ¡Presente! ¡Ahora y siempre!» Y por todas partes vimos emerger de los edificios y el estadio, y desde los campos y el puerto, espectros que como nosotros emprendían el vuelo hacia el espacio vacío.
A propósito, no creo que mi padre se haya percatado de mi presencia, aunque lo tuviera todo el tiempo tomado de la mano. Mantuvo la mirada fija hacia abajo, como intentando grabar en su mente la tragedia humana escenificada allí en todos sus actos. Ahora y siempre. El viento, condición de su sueño febril, parecía tenerlo atrapado más a él que a mí;
él se movía más rápidamente hacia arriba. Entonces opté por soltarlo, siguiéndolo un rato con la mirada hasta que desapareció de mi campo visual.
Por ningún lado vi a Federico, a Salvador, a Miguel ni a Víctor. Ninguno de los integrantes de su rocambolesco círculo siempre en expansión, nunca raleante, que poco a poco fue abarcando continentes enteros, y al final hasta al mundo completo, y que siempre y en todas partes lo había rodeado, ni uno solo de sus lectores más afectos se había personado de forma póstuma para asistir a la transición de mi padre al más allá. Todo el tiempo me preguntaba por qué, de todos los muertos que lo habían conocido, justo a mí me había sido concedido acompañarlo.
Ahora caigo en la cuenta de que fue para que pudiera contártelo.
Todavía seguía asombrada a causa de la irrefrenable multitud que el 25 de septiembre de 1973 salió de todos los rincones de Santiago para sumarse al cortejo fúnebre de mi padre, cuando de repente, en la profundidad debajo de mí, vi al tuyo. Quizá no me creas, pero de verdad, Hagar: ahí estaba, el alto holandés, en medio de aquella masa creciente de vivos, compuesta al principio de unos cientos de personas, pero que al final ascendía a miles de almas. ¿Por qué, si no, crees que te elegí a ti para contarte mi historia? Iba con cautela, con su bloc de escritura abierto, dejando que su lapicera lo anotara todo, pero al mismo tiempo manteniéndose alerta para que no le echara el ojo encima ninguno de los carabineros que, apostados por todas partes, contemplaban la escena con recelo.
Lo que tu padre escribió entonces se conservó, en el conmovedor lenguaje cifrado inventado por él y que utilizaba para salvarse en caso de que lo acabaran deteniendo, como ya le había ocurrido una vez en Bolivia. Unos años antes, en tiempos del dictador Ovando, había pasado tres semanas en las mazmorras de La Paz y Oruro acusado de mantener contactos con guerrilleros. Desde las alturas celestiales examiné los jeroglíficos que tu padre estaba confiando al papel ahí en Chile, y que pude leer de inmediato en lengua clara.
Después de dejar que sus palabras calaran en mi mente, solté también a tu padre y seguí planeando sola, siguiendo el cortejo fúnebre debajo de mí cual cóndor detrás de una columna de conejos. Vi de nuevo a Matilde, la Patoja, caminando montada en sus cortas piernas: valiente, decidida y a punto de ser sometida a un luto profundo que empezaba a filtrarse gota a gota en su alma, como entraba la eterna lluvia del sur por la gotera en el techo de cinc de su modesta casa paterna en Chillán.
[...]
La Patoja, en adelante míseramente sola en el mundo, viuda de mi padre, incansable guardiana de sus sueños y su talla, se erigirá tras su muerte en la santa patrona de su legado y traspasará sus escritos a la eternidad. Sus antiguos amigos intelectuales dejan esta tarea en manos de ella con total despreocupación, tanto más cuanto que bajo el nuevo régimen de repente han preferido distanciarse de ese comunista de un Neruda, mientras yo ―fruto auténtico de carne y hueso, convertida entretanto en un espectro― observo con impotencia cómo empieza a empuñar el cetro sobre sus páginas, imprimiendo en ellas su sello de esmalte rojo y almibarados perfumes; difuminando y difamando a sus predecesoras y sucesoras en la pasión de mi padre, disimulando las aventuras amorosas intercaladas emprendidas a sus espaldas y salidas a la luz a posteriori, y elevando a alturas astrales el gran amor entre ella y mi padre.
Ese amor ella lo encumbra aun más alto de lo que pueden llegar los muertos. Eso ahora lo sé como muerta que soy, y lo escribo en calidad de hija despojada de amor paterno.
Como omnisciente por supuesto diré que Matilde Urrutia ejecutará con pericia y conocimiento su tarea de editora clandestina de las memorias de mi padre, aunque a mí no se me mencione en ningún momento. Sabrás perdonarme esos dos lados míos; confunde ser tanto una fallecida olvidada como una sobreviviente omnisciente.
He de decir que todo esto te lo describo con la pluma de mi padre. Los antecedentes ya te los contaré más adelante.
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© Traducción española: Diego J. Puls
Malva, de Hagar Peeters (Amsterdam: De Bezige Bij, 2015)
Hay que ver mi padre siempre en primera
fila denunciando la injusticia.
Fue compañero de viaje, comecedor
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