TRIBUNA
Carta a mi hijo (ábrase en 2035)
Enrique García Ballesteros 17/02/2016
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Querido hijo mío:
Si hay suerte, cuando leas estas líneas estaré descansando en paz; si no, estaré en algún lugar tenebroso esperando a ser convertido en Soylent Green. Si por el camino hubieras sentido la misma y extraña pulsión que empujó a tus progenitores, cabe la posibilidad de que te hayas hecho historiador; así que, probablemente, estarás trabajando de cualquier otra cosa. Si es en el mundo de la hostelería, recuerda que es mejor trabajar de día que de noche. Si, de todas formas, sigues intentando comprender el mundo que te rodea y el pasado que lo ha conformado, puede que dediques algún tiempo a rebuscar en archivos y hemerotecas digitales, y puede que te topes con extrañas noticias de tu infancia. Quiero dedicar esta única nota que te dejo a comentar, solamente, una de las más raras: aquella de los titiriteros terroristas de comienzos de 2016.
Quizá esperabas que te dijera que hay un sitio secreto donde guardo dinero, ¡ja! Los papeles de la hipoteca que queda por pagar están en el cajón inferior de la mesilla. Quizá eso de los titiriteros te parezca sumamente anecdótico y trivial. Deseo explicarte por qué no. Quizá hayas leído infinidad de artículos de opinión sobre el tema y te resulte curiosa la magnitud del impacto mediático. Quizá no existan ya los teatros de títeres, puede que los hayan considerado una expresión artística ilegítima y peligrosísima para el Estado de derecho. Todo podría ser.
Posiblemente, te parezcan igual de estúpidos tanto el extraño caso de los titiriteros como esta carta. Puede que incluso creas que he perdido el juicio. No he escrito esto porque escuche voces en mi cabeza, o no solo. Debo insistir en que esto de los titiriteros resulta de suma importancia. ¡Pero no te engañes! ¡No dejes que te engañen!
El curioso incidente de los titiriteros no fue importante porque impidiera y persiguiera la subversión propia y centenaria de los espectáculos de marionetas y del mundo al revés carnavalesco, y lo convirtiera en un magnífico ejemplo de lo que significa “reaccionario”. No, no. Tampoco lo fue porque desenmascarara dicho espíritu reaccionario en todos y cada uno de los poderes montesquieuanos del Estado, y en algunos otros. Ni por la ironía —no tengo claro aún si cómica o trágica— que eso supuso, al materializar el argumento de la propia obra y convertir el Madrid del siglo XXI en la Comedia del Arte.
Desde luego, no lo fue porque aquel caso descubriera que a esos poderes les movían los hilos otros, fácticos, que tenían a su disposición casi todos los medios de comunicación para chapotear en el caldo de su propia materia fecal. Por supuesto que no.
Ni lo fue porque pusiera de manifiesto que en este país se podía utilizar lo que fuera para desviar la atención de lo que preocupaba por aquel entonces a los verdaderos antisistema (los que robaban a manos llenas el dinero de todos y no dudaban en manipular de cualquier manera, usando a sus propios muertos o a los de los demás sin escrúpulos).
Déjame, hijo, que te diga también, en relación con esto último, que no creo que el raro suceso de los titiriteros fuera importante porque hubiera sacado a la palestra a hábiles defensores de la ética y de la justicia que, enseguida, descubrieron lo avieso contenido en aquel ejemplo dramatúrgico menor, aunque nada parecía requerirles una airada intervención cuando se usaba con fines espurios la memoria de otras víctimas o cuando los gobernantes, los legisladores o los encargados de hacer cumplir la ley e impartir justicia orinaban sobre las heridas de los malhadados, o ignoraban o pisoteaban los derechos humanos. Quizá tampoco existan ya los derechos humanos, hijo. Te diré que fueron un logro bastante importante de la civilización. Aunque es posible que, cuando abras esta carta, tampoco exista la civilización ni queden seres humanos... ni hipotecas.
Siempre hubo clases
No fue importante aquello porque la justicia demostrara un doble rasero cada vez más notable ante hechos similares. Daba igual que fueran bromas, insultos, hurtos u homenajes a verdaderos terroristas. Si los ladrones eran políticos o banqueros, las víctimas no eran de derechas y los terroristas pertenecían a grupos parapoliciales como el Batallón Vasco Español, apenas se vigilaba y apenas se castigaba.
Te digo la verdad, hijo, no creo que aquello que sucedió fuera importante porque sirviera de colofón a la sucesión de noticias que probaban la existencia de víctimas de primera y víctimas de segunda, terroristas muy malos y terroristas menos malos, ladrones que pagaban sus delitos y ladrones que no pagaban sus delitos. De eso nada.
Ni fue importante la violencia de los cachiporrazos sobre el papel maché y el trapo de las marionetas, ni la que ejercen a diario, sobre las mentes frágiles de los infantes o prepúberes, los telenoticias en los que la gente estalla, degüella o es degollada, donde se ve y se justifica cómo familias son echadas a la calle, reprimidas a golpes, encerradas por robar para comer, maltratadas o asesinadas por un padre de familia cabrón, violadas por su catequista o confesor, o abandonadas a su suerte en el mar cuando intentan sobrevivir huyendo de los horrores de la guerra o del hambre. No creo que fuera eso lo importante, ya ves tú.
Esos destellos de humor indignado en las redes sociales trivializaban lo más grave hasta explotar como un orgasmo, dejándonos despreocupados de lo que hubiera motivado la indignación
No, hijo, no. Lo verdaderamente importante fue que en ese tiempo confirmamos que los españoles carecían de sentido del humor. No me refiero a esos destellos ingeniosos (o no) de humor indignado que había en las redes sociales y que, meramente, trivializaban lo más grave hasta explotar como un orgasmo, dejándonos luego relajados y despreocupados de lo que hubiera motivado la indignación, como si todos los ciudadanos fuéramos humoristas de profesión y esa fuese la única lucha posible y necesaria.
No, no se trata de ese humor que es el más puramente carnavalesco, el que convierte todos los pesares en broma por un día, el que durante siglos permitió el poder porque ofrecía la ilusión de libertad para que no la hubiera, y aprobaba la parodia irreverente y el cuestionamiento del poder para que lo subversivo respirase momentáneamente y permaneciera siempre igual el orden social. No, no me refiero a esa expresión del humor, cuya necesidad, por cierto, perdieron de vista entonces los ejércitos de lameglandes de los poderosos con algo como una actuación en carnaval que, a esas alturas de la historia, era una celebración más hegemónica que subversiva.
Por aquel entonces, los españoles creíamos que teníamos sentido del humor porque nos reíamos con El Club de la Comedia y con los chistes de Eugenio y de Chiquito, porque nos tirábamos por el suelo con el sketch de las empanadillas de Martes y 13 y porque había unos memes muy divertidos del presidente del Gobierno en Internet. Los españoles creíamos que teníamos sentido del humor porque nos gustaba mucho el cachondeo y porque éramos unos tíos y unas tías muy graciosos cuando estábamos por ahí de cañas. Por aquel entonces, hijo, los españoles confundíamos el sentido del humor con la frivolidad. Pero costaba entender que la seriedad que requieren determinadas circunstancias sociales, políticas o personales no está reñida con el sentido del humor.
El humor paliativo
Pero en verdad, hijo, aquellos chistes y monólogos tan divertidos habían ido evolucionando hacia una ironía superficial que nunca agitaba profundamente los tabúes más hondos del público (como sí hacían con bastante coraje, por aquel entonces, muchos monologuistas estadounidenses). No, hijo, aquí el humor se limitaba a lugares comunes, a los roles de género, los problemas laborales y las vacaciones en familia. Los que más triunfaban eran los chistes de cuñaos, no te digo más. Aquí, hijo, no se podía hacer otro tipo de humor porque los españoles no lo permitían.
Aquí no había sentido del humor porque nadie sabía reírse de sí mismo, porque no sabíamos encajar bien; el humor, claro. En cambio, el dolor lo encajábamos de puta madre, hijo. Los españoles aguantamos por aquel entonces que nos recortasen el sueldo, que luego nos despidiesen, que luego nos robasen el dinero del banco, que luego usasen el dinero de nuestras pensiones para rescatar a los bancos, que luego los bancos nos desahuciasen y nos dejaran en la calle sin nada de comer para nuestros hijos y sin posibilidad de cuidar a nuestros padres enfermos ni a nuestros parientes con parálisis cerebral, que aumentase el número de suicidios, incluso que el ministro del ramo se riera de todo ello...
Todo eso, hijo, todo ese dolor y cualquier tipo de humillación lo llevábamos bien. Pero eso de que alguien sacara los pies del tiesto creyendo que se podía hacer humor de cualquier cosa, que hiciera bromas sobre esos mismos paralíticos o parientes enfermos, que bromeara con el terrorismo o con el uso que se hace de él cuando interesa, que se revuelvan los tabúes o que se busquen verdaderas cargas de profundidad... eso no, ¡maldita sea! ¡Una cosa es que abusen de mi hijo en el colegio católico y otra muy distinta que se bromee con el tema de la religión! ¿Quién se habrá creído que es? ¡Eso no hace ni puta gracia!
Los españoles aguantamos que nos recortasen el sueldo, nos despidiesen, que usasen nuestras pensiones para rescatar a los bancos, que los bancos nos desahuciasen y nos dejaran en la calle
Qué decepción la mía al descubrir que en este país nunca se podría hacer una serie como Padre de familia porque los creadores (y puede que algunos de los personajes animados) acabarían en prisión permanente revisable o, por qué no... sería el momento de recuperar el garrote vil, que tanto bien hizo. Ay, qué frustración al saber que jamás tendría cabida una creación artística lo suficientemente bestia como para criticar tamañas dosis generales de pazguatería e hipocresía, los peores males de nuestra sociedad.
Qué desilusión, hijo. Lo realmente importante del extraordinario lance de los titiriteros fue descubrir que en España no había ni verdadero sentido del humor ni verdadera libertad, porque van de la mano. Que en España no pudiera haber nunca una serie como Padre de familia debería habernos hecho reflexionar. Pero no. Aquí no entendimos nunca que la libertad de expresión consiste en no meter en prisión por lo que escriben ni a Salvador Sostres ni a los titiriteros. Que un demócrata debería dar su vida por que tanto Salvador Sostres como César Strawberry pudieran decir y escribir lo que quisieran, aunque, posiblemente, debería también darla por evitar que ninguno de los dos nos gobierne. Imagen perturbadora esta, que habría que tomarse con humor.
Un beso, hijo; y, si todo está peor, o acaso llega la extinción, recuerda a los crucificados de La vida de Brian: “Si te parece que la vida está podrida, puede que hayas olvidado algo: reír y sonreír, bailar y cantar... Y siempre mira el lado positivo de la vida; porque la vida ya es bastante absurda y la muerte tiene la última palabra. Cuando baje el telón, afróntalo con una reverencia: olvida tus pecados, sonríe a la audiencia y disfrútalo, porque será tu última oportunidad. Así que, siempre mira el lado positivo de la muerte, justo antes de que nos dejes con tu último aliento: cuando te fijas, la vida es una mierda, la vida es un cachondeo y la muerte una broma; pero verás que todo es un espectáculo con la gente riéndose en tu cara, y el que ríe el último ríe mejor, y siempre mira el lado positivo de la vida”.
Querido hijo mío:
Si hay suerte, cuando leas estas líneas estaré descansando en paz; si no, estaré en algún lugar tenebroso esperando a ser convertido en Soylent Green. Si por el camino hubieras sentido la misma y extraña pulsión que empujó a tus progenitores, cabe la posibilidad de...
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Enrique García Ballesteros
Es ciudadano activo, pagador de impuestos, padre y escribidor.
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