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El caso es que volvieron a verse. Tras el inútil intento de buscar a Ana en casa de Mariana, quién sabe si efectivamente había pasado por allí como aseguraba Kelvin, el Mercedes negro volvió a desplazarse por Madrid como un intrépido corcel que avanza infatigable para cumplir su cometido. Iba, pues, de un lado a otro, salía disparado de cada semáforo, si podía adelantaba posiciones, uno o dos coches, tres, cuatro y cinco, saltando de carril en carril con esa férrea determinación del que tiene que llegar a tiempo. Pero ni Milton ni Kelvin ni Gismonti se dirigían en realidad a lugar alguno. No tenían nada que hacer. Los dos que iban en la parte de delante del coche seguían con esa conversación inagotable que a Gismonti le resultaba cada vez más ajena y él, pues se había vuelto a desparramar en la parte de atrás y movía la cabeza siguiendo el ritmo de las canciones: Specials, Costello, The Clash. Le latía el corazón con una velocidad mayor de la habitual, y andaba un poco pendiente de cada golpe, no se le fuera a desparramar.
Se detuvieron en un bar en medio de La Castellana, y luego en otro, en Moncloa. Milton y Kelvin desaparecían de inmediato en los servicios, a Gismonti le tocaba pedir las cañas, luego se fumaban un cigarrillo y se ventilaban las bebidas, y seguían adelante. Les urgía cumplir algo, eso parecía. Al final aparcaron en Malasaña. Picaron algo en un pequeño tugurio, sólo Gismonti terminó su ración. A Ana la vieron en el Sweet Home. Llegaron sobre las once y media y fue simplemente cruzar la puerta para que Milton y Kelvin se encontraran como en casa. Incluso a Gismonti le sonaban algunas caras, estaban unos tres o cuatro del Alemán y le presentaron a una pareja muy simpática del Italiano. Ella llevaba un traje de cuadros negros y unos pendientes inmensos de color naranja y él tenía una corbata delgadísima y una chupa maltratada de cuero oscuro. Ana se puso al lado de Gismonti y le tuvo que dar un golpecito de tacón en su pierna para que se volviera.
--¡Ana!--, dijo.
Ella le sonrió. Tenía sus cabellos amarrados en un moño, así que sus ojos iluminaban el mundo y Gismonti estuvo a punto de ser barrido por tanta luz. Le dijo que le pidiera al camarero un gin tonic mirándolo con coquetería. Se quedaron entonces callados. Luego Ana se volvió a mirar lo que Gismonti había empezado a observar con extrema atención, las maniobras del camarero. Los dos siguieron cada movimiento: buscó un vaso, lo llenó de hielo, con unas pinzas cogió un limón, se volvió para buscar una Gordon’s, fue levantando con un punto de chulería la botella para que fuera cayendo el líquido y llegado a una altura hizo un gesto seco para cortar el chorro, abrió entonces una botella de tónica, la vació prácticamente entera y alargó la bebida hacia la chica. El chico reaccionó de inmediato y pagó.
Ana empujó con un dedo los hielos y luego movió un poco el líquido. Bebió un sorbo. Gismonti la miraba con la atención con que se siguen los movimientos de un tahúr. Ana acercó sus labios a la mejilla de Gismonti, que quedó un instante petrificado, pero continuó de largo hasta que pudo decirle al oído, había mucho ruido en el local, que iba a ir a buscar a Kelvin, y que luego lo buscaba. Así que se volvió, armada ya con su copa, y se fue perdiendo entre la gente.
Gismonti era lo suficientemente largo como para poder mirar por encima de tantas cabezas y seguirle los pasos desde lejos. Sabía que tenía que hacerlo con discreción, así que desplazó su mirada de un lado a otro para hacerse una composición de lugar. Vio que Milton hablaba con un par de colegas al fondo, con las cabezas muy cerca para escucharse. Y observó a Kelvin con una muchacha en la barra. También se dio cuenta de que Ana se había despistado de dirección, pero luego supo corregir y terminó acertando con el camino. Se fijó en que llegaba y besaba a Kelvin en los labios, un toque solo y fugaz, pero Gismonti dirigió inconscientemente la mano derecha a la cartuchera para desenfundar. En ese instante comprobó que tenía justo al lado a uno del Alemán, el de la raya de pelos canosos.
--¿Cómo va todo?--, escuchó Gismonti que le preguntaba.
¡Cómo iba a ir! Pues igual que siempre, todos los días al trabajo, las mismas tardes más o menos monótonas, la música, la bendita música, y esa semana había leído un cuento de Borges.
--Bien---, le dijo. --Todo muy bien.
Se enredaron un rato, frase va, frase viene. Aquel tipo era realmente simpático, pero Gismonti empezó a ir estirando la cabeza cada vez más hacia arriba porque se dio cuenta de que le estaba perdiendo la pista a Ana. Como un sonámbulo se fue yendo de la barra, tuvo tiempo de hacerle una señal con la mano a su interlocutor, lo acababa de dejar con una frase en el aire.
Cotilleó por aquí y por allá, no la encontraba por ningún lado, tampoco estaba Kelvin. Sin darse cuenta se precipitó a la calle. Tampoco la vio en ninguno de los corrillos. Fue hasta la esquina, miró por si se estaba yendo ya de vuelta. Nada. Se dio cuenta de que caminaba muy rápido, así que frenó en seco y empezó con calma. Y eso mismo se repetía: calma, calma. Fue hasta la calle del otro lado, por si se hubiera ido por ahí. Tampoco. Regresó al Sweet Home. Se dirigió a Milton, hacia el fondo. Pero fue entonces cuando lo agarraron del brazo, era Ana.
--Vámonos, anda.
Terminaron en casa de Gismonti. Primero caminaron un trecho largo. Ana lo cogió de la mano y le contó que, de un día para otro, dejó el trabajo. No tuve tiempo ni de despedirme, le dijo. Preferí no volver la vista atrás. Es lo que hay que hacer. Dar por cerrada una historia. En el taxi se apoyó sobre él, y lo besó con tanta insistencia que tuvieron que reírse.
Entraron en casa de Gismonti con urgencia, con urgencia se desnudaron.
Se quedaron un largo rato en silencio hasta que Gismonti fue a poner música. Ana le vio cuando se levantaba las marcas de la columna, así estaba de delgado, y sus piernas larguiruchas cuando se fue caminando de puntas. Se sentó sobre la cama, buscó su bolso que estaba tirado en el suelo, abrió su cartera, ahí estaba. Luego encontró una jeringuilla, le quitó el plástico, fue hacia la cocina a buscar una cuchara. Gismonti seguía entretenido, no terminaba de encontrar lo que quería poner, e iba probando cada tema un rato. Hasta que dio con el que buscaba.
Ana lo llamó para que la ayudara.
--Coge esto, por favor.
Vio la aguja de la jeringuilla sobre la gota manchada de unos polvos blancos. Luego la siguió hasta el brazo que la estaba esperando. Se fijo en la vena. Cuando la aguja la tocó, Gismonti cerró instintivamente los ojos.
El caso es que volvieron a verse. Tras el inútil intento de buscar a Ana en casa de Mariana, quién sabe si efectivamente había pasado por allí como aseguraba Kelvin, el Mercedes negro volvió a desplazarse por Madrid como un intrépido corcel que avanza infatigable para cumplir su cometido. Iba, pues, de...
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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