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Milton apareció por casa de Gismonti a primeras horas de la tarde. Era un día corriente y no tenía por qué ocurrir nada especial, pero entró como si llegara con la buena nueva. Que cogiera cualquier chaqueta, deprisa, deprisa, ya era hora de volvera pasarlo bien. Kelvin los estaba esperando abajo. Salieron zumbando en el Mercedes. Fueron directamente al bar deMoritz. Ahí tomamos algo y armamos el plan, dijo Kelvin.
Llamemos a Ana, me ha dicho Milton que llevas tiempo sin verla. A Gismonti le pareció una idea excelente. Así que entraron, Kelvin pidió un chupito de whisky, los otros se contentaron con unas cañas. Gismonti vio cómo sus amigos se iban directamente al fondo, a la oficina de Moritz, con la idea de hacer unas llamadas, y él buscó un sitio donde sentarse. Milton y Kelvin regresaron al rato y, como si obedecieran a una coreografía perfectamente ensayada, llevaron sus manos hacia los bolsillos de sus chaquetas, buscaron ahí sus paquetes de tabaco, los sacaron, cada cual tomó un cigarrillo y cada cual lo encendió con su propio mechero. Venían como arrastrando una conversación urgente, y Gismonti intentó concentrarse, primero en lo que decía uno y después en lo que le contestaba el otro. Le hubiera gustado meter baza en cuanto se lo permitieran. No lo consiguió.
Todo arreglado, le dijo Milton poco después. Había en el bar de Moritz un par de parroquianos, la gente circulaba fuera camino de sus asuntos, había unos cuantos niños de vuelta del cole. A Kelvinse le ocurrió que mientras tanto podían acompañarlo un momento a casa, todavía quedaba un trecho largo hasta que empezara la noche. Bebió de un sorbo el chupito y le hizo una seña al camarero para que le apuntara la consumición. Gismonti no había tocado aún su cerveza. La dejó tal cual.
Volvieron al Mercedes, Kelvin y Milton siguieron envueltos en su conversación urgente, se pisaban la palabra uno al otro, alzaban la voz si hacía falta, soltaban alguna risa, movían la cabeza para afirmar o para negar, se salpicaban los asuntos como si tuvieran en sus manos la llave con la que arreglar el mundo. Gismonti tenía los ojos muy abiertos para no perderse nada, y cuando saltaba el nombre de Moritz, por ejemplo, o cualquier cuestión que le resultara familiar, lanzaba el anzuelo para ver si pescaba algo. Tuvo que admitir que no supo hacerlo. Iba en el asiento de atrás y estaba como inclinado hacia delante para pillar algo y añadir también él, por qué no, un poco de salsa a aquel infinito e inagotable diálogo lleno de meandros y subterfugios. Pero Gismonti tuvo que darse por vencido y se tiró para atrás sobre el mullido respaldo de cuero de color marfil del Mercedes negro. Le venía más a cuento dejarse llevar por la música que se escuchaba un poco más allá de la cháchara y mirar por la ventana. Sonaba un disco de Joe Jackson, el tráfico iba como a trompicones, estaban tirando hacia Atocha y seguirían después hacia el barrio del Niño Jesús para que Kelvin arreglara sus asuntos.
En cuanto la música le fue circulando por los vasos sanguíneos a Gismonti se le empezó también a ir la cabeza hacia sus cosas y pudo constatar dos cosas. La primera, y más importante, que iba a ver a Ana después de una larga temporada. La segunda, y no menos importante, es que estaba empezando a ponerse nervioso.
No tenía la menor idea de cómo le tocaría comportarse dentro de unas horas. Decidió estudiar los hechos. “Como si no hubiera pasado nada”, se decía, pero lo que quería decirse en realidad era como si no le importara lo que había pasado. Porque pasar había desde luego pasado. Se habían acostado un montón de veces, y se habían dicho cosas. No muchas, es verdad, ninguna de esas confesiones de fuste con promesa incluida que lo podían obligar a preguntarle ¿y qué?, ¿qué hay de lo mío? O mejor, ¿qué hay de lo nuestro? Lo pasaron francamente bien durante unas semanas hasta que un día Ana desapareció. Gismonti se preguntaba si tenía derecho a preguntarle ¿dónde te fuiste sin decir nada? o si, respecto a este enojoso episodio, que había resultado crucial para él y que lo tuvo tumbado con dolor de alma durante unas noches que se le hicieron infinitas, no tenía en realidad nada que decir.
--Voy a acompañar a Kelvin--, le dijo Milton cuando el coche se detuvo. --Dejo las llaves puestas por si tienes que moverlo.
Gismonti regresó de las remotas regiones por las que se había perdido para intentar advertirle que él no conducía, que jamás había encendido un coche, que dónde estaba el freno, que para qué servía la caja de cambios, etcétera. Un montón de legítimas dudas que ninguno de sus amigos podía ya aclararle porque se habían ido ya y, además, por lo que pudo ver, porque seguían enzarzados en su conversación urgente.
No tardaron mucho. Milton y Kelvin llegaron fumando, y seguían hablando. El primero se dirigió a él para informarle de que habían tomado una decisión. El segundo le dijo que estaban convencidos de que Ana estaba en casa de Mariana y que proponían ir a buscarla de una vez y no seguir esperándola hasta más tarde.
--Gismonti, pásame un libro que debe andar por ahí en el suelo--, le dijo Kelvin cuando subían ya por López de Hoyos camino del edificio donde había vivido hace un tiempo Milton y que seguía habitando Mariana. Encontró un ejemplar de tapa dura de Suave es la noche de Scott Fitzgerald y se lo dio. Kelvin hizo una líneas con una maestría que deslumbró a Gismonti. Contó que había hecho tres. Observó, cuando se detuvieron, que dos de ellas desaparecían en las narices de sus amigos y que le devolvían la novela con el último detalle. No quiso ser desagradecido y procedió con el temor habitual que le inspiraban estas sustancias.
--Te ha tocado esta vez--, le dijo Kelvin. --Es obvio que Milton no puede subir y a mí tampoco creo que Mariana me reciba con muchos festejos.
Gismonti prefirió no discutir. La puerta del portal estaba abierta, así que superó sin mayor complicación el primer obstáculo. Entró en el ascensor celebrando no haber tenido que explicarse por el telefonillo. Ahora ya solo le tocaba tocar el timbre, saludar con amabilidad, y arrancar a Ana de lo que estuviera haciendo allí para llevársela consigo. Bueno.
Se acordó de la última vez que había estado allí. Lo llevó Milton y le rogó que subiera a recoger sus cosas. Mariana lo trató muy bien en aquella ocasión. Le preparó un café mientras terminaba de colocar unas cintas de cassette y un par de libros en la maleta que tenía abierta sobre la mesa del salón. “Dile a ese gilipollas que no quiero volver a verlo y que si he olvidado alguna cosa suya que la dé por perdida”. Gismonti le contestó que sí, que así lo haría y que tenía toda la razón, que tirara lo que quisiera. Se sentía mucho más próximo a Mariana que al, efectivamente, gilipollas de su amigo, pero por las cosas de la vida en esa guerra él había quedado en las otras trincheras.
Llegó al quinto. Salió del ascensor. Gismonti tomó conciencia en ese preciso instante que sudaba como un perro. Se fijó en la letra “B” y mecánicamente abrió la puerta que daba a las escaleras y subió como un cohete hasta el sexto y hubiera seguido hasta el séptimo y hasta el octavo o el noveno, vaya, hasta el cielo si fueramenester, pero no había más. Una puerta le cerraba el paso a la terraza. Así que decidió desandar el camino. Bajó de nuevo al quinto y siguió hacia el cuarto y de ahí, con un trotecillo cada vez más rápido, llegó a la calle. Se metió en el Mercedes.
--No hay nadie. Tienen que haber salido--, les dijo a sus amigos.
Milton apareció por casa de Gismonti a primeras horas de la tarde. Era un día corriente y no tenía por qué ocurrir nada especial, pero entró como si llegara con la buena nueva. Que cogiera cualquier chaqueta, deprisa, deprisa, ya era hora de volvera pasarlo bien. Kelvin los estaba esperando abajo....
Autor >
Roberto Andrade
Nació y creció en Tangerang, un pueblo de Indonesia, leyendo todo lo que caía en sus manos, de prospectos de medicamentos a novela rosa, y cultivando secretamente su pasión, la polka. A los 33 años se fue a vivir al extrarradio de París, donde trabaja como carterista, y desde donde lanza sus 'Encíclicas para nadie' en forma de postales y telegramas que escribe a personas de forma aleatoria, dejando caer un dedo sobre el listín telefónico, y tiene un bulldog (francés) que se llama Ricky.
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