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Me empezó a caer bien Trotski cuando supe y vi que Stalin le borraba de las fotos. Bueno, ahora que lo pienso, no es verdad: ya era bastante trotskista, y por eso me di cuenta de que Stalin le borraba de las fotos: procedimientos muy elementales, como el típex, vamos. Pero el dictador tenía una visión profética de la comunicación, que explica la duración de su régimen hasta sin él. Era quitarle de la historia. Una vez borrado, no había estado allí. Porque no salía en la foto. Pues mira: me he sentido, mal comparado, muy mal comparado, un poco así, con el reportaje de las tres generaciones de mujeres periodistas de El País, que a este paso va a ser viral en las redes.
Vaya por delante que si me hubieran llamado, habría ido. Claro que espero que los chicos también posen para el moda-hombre del colorín, y seguro que las fotos quedan peor y, además, hacen falta más. Pero no va mi dostoieskada por el lado femicursi: están todas divinas, guapísimas, y con todo el derecho. No me parece que vaya contra nada el que la gente se vista, se arregle y pose. No me parece mal, al contrario, hacer hincapié en las mujeres que hicieron –que hicimos– el periódico, y ponerles cara y ojos, aunque sea en una sección quizá demasiado femenina. No considero banal la moda, que ya nos enseñó Umberto Eco que no hay tema pequeño. Y además, es divertido. Y yo he estado siempre por la diversión.
A ver: que no soy la única que falta, así que no creo que sea nada personal, como sí lo era, personal y político, lo de Trotski. Pero creo que sólo pensamos realmente, cuando la historia nos chincha, nos agrede, nos toca una fibra sensible. Cuando nos manda a la ruina, cuando nos quita a alguien querido, cuando nos estafa, cuando nos hiere. Lo dejamos en chinchar: cuando nos chincha.
El problema es que la historia se vive de uno en uno. En primera persona. El relato de la historia es otra cosa: lo hace quien puede. De Poder. Pero en la historia, en la verdadera historia, intervenimos todos. Es como una maquinita mecánica y complicada, en la que cada pieza funciona y hace funcionar a –o permite que funcionen– las demás. El que sea una pieza u otra, una persona u otra, no es banal: cambia el resultado, como lo cambia el lugar del engranaje en que esté. Las piezas pueden cambiarse, claro, pero el resultado, entonces, no será el mismo. Quiero decir que, aunque no seamos indispensables, sí que somos insustituibles. Todos. Todas. Y cada una.
Como me decía una señora perrunera cuando mi caniche murió: debes tener otro. No va a ser el sustituto, va a ser el sucesor. No hace falta morir para ser sucedido, y la sustitución es directamente imposible. Porque el que venga –mi snauzer– tendrá otra personalidad, otros juegos, otros intereses, otra manera de ver el mundo. Y esa otredad necesaria no va contra la memoria: al contrario. En el registro del tiempo, cada uno tiene su lugar. Y su historia, y sus historias. Y cómo jugó en la familia. Y cómo se fue construyendo su propio nombre. Coco. Que se lo pusimos nosotros, claro, y era una curiosa mezcla de ternura –mucha–, juego –incansable– y un ladrido chillón y penetrante que tenía que ver con cierta mala leche.
El presente –Pibe– es más serio, pero es que nosotros somos mayores. La pelota, dos veces, y la tercera, que vayas tú a buscarla. En fin, no es comparar. Y es sólo un ejemplo. De que la máquina cambia, pero Coco estuvo aquí. Aunque ya no está. Si tuviera que hacer la peli de mis últimos cuarenta años, Coco ocuparía un rincón en 19 de ellos. Y no, no es el mismo que ocupa el Pibe los últimos 8. Aunque algún abriguito y algún trasportín haya heredado. Si Coco tuviera que contar su propia historia, tengo la impresión de que saldríamos en casi todos los planos.
Si tuviera que hacer la película de mis últimos cuarenta años, El País saldría en bastantes más que Coco. De un modo u otro.
Estamos asistiendo a un momento traumático y crucial. Esta mal llamada “segunda transición” tiene su lado bueno en las opciones y las alternativas de cambio, y el malo, en esa franca degeneración del sistema institucional de que nos dotamos en la primera, y en la involución del modelo socioeconómico, que está dando al traste con el incipiente Estado de bienestar. Para no hablar de la vergonzosa corrupción y expolio de lo público. Como nada es independiente de nada, el relato de esta historia es importante: se trata de una refactura de la historia oficial.
Y aunque es cierto que las redes están dando la palabra a masas enteras de personas y movilizándolas –de aquella manera, más o menos caliente, más o menos activa– también es cierto que unos tienen más palabra que otros. En ese sentido, el progresivo compromiso de los medios de comunicación convencionales, con diversos bancos y corporaciones internacionales, hace dudar de su independencia –a ver, que el que paga, manda–. Y la necesaria alternativa está en medios de bastante difícil subsistencia, como éste mismo y sus afines. Si fuera más joven diría que la historia está de nuestro lado. Como no lo soy, digo que no me fío nada de la historia. Aunque no será por falta de entusiasmo.
Pues de la historia se trata. De contar la historia. Creo que el “periódico global en español” está reivindicando este año, en el que cumple los cuarenta, su papel en este tiempo, y más en el cambio del que arrancamos, a la muerte del dictador, que en los cambios que luego han llovido, y en los que también ha jugado su papel. Creo que, efectivamente, ha sido sujeto activo, y probablemente lo siga siendo. No creo que mantenga los objetivos con los que salió a la luz, porque estos fueron cambiando, a veces a mejor, otras menos, y esa es la historia que me gustaría que me contaran.
Hay una tentación de la que no creo que se libre: convertir su historia relatada en argumento de autoridad. Moral, por supuesto. Política, si prefieren. Estarán en su derecho de intentarlo. Por supuesto. Pero el relato de la historia ha de ser veraz y completo. No se pueden tachar fotos, ni por falta de espacio. Esa es una clase que aprendieron estupendamente los dictadores de varios colores, de Franco a Castro. Y apuesto dólares contra galletas a que van a ser muchos los rostros de ellas y ellos que se han quedado fuera de cuadro.
Me empezó a caer bien Trotski cuando supe y vi que Stalin le borraba de las fotos. Bueno, ahora que lo pienso, no es verdad: ya era bastante trotskista, y por eso me di cuenta de que Stalin le borraba de las fotos: procedimientos muy elementales, como el típex, vamos. Pero el dictador tenía...
Autor >
Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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