Gentes del mal vivir
Los Panero, la muerte del padre, la vieja del visillo
También hay una aristocracia de la destrucción. Así lo escenificó la familia Panero en el legendario documental ‘El desencanto’
Miguel Ángel Ortega Lucas 2/03/2016
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Porque siempre ha habido clases, también existe una aristocracia de la destrucción.
La proba clase media española, y las otras, asistieron a tal revelación hace ahora exactamente 40 años, al descubrir en el cine, y después en televisión (lástima de una cámara registrando ese momento en los hogares…), a una señora bien, de aparentes ley y orden, ajada pero todavía hermosa, que hablaba como desmayándose sobre un diván del XIX, diciendo haber leído Madame Bovary mientras “caían las balas a su alrededor” en el verano en guerra de “la provincia”; a un joven airado y “muy mono”, según él mismo, llamando a su familia “la sordidez más puñetera que he visto en mi vida”; a un señor con acento mexicano intermitente y absurdo encantado de que le confundieran con “el gigoló de su madre” –la del diván–; a otro personaje insondable, tristísimo y genial, explicando que el lenguaje no existe, que él se autodestruye “para saber que es él y no todos ellos”, y que sus únicos amores de juventud fueron las mamadas de “dos subnormales” en un manicomio “a cambio de un paquete de tabaco” (…lástima de un En tu casa o en la mía, eh, Bertín…).
Es decir: un seísmo de magnitud considerable en la escala Viejadelvisillo Posfranquista de aquel 1976, año I después de Franco. [La película se empezó a rodar en el 74 y no se estrenó hasta después de la caída del patriarca.]
La cinta, titulada El desencanto, dirigida por un joven Jaime Chávarri y producida por el ubicuo Elías Querejeta, giraba en torno a la muerte (mejor dicho: a sus consecuencias más íntimas) de otro patriarca menos omnímodo, más municipal –que diría Umbral–, pero condecorado con el dudoso título de poeta-oficial-del-régimen-franquista: Leopoldo Panero [Astorga, 1909-1962]. Las personas del drama son, por este orden: Juan Luis, hijo mayor de aquel, poeta; Leopoldo María, hijo mediano, poeta maldito de éxito; José Moisés –Michi–, hijo menor, diletante y poeta oral involuntario; Felicidad Blanc, viuda del finado, madre de todos ellos, la Dueña de Todo Esto.
Todos cultísimos, casi todos dipsómanos, alguno en franco desequilibrio mental por exceso de lucidez.
Por qué es hoy tal mito esta película; por qué armó tanto escándalo y por qué tuvo tanto éxito son preguntas que compartirían idéntica e indefinible respuesta. Más en España: esta aldea del Cosmos en que la peña acude en romería a la puerta de los juzgados para increpar o jalear al personal, según el linaje del proscrito (pronto habrá quien pase vendiendo bocatas y cerveza). El propio Michi contaría mucho tiempo después el curioso caso de la señora que se dedicó durante meses a llamar por teléfono a la casa familiar, siempre a las 5 de la mañana, para escupir al teléfono: “La ropa sucia se lava en casa”, y colgar. Siempre a la misma hora bruja (“una fuerza de voluntad heroica”).
El desencanto levantó una gloriosa polvareda, sí: no había más remedio. Ese espectáculo –inédito e inaudito– de una decadente familia burguesa del franquismo plácido montando una pira con los restos del derrumbe y con los restos del padre difunto y quemándose ellos mismos a lo bonzo, sin pudor alguno, sin trampa ni cartón y tan naturalmente (porque se veía a la legua que no era algo impostado, a pesar del histrionismo visceral de los protagonistas; aquellos herejes podían tener esas conversaciones a diario), debía forzosamente liarla parda. Porque el problema no era el número en sí; el problema era –fue– que media España podía verse chamuscada por el mismo fuego salvaje que devoraba la máscara honorable del padre y la máscara biempensante de La Familia y la máscara sórdida, a la postre, de un sistema de vida (de vida: no sólo político o de valores) consistente en lo que pretendía en el fondo esa entrañable señora del teléfono: que la ropa sucia se esconda, sin lavarse, donde nadie pueda verla.
“Éramos tan felices”
…Y sin embargo “Éramos tan felices”, decía, repetía una y otra vez el niño Michi, de casi 11 años, tras la súbita muerte del padre… De él nació el germen de la película: para “engañar al hambre en París”, a los veinte años –hasta pasar hambre lo hacían con estilo–, bosquejó el borrador de un cortometraje, con el título inicial Los abanicos de la muerte, en el cual su madre iría desgranando sus recuerdos de la guerra civil en la casa familiar de Astorga. Después, en un bar de Madrid, las “mentes calenturientas” que frecuentaba –Javier Marías, Antonio Gasset, Ricardo Franco…– le sugirieron presentar el proyecto a Querejeta; Chávarri dirigiría la cosa, que acabó siendo algo ligeramente distinto.
“Empezó siendo una película de máscaras”, contó luego el director a Cayetana Guillén. Acabaría siendo una película de masacre. La única objeción por parte de los intérpretes, al visualizar el montaje final, fue de Felicidad, a quien no agradó el comentario de Michi sobre el alcoholismo de su familia: “hectólitros de alcohol en sangre” por parte de ambas ramas, decía, la Panero y la Blanc.
¿Qué es El desencanto? “Un documental (cómico) que acaba siendo una película de terror”, según Juan José Millás. ¿Qué sucede en El desencanto? Aparentemente nada; profundamente todo. O todo lo feroz que podría suceder en casi cualquier familia de este mundo si se dieran las (extraordinarias) condiciones que se dan en este caso. Con abundante plano fijo registrando el monólogo o las conversaciones de los protagonistas, el espectador asiste a una suerte de canibalismo fraterno y filial, degollina emocional y de etiqueta, con epicentro en la madre (mezcla de dinamita y novela rusa) y en el padre ausente (“la feliz muerte del conejo blanco”). Michi es el maestro de ceremonias; Felicidad es el ídolo roto; Juan Luis es el bufón –intencionado, según Chávarri–. Leopoldo María es el héroe retador del dios-padre, “Edipo consciente” según él mismo, aunque un lapsus providencial casi le hace decir ante la cámara que su deseo era “acostarme con mi pad…[re]”, y no con su madre.
Como inocentes bestias reconociéndose a dentelladas, se miran y se olisquean alternativamente con rencor, con sarcasmo, con ternura llena de miedo; con dolor (hectólitros de dolor en sangre). Y se despedazan, dignamente y sin lloriquear. Pero no sólo de eso hay. Mejor dicho: todo eso existe precisamente como grito colosal y sordo de más adentro.
‘Agujeritos’
Hay un momento de diálogo que debería extrañar (aún más) al espectador. Es cuando, sentados en el patio del Liceo Italiano donde estudiaron Michi y Leopoldo María, y después de glosar, por ejemplo, su suicidio de opereta en una pensión (“¿Va usted a hacer lo mismo que Marilyn Monroe?”), este último señala que “mucha sinceridad nunca ha habido” en esta familia. Y su madre le da la razón –como a los locos.
¿…Cómo es posible que digan eso, si a lo que asistimos de continuo es precisamente a un descuartizamiento verbal sin anestesia…? Pero es cierto: hay una farsa aún mayor y más profunda, que atañe a todos y de la que el híper lúcido Leopoldo María es el más consciente: y es que la palabra, entre los miembros de la especie Panero, es una continua y perfecta cortina de humo para no hablar, para no reconocer lo que está pasando en realidad.
Leopoldo María viene a decir que la “casta sacerdotal del lenguaje”, los intelectuales –según él los entiende: su familia–, no hace más que escapar todo el tiempo de la realidad, de la vida verdadera: “De ahí que detesten la vida y que me detesten a mí mismo, que la represento por excelencia”. “Como a nivel de gestos [no de palabras, aunque también] he sido más desarazonado que ellos, me han convertido en su chivo expiatorio”… [La paradoja es que será L. M., a la postre, el mayor kamikaze verbal de todos ellos: a pesar de denunciar la palabrería, necesita las palabras para sobrevivir. Y cabría conjeturarse, quizás, que la locura fuera la última escapatoria de una sensibilidad extrema ante la intemperie sin gesto alguno de afecto: hectólitros de frío en sangre.]
Quiere decirse que en una familia en la que nadie paraba de hablar, en realidad no existía el diálogo. Se les da tan bien la teatralización de sus propias máscaras ante la cámara y en familia, que los árboles de verborrea literaria no dejan ver el páramo de soledad en el que aúllan. “Dulcifica un poco”, reconviene Felicidad a Michi mientras éste cuenta la inocente anécdota siniestra de cuando tiraron al río una camada entera de perrillos y la madre le hizo a la caja “agujeritos” como último gesto humanitario (“¿Por qué hiciste agujeritos a la caja, mamá…?” ). Le dice dulcifica: pero no por el asesinato masivo, sino por utilizar la palabra parir en una frase, en vez de un verbo más aséptico (para poner agujeritos de aire en el lenguaje, que no en la vida). Y sin embargo, como diría el inmenso Nacho Vegas –que dedicó, por cierto, un memorable epitafio a Michi Panero–, “dentro de este horror no hay / literatura, no”.
Ésta, y no otra, es la farsa profunda que se desenmascara –sin pretenderlo en absoluto sus protagonistas; tuvieran razón o no– en El desencanto, y que encontró tal resonancia afuera. Porque no hablar de lo que estaba pasando realmente en la calle, ni en las casas, ni en el almario de cada cual, es justo lo que había sucedido en España durante 37 años y hasta ese mismo momento de su estreno. Ésta, en realidad, será seguramente también la causa de su fascinación o de su escándalo aun a día de hoy: porque hablar de lo que está pasando realmente constituye una transgresión en cualquier tiempo y latitud (la ropa sucia se suele esconder sin lavar siquiera).
“Ya casi siento el frío”
Pero nada es nunca blanco o negro, casi nunca de una pieza. “No he querido contestar a las cosas terribles que han dicho y escrito en Astorga de mí y de mis hijos”, contaba Felicidad Blanc a El País en 1977. “Quieren defender la imagen de mi marido insultando de manera terrible a sus hijos. No pueden acertar: para Leopoldo, para todos los padres, sus hijos, con las equivocaciones que puedan tener, son siempre lo más importante”.
Lo haría lo mejor que pudiera, Felicidad Blanc, a pesar de la broma siniestra de su nombre, de su franqueza molotov (el pobre Luis Rosales…), y teniendo que afrontar un panorama para el que no la educaron en absoluto. Su marido Leopoldo Panero, bardo oficial-del-franquismo, aun con sus tics “brutales”, no fue nunca el camisavieja que pretendía la leyenda. Poeta sobresaliente, rescatado para la causa estrictamente literaria por Andrés Trapiello, dejó, entre otras joyas, un bellísimo soneto llamado Hijo mío (“…Voy, me llevas, se torna crédula mi mirada, / me empujas levemente (ya casi siento el frío); / me invitas a la sombra que se hunde a mi pisada…”). También fue amigo de César Vallejo.
Entre los hermanos, al menos entre Leopoldo María y Michi, compañeros de juegos en la infancia, siempre quiso emerger una ternura soterrada, a pesar del caos del primero y de lo cascarrabias del segundo. [La combinación de estos dos factores produjo lo que cierto colega considera el mejor monólogo de la historia de España, y servidor suscribe.]
Todos se putearon más o menos; todos se quisieron más allá de los velos tramposos del lenguaje. La dignísima conclusión Después de tantos años [Ricardo Franco, 1994] revela de manera emocionante aquel hambre ancestral por un abrazo, con esos dos niños derruidos ayudándose a caminar, el uno al otro, hacia la demolición definitiva de su estirpe.
“Y los libros hablaban y hablaban
pero Dios iba diciendo: pronto se acabará el mundo.”
…
“Mi corazón temblaba y no era un sueño,
murieron todos los soldados de la guardia del rey
y mi corazón seguía temblando.”
[L. M. P.]
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Porque siempre ha habido clases, también existe una aristocracia de la destrucción.
La proba clase media española, y las otras, asistieron a tal revelación hace ahora exactamente 40 años, al descubrir en el cine, y después en...
Autor >
Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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