Norma Brutal
El Getafe de Juan Soler, el paracaidista que gobernó mi pueblo
Ángeles Caballero 9/03/2016
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Cuando yo era pequeña y la vía del tren separaba Getafe en dos partes, me tocaba pasar por un pasadizo subterráneo la mar de chungo para ir al colegio. Las dos Españas, los dos Getafes. A mí me tocó vivir en la zona obrera, La Alhóndiga, llena de bares con olor a aceite con necesidad de recambio en los que de vez en cuando una cantante de copla o un baladista amenizaban las cenas de los fines de semana. Por ese puente pasaba yo para ir a la parte ‘pija’ de mi ciudad (somos más de 170.000 personas, varias veces Soria), con mi uniforme calasancio y el miedo a que alguien nos mangara la merienda.
Al llegar al colegio, siempre la misma escena y el mismo sonido, el de los pasos velocísimos de un señor bajito que decía buenos días a todo el mundo. Pedro Castro, el eterno alcalde getafense, está entre los inventores del populismo, pero durante años fue el hombre que arrasaba elección tras elección, con el tiempo suficiente para pasearse por el pueblo, atender las peticiones del oyente, tomar nota de las baldosas rotas, una chequera decente como para traernos al primer Alejandro Sanz a unas fiestas patronales y una capacidad de negociación innata con el Partido Popular, suficiente como para traernos la Universidad Carlos III, enterrar las vías del tren y convertir Construcciones Aeronáuticas, la fábrica de empleo del pueblo, en la flamante sede de Airbus. También le dio tiempo a colocarnos a un vástago como su delfín en el consistorio (ya saben, el clásico amor de padre), y su luz empezó a apagarse cuando llamó “tontos de los cojones” a los votantes de la derecha y una operación urbanística con un parking en mi barrio le tiñó un expediente que hasta entonces parecía impecable.
Llegaron unas nuevas elecciones municipales y Esperanza Aguirre puso su dedo divino en Juan Soler. A Soler yo lo conocía como tertuliano en la radio, un tipo simpático con sonrisa algo forzada, que imagino que hasta ese momento nunca había pisado la localidad de la que luego sería alcalde. Y claro, tenía que hacer campaña.
Recorrió los 13 kilómetros que separan Madrid de Getafe por la carretera de Toledo y se plantó con su guardia de corps para pasearse, repartir besos y convencer. Cómo olvidar aquel momento en el que, paseando por la gran calle peatonal que vertebra ayuntamiento y universidad, me topé con él y su séquito. Tenía que haber apuntado la fecha: “Por aquí pasearon los primeros pijos pata negra que se recuerdan”. Una cosa loca para los amantes de los estereotipos, con sus Barbour, sus buenas melenas, sus polvos de sol, su ropa de marca, su “cuando me levanto esto es lo primero que me pongo”. Y yo que creía que la apertura de una tienda Benetton había sido el techo de nuestro ascensor social. Qué equivocadas estábamos mis amigas y yo al celebrar aquello.
“Pero estos de dónde han salido”, fueron las primeras palabras de mis padres, testigos también de aquel acontecimiento. Y claro, muchas risas. Tantas como votos, porque Soler y su boy band ganaron. Unos años en los que no pasó nada destacable, una cosita con la Gürtel por aquí con el de Vivienda, una dimisión por aquello de la regeneración, y a otra cosa.
En ese tiempo a Soler le dio tiempo a hacer muchas cosas, aunque no paseó tanto ni a tanta velocidad como su antecesor. Se fue a un hotel nada periférico a hacer una dieta extrañísima, y mientras hizo su cosa faraónica, como todo buen popular. Convirtió el mercado de abastos que llevaba años cerrado en un centro cultural. Antes de que se me alarmen, estoy a favor de centros culturales y de la cultura en general (en ese lugar celebra mi ilustre paisano Lorenzo Silva su certamen Getafe Negro, de las pocas alegrías que le hemos dado al mundo), pero no sé si lo más adecuado es que ese proyecto acabara en manos de Joaquín Torres, arquitecto mediático, excolaborador de Sálvame, bloguero y autor de esa cosa tan impersonal llamada La Finca. Hombre, que no digo yo que no nos merezcamos cosas buenas, pero tampoco nos ha llamado el Señor a acudir en masa a performances transgresoras (por no ir no vamos ni al Coliseo Alfonso Pérez, un nombre grandilocuente del que aún no me he recuperado). Así que ese dinero que le dimos al señor Torres igual podíamos haberlo empleado en pagar a otro arquitecto con menos tronío. Sí, me gustan los estereotipos, especialmente cuando me ayudan a escribir esta columna.
A Soler le pillaron las municipales de mayo en pleno declive popular y auge barcenita y dejó su bastón de mando a Sara Hernández, del PSOE. Claro, esto de estar en la oposición no mola tanto. Que a ver quién me mandó a mí decirle que sí a Aguirre, con lo bien que se está en el VIPS de Ortega y Gasset (lo sé porque le vi comiendo más de una vez allí), qué se me habrá perdido en un sitio que por no tener no tiene ni un Zara, ni una estrella Michelin. Y cuando Soler pensaba que era lo peor que tenía que hacer en su vida, trasladarse esos (ahora) eternos 13 kilómetros hasta llegar a su trabajo, se le presentan unos buenos furgones policiales, con sus buenos registros, y detienen a seis personas. Y, se sorprenderán, pero parece que el asunto tiene que ver con Urbanismo y con el proyecto de un teatro que, a tenor de los dibujos y las maquetas, ríete tú del María Guerrero y ya puestos del Madison Square Garden.
Cuando pensaba yo que, como las enfermedades, la corrupción siempre les pasa a otros, viene el furgón y nos saca los colores y las miserias. No te lo perdonaré nunca, Soler. Mientras, feliz estancia en el Senado, ese lugar que siempre acoge a los mejores.
Cuando yo era pequeña y la vía del tren separaba Getafe en dos partes, me tocaba pasar por un pasadizo subterráneo la mar de chungo para ir al colegio. Las dos Españas, los dos Getafes. A mí me tocó vivir en la zona obrera, La Alhóndiga, llena de bares con olor a aceite con necesidad de recambio en los...
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Ángeles Caballero
Es periodista, especializada en economía. Ha trabajado en Actualidad Económica, Qué y El Economista. Pertenece al Consejo Editorial de CTXT. Madre conciliadora de dos criaturas, en sus ratos libres, se suelta el pelo y se convierte en Norma Brutal.
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