ESCRITO A CIEGAS
Entre eternidades
José Luis Merino 30/03/2016
Emily Dickinson. Daguerrotipo, 1848.
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Aunque de aspecto insignificante, era un ser excepcional, único e infinito. La poeta americana Emily Dickinson (1836-1886) pasó toda su vida en una pequeña localidad, Amherst (Massachusetts). Con su desbordante imaginación viajó por múltiples geografías, al tiempo de ponerse el guante de lo local para alcanzar el Universo. Desde temprana edad se amistó con pájaros, flores, nubes, árboles, nieves, soles, mares, colinas (y prados), abejas, rocíos ocasos y todo cuanto nos sobrevivirá.
Sentía haber venido de lo Eterno y estar camino de lo Eterno. La voz femenina del trascendentalismo americano habitó entre la duda y la creencia (“Esta fe que esperó la estrella en vano”), junto a un implacable y patético nihilismo (“De tener un cañón bombardearía a la raza humana”). Nunca paró de dar pasos dentro de sí misma. Dibujó su vida interior en un verso, suave como hilo de bordar (“En mi flor me he escondido”).
Mujer excéntrica y plural, escribió sujeta a la más estricta de las soledades (“El alma elige su propia compañía”). Hizo de la Belleza la razón de su existencia. Lo prueban los ochocientos poemas –breves y quintaesenciados en su mayoría– encontrados tras su muerte.
A los lectores en lengua española les será fácil descubrir afinidades entre los raptos místicos de Santa Teresa y la contemplativa mirada panteísta de la dama de Amherst: “Tiene la hierba tan poco que hacer / que heno yo quisiera ser”.
Aunque de aspecto insignificante, era un ser excepcional, único e infinito. La poeta americana Emily Dickinson (1836-1886) pasó toda su vida en una pequeña localidad, Amherst (Massachusetts). Con su desbordante imaginación viajó por múltiples geografías, al tiempo de ponerse el guante de lo local...
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José Luis Merino
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