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La palabra “intelectual” tiene todavía su aura. Creo, sin embargo, que su uso la ha llevado a un punto en que puede resultar que tenga sólo eso, algo de aura, pero nada más. Es decir, se ha convertido, en gran medida, en un significante vacío, como esas palabras que justo por su vaciedad semántica juegan un papel determinado, de mucho rendimiento, en el discurso político, como bien destacó Ernesto Laclau, por ejemplo, o como han subrayado otros muchos, en la crítica de la cultura en clave psicoanalítica, de la mano, en especial, de Lacan.
Habrá que reconocer que al término “intelectual” quizá sea eso –tratarlo como significante vacío- lo mejor que puede pasarle, pues aún es peor ver cómo queda atrapado a cada paso entre connotaciones tan antagónicas que apenas permiten defender su uso apoyándose en la analogía entre sus diferentes significados, de tan equívocos como se presentan. Si la palabra sirve para referirse, por ejemplo, a quien desde el mundo académico interviene en el debate público tratando de crear opinión y, a la vez, para denotar a quienes desde sus posiciones de expertos apuntalan públicamente las decisiones de quien ejerce el poder, nos encontramos con una enorme dificultad para un uso suficientemente claro del concepto en nuestras prácticas discursivas. ¿Quiénes son los intelectuales? ¿Cuál son las características, supuestamente comunes a todos ellos, de la función que desempeñan?
Una mirada histórica a los intelectuales
Si la realidad actual no nos da suficientes elementos de clarificación en torno a la figura del intelectual –repárese de camino en lo poco que se habla de las intelectuales-, el recurso a la historia siempre puede ayudar. Con su apoyo se puede aclarar la cuestión observando que la palabra en cuestión no se ha aplicado a cualesquiera estudiosos, eruditos, artistas o, en general, personas pertenecientes por razón de su profesión al llamado mundo de la cultura. La figura del intelectual está vinculada al surgimiento de un espacio público, el cual gira en torno a lo político, pero que no se agota en las puras estructuras de poder y sus instituciones, sino que incluye un ámbito de debate generado desde la sociedad civil que constituye la esfera de la opinión pública. Es decir, la figura del intelectual apareció en la modernidad burguesa, de la mano de la configuración del Estado como entramado institucional de un poder desacralizado, paulatinamente en trance de democratización, a la vez que desde una sociedad secularizada capaz de dar de sí el pluralismo como valor.
Las referencias históricas pronto convergen sobre determinadas personalidades que desempeñaron en su contexto tales funciones que contribuyeron decisivamente a perfilar los rasgos con que posteriormente serían reconocidos los intelectuales. Puede decirse que Voltaire es, a ese respecto, un personaje clave, el cual abre un ciclo que, a la luz de ciertos criterios, puede decirse que a la postre se cierra con Sartre. La combinación de análisis social, reflexión sobre los acontecimientos políticos y crítica del poder pasa a ser seña de identidad de quienes en ese periplo se reconocen como intelectuales. Es verdad que esa conjugación tampoco se ha dado igualmente en todos los países donde cuajaba la modernidad y se abría paso la democracia. Hay quienes insisten, por ello, en considerar la figura del intelectual especialmente arraigada en la cultura francesa. La obra de Alain Minc sobre Una historia política de los intelectuales parte y se desarrolla desde esa premisa, la cual fácilmente puede tildarse de chauvinista. No obstante, cierto es, por una parte, que dicha figura no se presenta con la misma pujanza en el ámbito anglosajón y, por otra, que el enaltecimiento de la figura del Herr Professor alemán no le facilitó bajar a la arena del debate político en la esfera pública. El antecedente de Marx y otros, batallando en la prensa de la época, quedaba lejos y muy marcado por su alineamiento político.
Son conocidas las dificultades presentes en la realidad política –y cultural- de España para que la figura del intelectual se prodigara. Desde la escasa tradición democrática hasta el peso sociológico de una Iglesia nacional-católica, pasando por la debilidad de la Ilustración hispana, son muchos los factores coaligados para que sólo figuras muy señaladas emergieran y resistieran el paso del tiempo como intelectuales así reconocidos, destacando referencias indiscutibles como Unamuno u Ortega. Es en la resistencia democrática a la dictadura franquista donde la figura del intelectual, ubicado en la izquierda por su posición crítica respecto al régimen, empezó a descollar de nuevo: desde Aranguren, García Calvo o Sánchez Ferlosio, la nómina, por fortuna, fue aumentando. Con la transición de la dictadura a la democracia, a medida que el espacio público se ensanchaba democráticamente, la presencia, en los medios de comunicación, especialmente la prensa escrita, de personas reconocidas como intelectuales fue en aumento. No hace falta proceder en este momento a la elaboración de un listado, que por lo demás fácilmente tenemos en mente, de esa intelectualidad que ha desplegado su quehacer público en el recorrido de lo que actualmente llamamos el régimen del 78, entendiendo por tal el sistema –político y social- surgido a partir de la Constitución refrendada ese año por la ciudadanía española.
Cuando el régimen del 78 ha tocado techo, y la actual situación política española así lo atestigua, demandando un salto democrático que aún no acaba de perfilarse en cuanto a cómo darlo como sociedad que ha de poner al día sus estructuras y reglas –necesidad de proceso constituyente incluida-, se replantea la tarea de los intelectuales al hilo de cierto relevo generacional que parece ineludible. En cierto modo, dada la estrecha vinculación entre los intelectuales de la transición democrática y las estructuras de ella resultantes, hasta el punto de perder fuerza de impugnación para aparecer desarrollando tareas de apuntalamiento, ocurre como si, salvadas muchas distancias, se aplicara a la generación anterior de intelectuales aquello a lo que aludía el famoso título de Julien Benda en 1927: La traición de los intelectuales –muy significativamente el título de la obra en su original francés es La trahison des clercs-. El relevo, desde esa perspectiva, se propugna por algo más que por el sucederse biológico de las generaciones, sobre lo cual hasta el mismo Ortega tendría mucho que decir desde su teoría al respecto.
De una figura periclitada a una función democrática
Lo principal, sin embargo, no radica en cómo una generación sucede a otra en el desempeño de las funciones atribuidas a quienes se arrogan, se presentan o son reconocidos como intelectuales. Lo más importante tiene que ver con la cuestión crucial acerca de si la realidad permite que se mantenga, o no, la figura del intelectual tal como se ha dado en el pasado, también en nuestro pasado reciente. Diría, permitiéndome la redundancia, que la figura del intelectual tiene raíces en el marcado intelectualismo de nuestra tradición cultural hasta el punto de deberse en el fondo a la concepción platónica del filósofo en su relación con la política, el cual si no es rey, debe al menos, desde su conocimiento de la verdad, iluminar al gobernante y guiar a los ciudadanos, tratando de llevarlos más allá del mero intercambio de opiniones.
Es decir, la figura del intelectual, aun haciendo un meritorio ejercicio de crítica, contaba con el plus de cierto lugar privilegiado que le era reconocido para emitir su juicio sobre la realidad misma. Diríamos, desde Kant, que tal función, en todo caso, se justificaba como ejercicio público de la razón en un contexto de realidades democráticas insuficientes y de una sociedad aún muy verde en cuanto a su proceso de ilustración. Pero en la medida en que una sociedad avanza hacia una democracia más madura y, entre otras cosas, alfabetizada y bien informada, puede dar de sí una ciudadanía más ilustrada, entonces empieza a perder su razón de ser ese intelectual que, con buenos motivos en su contexto, no dejaba de desempeñar su tarea desde una posición de privilegio (epistémico, al menos), haciendo valer su capital simbólico –Bourdieu dixit- y no librándose muchas veces de modos paternalistas. Necesario es, por tanto, ya que miramos muy atrás, no tener una fijación tan fuerte al modelo platónico para acogerse a una devoción más cultivada al estilo socrático de un involucrarse en el debate de la polis sin descalificaciones del mundo de las opiniones –el ámbito de la doxa- porque es a partir de ahí, en una especie de mayéutica democrática, desde donde los mismos ciudadanos han de extraer sus verdades compartidas.
¿Cómo resolver una cuestión como la que se nos plantea al hilo de unos intelectuales que no cumplen su función como antes, y no ya sólo porque pudiera darse cierta “traición” –dejémosla en integración conformista en lo que se denomina el sistema-, sino porque las condiciones mismas del ejercicio de la reflexión y crítica públicas del intelectual han cambiado? Todos tenemos presentes los cambios supuestos por la revolución informacional, por todo lo que implican Internet, las redes sociales y esa nueva ágora con la que se amplía el espacio público en ese “tercer entorno” del que hablaba, por ejemplo, el filósofo Javier Echeverría. Las condiciones de acceso, la insoslayable horizontalidad impuesta en las comunicaciones –a pesar de los grupos de poder que siguen actuando en la globalización informática y telemática-, las nuevas formas de vivir el tiempo y el espacio, la alteración de los medios de comunicación, los nuevos modos de producir conocimiento y de difundirlo socialmente en la cultura digital…, todo eso lleva a aplicar a los presuntos intelectuales aquello que afirmaba Habermas respecto a la filosofía tras la muerte de Hegel: pasó la época de los “grandes maestros”. Pasó la época de los intelectuales, reconocidos así, como tales. Pero con eso no queda dicho todo: permanece la necesidad de seguir acometiendo las tareas de la función intelectual como función de la que una democracia no puede prescindir.
¿Dónde estriba lo nuevo que debe subrayarse al respecto –no hay que eludir un punto de vista normativo-? En una sociedad democrática madura todos los ciudadanos y ciudadanas tienen el derecho y el deber –dicho republicanamente- de intervenir en la formación de la opinión pública y de la voluntad colectiva. Si lo segundo es lo que tiene lugar por los cauces institucionalizados para una participación explícita y efectiva en lo que toca al poder político, con el ejercicio del voto como práctica especialmente relevante, lo primero tiene que ver con la participación ciudadana en lo que afecta al poder comunicativo de una sociedad de ciudadanos y ciudadanas –no sólo usuarios, consumidores o clientes- libres e iguales. Eso no quiere decir que no se reconozca la autoridad de quienes con buenos argumentos intervienen ya criticando, ya proponiendo, ya las dos cosas a la vez, en el debate público, por los medios de comunicación tradicionales o por otras vías más innovadoras. Mas el caso es que nadie tiene un plus ontológico, ni un privilegiado lugar epistémico, ni una desigual posición política para erigirse en intelectuales de oficio, constituyendo además colectivamente un gremio de mandarines. No debe consentirse algo así como una especie aparte de intelectuales con status en algún respecto superior. La universal vocación política que como ciudadanos tenemos y nos reconocemos en democracia exige un replanteamiento radical de la misma función intelectual.
El intelectual, es decir, la persona que desde su acreditada especialización en el ámbito académico o en el mundo de la cultura, interviene en la conformación de la opinión pública, como resultante del intercambio de argumentos entretejiendo la opinión de todos en quehacer colectivo de autoesclarecimiento de la ciudadanía, mas llevando a tal tarea la fuerza de unos razones catapultadas al espacio público desde el buen hacer profesional, no deja de ser en todo momento un ciudadano o ciudadana que opina. A su solvencia se añade, por fuerza, su falibilidad, de forma que su autoridad no se sostendrá sobre otro poder que la fuerza de los argumentos. En democracia, quien como experto interviene en el debate público, no por ello ha de tener privilegio político alguno. Y quien así interviene, poniendo su saber al servicio de la crítica y la propuesta tras una “opinión pública razonada”, como escribe Jürgen Habermas, ¿lo hace desde una posición más allá de toda ideología? No; pero sí desde una posición en la que no se debe trampear ideológicamente. Las cartas bocarriba. Como sigue diciendo de manera muy pertinente el filósofo de la democracia deliberativa, los intelectuales –esto es, los ciudadanos que ejercen públicamente la función intelectual como función democrática abierta a todos- entran en debate con las armas que permite la libertad de expresión, pero hay una que no deben permitirse: ser cínicos. En ello radica la mayor fuerza frente a una cultura dominada por el capitalismo cínico en el que estamos inmersos.
La palabra “intelectual” tiene todavía su aura. Creo, sin embargo, que su uso la ha llevado a un punto en que puede resultar que tenga sólo eso, algo de aura, pero nada más. Es decir, se ha convertido, en gran medida, en un significante vacío, como esas palabras que justo por su vaciedad semántica juegan...
Autor >
José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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