TRIBUNA
¿Todos liberales? Imaginación social y cambio político en España
Somos un país pobre en liberalismo pero rico en “liberales”: una etiqueta formidable para supervivientes del milagro económico afectivamente próximos al relato estándar pero que hoy sienten la necesidad de otra cosa
Eduardo Maura 11/05/2016
Vista de la Puerta del Sol, el 15M.
Anita BotwinEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
La anécdota tiene lugar una noche de miércoles en la línea 6 del Metro de Madrid, en algún lugar entre Argüelles y Carpetana. Un hombre de aproximadamente 45 años se dirige a una mujer que ronda los sesenta. Critica que los medios privados sean “tan de izquierdas” y que en España ser comunista signifique algo necesariamente bueno, mientras que “ser de derechas es malo por sistema”. “Obviamente, hay gente de izquierdas mala y gente de derechas buena, pero nadie lo ve por culpa de los medios”, prosigue ante el silencio aprobador de su interlocutora. Ella responde en inglés: “Alguien debería inventar el partido del sentido común —Common Sense Party—, eso es lo que me gustaría”.
Para cuando la pareja abandona el vagón ha dado tiempo, en apenas unas paradas, a que tres líderes políticos sean concienzudamente demolidos: Mariano Rajoy por corrupto, Pedro Sánchez por comunista, Pablo Iglesias por populista. Todos comparten una única cualidad, sobre todo Iglesias y Sánchez: son separatistas porque defienden el Estado de las Autonomías. Llama la atención la ausencia de Albert Rivera. No aparece. No merece una sola mención de alguien que literalmente no deja hablar a nadie más.
Unos días después, la encuesta del CIS indica que la etiqueta “liberal” es una de las más exitosas. Mayoritaria entre votantes de C’s, también porcentajes significativos de votantes de Podemos e IU se identifican con ella (14% y 12%, respectivamente). Esta cifra sube notablemente según una encuesta publicada en marzo por Redondo & Asociados en Euskadi: más del 27% de los votantes de Podemos en la Comunidad Autónoma Vasca afirman identificarse con la etiqueta “liberal”. ¿Qué sugieren estos datos? ¿Qué lecciones sobre el pasado y de cara al futuro podemos aprender de esta presunta contradicción ideológica? ¿Cómo se relacionan la anécdota del metro y los datos del CIS?
En primer lugar, cabría pensar que dibujan la huella de una ausencia, en este caso la de un partido capaz de satisfacer con naturalidad cierta demanda de liberalismo. ¿C’s quizá? ¿Nostalgia de los valores de la UCD? ¿Anhelo de liberalismo político, económico o de ambos? Ninguna de estas opciones parece verosímil a tenor de la historia del poder político en España —el Partido Liberal no sobrevivió a Primo de Rivera—, de la desdichada historia del liberalismo de la II República, de la trayectoria de los partidos liberales de los ochenta —la UL de Pedro Schwartz, el PDL de Garrigues Walker o el PL de Enrique Larroque—, del 15-M y del devenir del ciclo político abierto con las elecciones europeas de mayo de 2014, uno de cuyos hitos fue el resultado electoral del 20-D.
Y es que esta hipótesis adolece de un déficit. No se hace cargo de la polisemia del adjetivo “liberal” y omite un factor decisivo: el liberalismo político, al contrario que en otras sociedades civiles europeas, no fue el ingrediente fundamental de la construcción de la esfera pública española, es decir, de las reglas de juego que han regido los debates más determinantes desde 1978. Tras la caída de Suárez, si algún partido ha desempeñado esa función ha sido el PSOE.
Muy brevemente, es al PSOE a quien debe atribuírsele la construcción de la imagen más poderosa de España desde 1978. Ningún relato ha sido más exitoso que el de la modernización del país y la asimilación a las democracias “liberales” de su entorno. De esa imagen de país en marcha proceden la autoimagen embellecida de las clases medias españolas y también la manera de relacionarse con el pasado característica de la Transición. De aquella época procede la consolidación del relato del “consenso” como herramienta de estabilidad, bienestar y avance democrático: un consenso que, naturalmente, aparecía como un asunto de voluntad y de altura de unos líderes políticos capaces de entenderse en torno al “bien común”. Tenemos el "talante" de Zapatero, la talla de los padres de la Constitución, la altura de Carrillo, Suárez y González para mirar más allá de los intereses partidistas, etc.
Volviendo a la polisemia del adjetivo “liberal”, más que la adscripción a un partido liberal imaginario, este sugiere tres ejes simbólicos coherentes con este relato: en primer lugar, la España democrática como sociedad abierta capaz de dejar atrás las estrecheces y la oscuridad del pasado. Ser liberal significa aquí —en ausencia de liberalismo político— ser “abierto de mente”, tener sensibilidad para la diversidad y asumir con naturalidad la relajación de las costumbres. Esto es, sentimientos e imágenes de uno mismo solidarias del relato modernizador de los ochenta, desde la Movida hasta la campaña Barcelona posa't guapa.
Enlaza también, en segundo lugar, con la idea del “consenso” como antídoto del “conflicto”. Ser liberal sugiere, en cierta medida, rechazar el conflicto. Esta imagen, que sigue siendo crucial para entender la política española, oculta sin embargo la cuestión fundamental: el consenso no es cuestión de voluntad, aunque deba haberla. "Consenso" es el nombre que damos en cierto contexto cultural español a una relación de conflicto entre varias partes. Una es suficientemente fuerte como para imponerse a la otra, pero no del todo o sin pagar un alto precio simbólico. La otra es suficientemente débil como para asumir que no puede imponerse, pero sí mantenerse de alguna manera. En realidad, solamente de esta clase de conflicto emerge el "consenso".
Por tanto, el liberalismo de sentido común que habita en la etiqueta “liberal” poco tiene que ver con el liberalismo político europeo —prácticamente agotado por la guerra civil europea que va de 1914 a 1945— o con las diferentes variaciones doctrinales del liberalismo económico. De hecho, permite posiciones contradictorias en esas materias.
Por último, dibuja a la perfección el eje viejo/nuevo como uno de los carriles centrales de la construcción de la imagen de España. Ser liberal es rechazar “lo viejo” y abrazar “lo nuevo”. Significa no ser conservador. Hay algo profundamente hispano en este retorno del turnismo liberal-conservador por la vía del sentido común, pero también elementos intensamente liberales —en sentido cultural y de construcción del sentido común— en el lema “Por el cambio” de 1982 y en la senda de la economía social de mercado con características españolas escogida por el PSOE —recordemos que la ESM o “capitalismo social” es de origen alemán, data de 1949 y responde a la época de la construcción del Estado de Bienestar.
En los intersticios de esta arquitectura simbólica surge uno de los mantras de este liberalismo cultural al que nos referimos: la polisemia del adjetivo “liberal” permite esta vez una autoidentificación tan oscilante y peculiar como la de ser “liberal en lo económico y progresista en lo social”. El voto a C’s enlaza con parte de este imaginario, pero ni lo agota ni explica las cotas de votantes liberales de IU y Podemos.
La clave debe de estar en otro lugar. Por un lado, en la imaginación social de las clases medias españolas construidas en los años setenta y ochenta, que identifican algunas etiquetas tradicionales como conflictivas, cerradas o antiguas: “nacionalista”, “comunista”, “socialista” y, de manera más ambigua pero no menos contundente, “progresista”. Ninguna imagen ha sido más duramente golpeada a izquierda y derecha que la del “progre”.
El liberal, paradójicamente, no necesita liberalismo; no tiene ataduras del pasado; siente una natural aversión al desorden y al conflicto y se percibe como nuevo, pero sin estridencias. Quizá muchos de estos liberales no quieran saber nada de “ismos”. Simplemente se perciben a sí mismos como liberales por descarte o por sentido común moderno y de consenso.
Por el otro, el número de votantes autoidentificados como liberales no debe tratarse con desdén. Es razonable en nuestros términos sociales y culturales. Permite responder a la pregunta sin dejar de habitar un relato bien instalado y coherente con una sociedad compleja y altamente institucionalizada como la española. Tiene la ventaja de abrir espacios más allá de posiciones percibidas como extremistas sin caer por ello en una ambigüedad indeseable. Quizá no supere un test de solidez ideológica, pero es una etiqueta formidable para supervivientes del milagro económico que, permaneciendo afectivamente próximos al relato estándar, hoy sienten legítimamente la necesidad de otra cosa. De ahí el número de votantes liberales de Podemos e IU. De ahí la necesidad de no tomárselos a la ligera o con suficiencia intelectual.
En la batalla por el sentido común en que consiste esa parte esencial de la política que es lo cultural, las posiciones de partida nunca las decide uno mismo. Siempre vienen dadas o por otras reglas o por las reglas de otro. La “transversalidad” es uno de los principios políticos capaces de abordar esta proliferación de afectos y de imágenes de uno mismo, sean estas liberales, de izquierdas, apolíticas, ultrapolíticas, desencantadas, etc.
De igual manera, la apelación a “los que faltan”, vengan de donde vengan, permite resumir el principio de transversalidad en un proyecto de mayorías sociales siempre pendientes de construcción. Un proyecto no asimilable ni al mito de la unidad de la izquierda —que presupone la mera acumulación de los que ya están— ni a la pretensión restauradora según la cual cambio político es el enésimo disfraz de lo siempre igual —“son como nosotros”, “se pelean por los sillones”, “no quieren echar al PP”, “en el fondo nada cambia”.
España aparece como un país pobre en liberalismo pero rico en “liberales”. En ese sentido, cabe perfectamente imaginarse al “liberal” del metro votando a C’s muy seguro de sí mismo, pero también a otros “liberales” haciendo justo lo contrario. Esta paradoja no debe quedarse en anécdota. Puede ser otro acicate para seguir peleando por un sentido común objetivamente ambiguo que, sea cual sea la etiqueta y sea cual sea la imaginación que la sostiene, puede ser valioso para el cambio político. O lo que es igual, para la construcción democrática, abierta y diversa de una mayoría permanente del pueblo. Entiéndase bien: no se trata de mandatos ilimitados o de un retorno a comunidades cerradas, sino de cambios de sentido común que se vuelven prácticamente irreversibles, más allá de los vaivenes mediáticos y de los resultados electorales.
Eduardo Maura. Diputado por Bizkaia en la XI Legislatura, es profesor de Filosofía y Secretario Político de Podemos Euskadi.
La anécdota tiene lugar una noche de miércoles en la línea 6 del Metro de Madrid, en algún lugar entre Argüelles y Carpetana. Un hombre de aproximadamente 45 años se dirige a una mujer que ronda los sesenta. Critica que los medios privados sean “tan de izquierdas” y que en España ser comunista...
Autor >
Eduardo Maura
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí