JIMMY BARNATÁN / ARTISTA
“El olvido me produce pánico”
Carlos H. Vázquez Madrid , 25/05/2016
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¿Alguna vez se piensa en las auténticas libertades? ¿En ser libre de la opinión de otros, incluso de la propia opinión? Marlon Brando, como el coronel Walter E. Kurtz, se lo preguntaba en Apocalypse Now (1979). El escape puede ser sencillo si se encuentra una salida por aire, tierra o mar, aunque terminan siendo las botas las que tienen el billete de ida cuando lo que se ve por la ventana carece de interés. El calzado de Jimmy Barnatán (Santander, 1981) viene de Norteña, desde Santander a Nueva York y, también, por la azotea del madrileño Círculo de Bellas Artes, donde tiene lugar su conversación.
En realidad, Barnatán es actor a tiempo parcial, escritor pluriempleado, músico en pascuas de guardar (lleva dos discos con Jimmy Barnatán & The Cocooners) y “macarra ilustrado por derecho”, como él mismo ha contado en otras ocasiones. Este hijo de escribas ya había publicado con anterioridad Atlas (Trama, 2005) y New York Blues (La Estera de los Libros, 2012), pero es en estos días cuando revela una suerte de diario que ha titulado La chistera de Memphis (Huerga y Fierro, 2016) y que empezó cuando Raúl se despedía del Real Madrid, velada en la que sonó The end de The Doors a modo de banda sonora.
Un rey Baltasar de Getafe con antecedentes penales, el almacén de una tienda de discos surtida del más “extenso y meticuloso catálogo de muestras de drogas y estupefacientes del país”, el quiosco que todavía sobrevive delante del extinto Café Comercial, una canción por cada día (eso, si la resaca de ginebra no ha puesto pesas al cuerpo). Se trata del primer trago del viaje: “Levantemos la vista para encontrar el mundo”.
¿Cuántos interrogantes hay en sus otoños? Porque es en el otoño donde arranca su libro.
Son el comienzo real y absoluto. Para mí, el año comienza en otoño. Son todos los interrogantes y, quizás, todas las respuestas al año anterior. Como ese Alejandro Magno que quería ver sus funerales… Todo empieza en otoño, y la historia de Alejandro Magno también. Todos los interrogantes que pueda tener la vida para mí están en el otoño, que es justo el momento de la muerte o…
¿De la regeneración?
Efectivamente.
En su obra, es el verano quien le pasa factura al otoño, y no al revés.
El verano es el cenit para mí. Ya no solo por esa cosa completamente de recuerdo infantil y de aquellos maravillosos años, primeros amores, veranos iniciáticos… Los primeros momentos de libertad que tenemos todos son en el verano.
¿Cómo vuelve alguien a la normalidad después de haber descubierto el blues, que es un poco comienzo y un poco muerte a la vez?
Para mí, el blues es un género completamente universal que habla de la muerte, habla de las ausencias, habla del desamor, habla del amor… pero también habla del sexo, de lo cómico, de política… ¡es política!
¡Y lamento!
¡Desde luego! Digamos el protoblues, por supuesto, pero la evolución natural que ha tenido el género abarca más, como la literatura. Yo creo que está la música y después está el blues.
Cuando el blues deja de ser lamento, ¿qué hay después? ¿Es felicidad? ¿Es rock and roll?
El rock and roll tiene un punto de desinhibición absoluta y de desnudez que igual no tiene el blues. Quiero decir que los corsés que tiene el rock and roll son mucho menos poderosos que los que tiene el blues. Por eso siempre me ha gustado experimentar con todo lo que hago. ¡Imagínate! Este artefacto [dice señalando su libro La chistera de Memphis], que es una novela, para mí es un experimento. Igual que lo hice con el disco Room 13 (A blues tale), que era un acto de blues y radionovela, lo haremos ahora con el siguiente: Bourbon radio.
Hay una historia en el libro que habla sobre el quiosquero que está delante del Café Comercial. ¿Cuándo un pequeño detalle puede convertirse en un gran relato?
Yo reivindico lo cotidiano. Me parece loable y operístico, siempre. Es muy grande. Creo que la normalidad es lo mejor que nos ha podido ocurrir, partiendo de que yo no soy un tío aparentemente muy normal; lo que se entiende como un tío normal. He tenido la oportunidad de ser educado en una atmósfera cultural e intelectual: cuando no estaba en mi casa [Guillermo] Cabrera Infante, estaba Terenci Moix o [Luis Eduardo] Aute o [Jesús] Ferrero… Por eso, para mí, las pequeñas esquinas son inspiradoras. Insisto: no solo las de Nueva York. Una esquina de un barrio como puede ser el de Cuzco, donde he pasado la vida desde que nací hasta los 18 años, puede ser anodina y puede no decir nada, pero para mí lo tiene todo. Las pequeñas historias son verdaderamente grandes. El quiosquero, por ejemplo, tiene una historia brutal que contar, porque siente y padece. Merece que alguien cuente su historia.
Esa reflexión me recuerda a Luis Ciges.
Un genio absoluto. Tuve la oportunidad de currar con él en Torrente. El brazo tonto de la ley (1999). Él hacía de un barman soberbio. Viendo a Ciges sabíamos que eso era de verdad, aunque luego todo fuera el esperpento maravilloso y brutal que fue Torrente, no solo en términos económicos, sino también en términos conceptuales. Es una película única, por mucho que nos quedemos en la historia de la pajilla.
Creo que hay películas españolas de los noventa que recogen, en cierto modo, algo del cine quinqui de los ochenta.
Hombre, como el cine quinqui, lamentablemente, no se ha vuelto a hacer una peli. Soy muy fan del cine quinqui. Colegas (1982) es una macarrada soberbia, pero El pico (1983) y su secuela son también geniales. Eso ya era como medio serie B, pero había serie B dentro de la serie B. Me llaman mucho esas historias, porque son historias de normalidad. Insisto: de aparente normalidad. Veo un edificio de apartamentos y ahí están las historias. Puedo tener la Biblioteca de Alejandría dentro de un monoblock del barrio de la Estrella.
¿Cuándo empezaron a pasarle cosas?
Pues no me acuerdo de cuándo no me pasaban. Sí recuerdo que el primer poema lo debí escribir con 4 o 5 años. Una macarrada. Lamentablemente, fui muy precoz para todo. Creo que mi primera crisis existencial fue a los nueve [ríe]. Tampoco han sido unas cosas muy extraordinarias, pero uno las posiciona en un sitio y les da un valor.
¿Y cuándo empezó a cantar blues?
Empecé a cantar blues en una iglesia de Harlem con 14 años. ¡Iba todos los domingos a la misma puta iglesia!, aunque no era una iglesia, sino que era algo todavía más terrible, porque era como en un piso entre dos estupendas iglesias para turistas. Claro, yo iba ahí cuando me escapaba de la vigilancia familiaR, porque no les gustaba mucho ir a Harlem. Me sentaba en la última fila para no estorbar, porque yo era como un meñique blanco entre anulares negros. Tarareaba las canciones hasta que un día, una de las mujeres que había como ordenando un poco a los feligreses, digamos, me dijo: “¿Por qué no te subes a cantar con el coro? Te han escuchado y me lo han dicho”. Canté el domingo siguiente y ese mismo día, con la misma gente, me dijeron que iban a hacer una jam en un lugar mítico de Nueva York, en el Village, y que subiera con ellos a tocar blues. “Está muy bien lo del gospel, pero ahora te vamos a enseñar lo que es la realidad”, me dijeron.
¿Qué cantó por primera vez, en aquella iglesia?
John The Revelator. Esa misma noche, me terminaron colando en una jam. Yo tenía 14 o 15 años y estos eran unos tíos de 25, 30… Fue en el Arthur's Tavern (séptima avenida y Groove Street). Espectacular. Hace un par de años fui a Nueva York y todavía estaba la camarera, y la gente… Iban como maquillados de mayores. Prácticamente, estaba toda la gente de entonces. Ahí están las historias que yo quiero contar.
¿Son las botas de cowboy las que deciden a dónde va?
Sí, salvo hoy, que tengo una fascitis plantar en los dos pies y tendinitis. Desde que he vuelto de Londres, ha sido terrible. Estuvimos caminando como 16.700 horas y mis botines, que ahora son un poco más cómodos, sucumbieron al empedrado de Whitechapel. Pero siempre llevo botas de pico, desde hace mogollón. De alguna manera, también es el enfrentamiento que aparece en el libro: las dos caras de ese personaje, del niño bien santanderino, del niño feliz. Y luego del más oscuro, con más dolor; el que se educa en los bares de blues y empieza a conocer la libertad en la noche. Ése es el que lleva las botas.
¿Qué son los pellizcos en el alma, a los que alude en su libro?
Lamentablemente, cuando uno va creciendo, aunque no haya crecido mucho físicamente, le van trincando. Para mí son las ausencias, sobre todo, que es lo que más daño me hacen. En el libro hay un texto dedicado a Miguel Ángel Molinero, que fue un grandísimo escritor y un grandísimo amigo. Fue como un tío para mí. Se fue de manera muy abrupta y muy repentina. Esos son los pellizcos en el alma. Después están todos los reveses que te da la vida.
¿Cree en los milagros?
[Se piensa la respuesta.] Sé que deben andar por ahí, pero a mí no se me han presentado, creo.
¿Y en los Reyes Magos?
En los Reyes Magos creo de cojones, sobre todo en los camellos (risas).
Como ese Baltasar con antecedentes de la cabalgata de Getafe.
¡Qué grande! [Esa historia] es absolutamente cierta. Con todo lo sórdido, con todo el asfalto que hay en la vida y con todo lo asquerosamente plausible y físico, creo que hay que conservar una cierta inocencia para vivir más feliz. No me refiero a la ignorancia, pero tampoco hay que pecar de inocente porque entonces los pellizcos se convierten en bocados al alma. A mí me gusta mantener cierta inocencia y por eso suelo creer en los Reyes Magos, por muy mal que vayan las cosas.
¿Qué dicen de usted sus tatuajes?
Cada uno es una muesca, igual que los anillos. Sobre todo éste [muestra su anillo de boda]. Es una buena muesca. Todos son un revés o una satisfacción. Desde el primero hasta el último son lo que yo he querido que quede marcado en el cuerpo.
¿Le preocupa el olvido?
Me preocupa mogollón. Sin pretensión de posteridad ni nada de eso, pero me preocupa también, y vuelvo a lo de antes: el olvido de lo cotidiano. Cuando llegué a Nueva York hace un par de años, después de mucho tiempo de ausencia, mi pretensión era volver a la casa donde había vivido toda la infancia y la juventud por volver a oler el ascensor. Siempre trato de recordar cómo era mi cocina de cuando era crío para que no se me olvide la voz de mi abuela o de mi otra abuela, que son mis dos grandes ausencias. Unos pellizcos irreparables. Sueño con ellas semanalmente. Hay veces que el olvido es un bálsamo y hay veces que el olvido es autoimpuesto, pero el olvido me produce pánico.
¿Algún día dejará de llover sobre Memphis?
No lo creo.
¿Y sobre El Sardinero?
Tampoco.
¿Qué queda When the music’s over?
“Turn out the lights”. Cuando la música se acaba, para mí se acaba todo. Hay una cosa que me gusta mucho hacer y que he hecho desde el primer libro [Atlas] hasta el tercero, que es ponerle música a todo lo que va sucediendo en los lugares. Cada momento tiene su canción, pero en el momento en que se acabe la música, amigo, estaremos jodidos.
¿Alguna vez se piensa en las auténticas libertades? ¿En ser libre de la opinión de otros, incluso de la propia opinión? Marlon Brando, como el coronel Walter E. Kurtz, se lo preguntaba en Apocalypse Now (1979). El escape puede ser sencillo si se encuentra una salida por aire, tierra o mar,...
Autor >
Carlos H. Vázquez
Periodista por vocación literaria, especializado en hacer entrevistas. Por su grabadora ha pasado gente del cine, la política, la música, el deporte, la televisión y la literatura. Así hasta mil y más allá. Cree en Jesús Quintero, en el whisky y en llevar siempre encima algo que pueda grabar voz.
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