El espejo europeo
Islandia y su torre de Babel
25/05/2016
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La desgracia de Milton Friedman es que sus políticas se pusieron en práctica.
John Kenneth Galbraith
En otoño de 2008, la civilización había llegado a su fin una vez más. Para entenderlo mejor, nos situaremos en uno de sus márgenes, es decir, en Islandia. Allí, la Gran Crisis Financiera (GCF) y la crisis de deuda del Estado, tejidas ambas de una sola pieza y sin costuras, fueron como el copete de nata con el que se coronó el café para todos de los años de prosperidad; su aspecto era atractivo, pero dejó un regusto amargo. Para los expertos en genética, Islandia es como un gran laboratorio, ya que en los últimos 1.100 años han sido pocos los forasteros que se han pasado por allí con la idea de procrear, de modo que la población de hoy está emparentada consigo misma. Esto convierte a los islandeses en un pueblo verdaderamente singular; de hecho, gran parte de lo que pasó allí durante la GCF tiene matices propios, aunque no por ello pierda su carácter ejemplar.
Michael Lewis, seguramente el articulista más divertido de cuantos comentan lo que ocurre en los mercados financieros, escribió un largo artículo para la revista Vanity Fair a propósito de Islandia y su crisis. Hasta el año 2008, Islandia ocupaba el puesto número uno en el Human Development Index, era una isla de progreso con un aspecto un tanto salvaje, pero con un alto nivel educativo, un admirable sistema de salud, igualdad de derechos entre hombres y mujeres, y todo lo que un trabajador social podría desear. En cualquier caso, los excelentes profesionales que poblaban la isla no tenían mucho que hacer, ya que Islandia vivía de la pesca, una actividad en la que los diplomas no cuentan tanto como la habilidad y la experiencia. Las aguas de Islandia eran extraordinariamente ricas en peces; en cuanto se inventó el buque frigorífico y el pescado se pudo exportar, el país fue haciéndose cada vez más rico. Por otra parte, la naturaleza había bendecido a Islandia con una curiosa fuente de energía que se escondía bajo su suelo volcánico, aunque no se pudiera exportar como el petróleo o el gas. Afortunadamente, bastó para que una empresa estadounidense, Alcoa, se estableciera en la isla y construyera un horno para fundir aluminio. Aunque era un buen comienzo, a los islandeses les pareció que su economía podía diversificarse más.
Los islandeses son tipos simpáticos, no sólo porque se aferran, tal vez por inercia, a un trozo de tierra que objetivamente no parece muy acogedor, sino porque han mantenido interesantes tradiciones que en otros lugares de Europa han desaparecido hace mucho a consecuencia de la cristianización. Es el caso del Huldufólk, el pueblo de los elfos, que sigue influyendo notablemente en la mentalidad del país. Sólo el 28 % de la población considera improbable que los elfos existan, frente a un 55 % que da por segura su existencia. Los elfos son seres luminosos, de constitución delicada, vestidos grises y cabello oscuro, que habitan en piedras, árboles y colinas, exactamente igual que sus parientes cercanos, los gnomos y los trolls. Por este motivo, antes de que Alcoa pudiera construir su horno, un experto del Gobierno tuvo que acreditar que el lugar no estaba habitado por elfos.
A finales de la década de 1990, Islandia reunía tres características importantes: dinero, una cultura con tradiciones vikingas y una población que tenía las cosas fáciles. El catalizador que hizo que estos tres elementos reaccionaran entre sí y generasen algo completamente nuevo fue el Investment banking [banca de inversión].
Todo empezó con un grupo de jóvenes islandeses que había estudiado en Estados Unidos y había aprendido a ganar dinero jugando con créditos y maquillando balances para que tuvieran un aspecto impecable. Ambiciosos e inexpertos—estos dos rasgos son muy importantes—, en el año 2002 se las apañaron para tomar el control de los bancos nacionales que el Estado había privatizado. Entonces convencieron a sus compatriotas para que pidieran préstamos en yenes y en francos suizos al 3 % e invirtieran el dinero en coronas islandesas, con una rentabilidad del 15,5 %. El Banco Central no tuvo nada que objetar, pues el Gobierno había decidido poner en práctica las doctrinas del neoliberalismo. Apenas había regulación, los impuestos eran bajos y el Estado no intervenía en la economía. David Oddsson, primer ministro de Islandia en aquella época, era un ferviente admirador de Milton Friedman; por lo demás, no entendía ni una palabra de cuestiones económicas, ya que su verdadera vocación era la poesía, a la que se dedicó incluso en los peores momentos de la crisis. Cuando todo empezó, presidía el Banco Central; seguramente será el último poeta que ocupe el puesto en mucho tiempo.
David Oddsson, primer ministro de Islandia en aquella época, era un ferviente admirador de Milton Friedman; por lo demás, no entendía ni una palabra de cuestiones económicas, ya que su verdadera vocación era la poesía, a la que se dedicó incluso en los peores momentos de la crisis. Cuando todo empezó, presidía el Banco Central; seguramente será el último poeta que ocupe el puesto en mucho tiempo.
Al principio, todo iba bien. Entre 2003 y 2007, el valor de las acciones que se negociaban en el mercado islandés creció hasta multiplicarse por nueve. Para conseguirlo fue necesario endeudarse, pero, como cualquier lector de Asterix sabe, los vikingos no le tienen miedo a nada. Sin pensarlo dos veces acumularon obligaciones por valor de 140.000 millones de dólares, lo que equivale a trece veces el producto interior bruto del país o, si lo distribuimos entre los ciudadanos, a una media de 424.000 dólares por cada uno de los 330 000 habitantes de la isla. La deuda del país suponía el 213 % de los ingresos disponibles. Los bancos contrajeron deudas en el extranjero por valor de 50 000 millones de euros. Con todo este dinero, los banqueros islandeses y los hedge funds managers [gestores de fondos de inversión] salieron de compras por el mundo. Se presentaron con nombres que daban una idea de su fuerza, por ejemplo, Thor, y arramblaron con todo: compañías aéreas, consorcios empresariales de comercio minorista, bancos, equipos de fútbol… cualquier cosa que no fuera aluminio y pescado—ya tenían bastante—, aunque de eso por lo menos habrían entendido algo. Pagaron elevados precios por sus trofeos y los repercutieron en sus balances, que cada vez se hacían más grandes y cada vez soportaban más deudas.
La política monetaria de Estados Unidos, muy relajada en aquel momento, hizo que todos los valores subieran animados por los bajos intereses, igual que la marea hace subir todas las barcas que están amarradas en el puerto, las buenas y las menos buenas. Mientras todo multiplicaba su valor, era estupendo tener acciones, materias primas, participaciones, etcétera, aunque fuera con dinero prestado. Ahora bien, cuando la música dejó de sonar y no había ninguna silla cerca, los islandeses descubrieron que la palanca del crédito funciona en las dos direcciones: hacia arriba y hacia abajo. De repente, en el año 2008, lo que hasta ese mismo momento se consideraba el negocio del siglo valía lo mismo que un clavo oxidado. En el sistema bancario, las pérdidas alcanzaron los 100.000 millones de dólares. El poeta que se encontraba al frente del Banco Central no había contado con esta posibilidad. Los bancos se colapsaron, la corona islandesa perdió dos tercios de su valor frente al dólar y el euro, y el Gobierno tuvo que pedir ayuda a sus vecinos nórdicos y al Fondo Monetario Internacional (FMI). Como es habitual, los políticos culparon del desastre a los sospechosos habituales, el capital financiero internacional, los hedge funds, que habían apostado por la caída de Islandia y habían terminado provocándola. Oddsson habló de «especuladores sin escrúpulos que habían decidido llevar a la quiebra el sistema financiero islandés». Olvidó decir que también ayudaba mucho tener a un poeta dirigiendo el Banco Central, a un filósofo como ministro de Economía y a un veterinario como ministro de Hacienda.
Oddsson habló de «especuladores sin escrúpulos que habían decidido llevar a la quiebra el sistema financiero islandés». Olvidó decir que también ayudaba mucho tener a un poeta dirigiendo el Banco Central, a un filósofo como ministro de Economía y a un veterinario como ministro de Hacienda.
Las deudas eran insoportables para el Estado. Cada uno de los tres grandes bancos de Islandia ya era por sí mismo demasiado grande para ser salvado, pero en un gesto audaz y fatídico, el Gobierno decidió nacionalizarlos todos. Cuando un país se queda sin bancos, no se pueden pagar los sueldos, las cuentas de las empresas desaparecen y cualquier transacción comercial que vaya más allá del trueque de mercancías a cambio de dientes de ballena fracasa. El país retrocedió a la época de los vikingos y volvió a vivir de la pesca. Ahora bien, como el Gobierno no tenía suficiente dinero para hacer frente a las deudas que habían contraído los bancos en el extranjero, sus acreedores se quedaron a verlas venir y hasta hoy no han recuperado su dinero (salvo aquellos que fueron indemnizados por el Fondo de Garantía de Depósitos de Islandia). Para evitar que desapareciera el poco capital que quedaba, sin saber aún quién iba a correr con los gastos, se restringieron los movimientos de capital imponiendo severos controles (semejantes a los que pudimos ver tras la quiebra de Chipre en la primavera de 2013). Desde entonces, el Estado se esfuerza por salvar la civilización, la cultura, las costumbres y tradiciones, el Huldufólk, el sistema educativo, la seguridad social y la cortesía.
El país retrocedió a la época de los vikingos y volvió a vivir de la pesca. Ahora bien, como el Gobierno no tenía suficiente dinero para hacer frente a las deudas que habían contraído los bancos en el extranjero, sus acreedores se quedaron a verlas venir y hasta hoy no han recuperado su dinero (salvo aquellos que fueron indemnizados por el Fondo de Garantía de Depósitos de Islandia)
Durante la GCF, Estados Unidos y parte de Europa pasaron por una experiencia semejante, suavizada por sus cifras de población, pero también agravada por una crisis monetaria que provocó un enorme desgaste. El drama se ha contado una y otra vez, con versiones para todos los gustos, a las que en este punto nos gustaría remitir al lector. Lo más curioso es que, tomado en su conjunto, el debate económico que desencadenó la GCF y la crisis del euro sigue en lo fundamental los mismos modelos y recurre a los mismos argumentos que se emplearon hace ya ochenta años para explicar la crisis económica de 1929 y la gran depresión. Esto resulta descorazonador para todos los que creen en el progreso de la humanidad, pero ¿quién se identifica aún con este grupo? Es como si al cabo de los años uno volviera a su taberna habitual y encontrara allí a los mismos tipos de siempre, con las mismas bebidas en la mano, hablando sobre el mismo tema que antes de ellos ya habían tratado sus padres. La iluminación sigue siendo mala, el ambiente está cargado, pero a los parroquianos no parece molestarles. Todos se conocen, saben exactamente cuáles son sus preferencias y recelos. Si nadie pone en cuestión la honestidad del otro quizá lleguen a entenderse.
Fragmento del capítulo 'Islandia y la torre de Babel' del libro 'Mr. Smith y el Paraíso', de Georg von Wallwitz y publicado por Acantilado.
La desgracia de Milton Friedman es que sus políticas se pusieron en práctica.
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