Análisis
La derecha laborista contra Corbyn
Tras el referéndum, no es solo el neoblairismo el que va contra el líder laborista, sino prácticamente todo el aparato del partido. El fantasma de la escisión planea de nuevo sobre los escaños de Westminster
Guillem Murcia 1/07/2016
Jeremy Corbyn.
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Cuando el viernes pasado el goteo de votos contabilizados en el Reino Unido iba llegando a los distintos medios de comunicación, la ciudadanía de la Unión Europea lo seguía sobrecogida. No era para menos: simpatizantes y oponentes del Brexit sabían que, fuera cual fuera el resultado, iba a marcar un antes y un después en la historia de su continente, pero sobre todo de la Unión. Aunque el tema del referéndum había formado parte de la campaña de David Cameron durante las elecciones generales del año pasado, la atención de la mayoría de ciudadanos europeos sólo se depositó sobre el tema hace unos pocos meses, cuando el primer ministro anunció que finalmente la consulta se celebraría en junio de este mismo año. Los resultados ya los conocemos: la mayoría de británicos, un 51,89%, ha votado salir de la Unión Europea frente a un 48,11% que ha optado por quedarse. La participación ha sido superior al 70%.
Una consecuencia negativa para la izquierda, tanto la británica como la del resto de Estados miembros, ha sido verse de frente con una decisión diabólica: tan tóxico se había vuelto el debate alrededor del Brexit que ambas posturas parecían tener compañeros de viaje desagradables. Del lado de la permanencia en la Unión Europea se hallaba el establishment del Partido Conservador británico con Cameron a la cabeza y el ya asentado blairismo del Partido Laborista, ambos haciendo de cámara de eco de algunas voces que surgían desde la caverna de la City londinense para advertir de catástrofes económicas en caso de que el resultado del referéndum fuera positivo. A favor de la salida, por otra parte, estaba tanto el ala euroescéptica de los tories como el partido liberal de derechas UK Independence Party, jaleados por la ultraderecha británica (y no exagero: desde el British National Party, fundado por el veterano nacionalsocialista John Tyndall, hasta Britain First, su enésima escisión, están emocionados con el resultado, azuzando la xenofobia). Así las cosas, la izquierda tenía el alma dividida, con voces, británicas o no, a favor de permanecer en la UE (Ann Pettifor, Frances Coppola, Yanis Varoufakis, Owen Jones) y otras que consideraban que era mejor la salida (Steve Keen, Richard Werner, Bill Mitchell, Kevin Ovenden).
Pero esta división no ha caído del cielo: es resultado de la capacidad de la derecha para monopolizar el debate sobre el Brexit y reconducirlo a debates sobre los que la izquierda tiene poco o nada que decir, y cuando lo tiene, se tira piedras sobre su propio tejado: si algunos partidarios del Remain lanzaban las típicas predicciones apocalípticas de las consecuencias económicas de dejar que los ciudadanos votasen, otros que apoyaban el Leave reconducían el discurso para quejarse de la inmigración del este de la UE o de cómo los británicos “pagaban las prestaciones de otros europeos”. Tomar partido por cualquiera de las dos posturas condenaba a la izquierda a caer en un marco negativo para su autonomía política.
Y la izquierda británica tiene razones para la autocrítica, porque el alza del euroescepticismo y su vinculación con desconfianza de la inmigración no es un fenómeno de surgimiento espontáneo o casual. Sus raíces se han nutrido de los cambios en las condiciones materiales de buena parte de los trabajadores británicos. Cambios amplificados en parte por las maniobras del sistema de partidos británico, en parte por el proceso de integración europea. En Revolt on the Right, Matthew Goodwin y Robert Ford se aventuraron a intentar explicar el surgimiento y los recientes resultados electorales positivos del UKIP. El análisis de los datos de encuestas y elecciones de Goodwin y Ford dibuja el panorama de un UKIP que surgió como un “partido monotemático” que recogía el euroescepticismo conservador prevalente en el Sur de Inglaterra (el más asociado aparte de los tories). Pero tras ese estado de gestación, su explosión electoral respondió más a la captación de votantes desencantados con los laboristas del Norte de Inglaterra, zona de tradición industrial recogida en el imaginario colectivo con sus minas, fábricas, huelgas y Old Labour. La imagen dibujada en el libro es la de un votante generalmente varón, blanco, mayor de 54 años, de clase obrera manual, con mayor sentimiento de identidad nacional inglesa y bajo nivel educativo que ha pasado de ser un fiel votante laborista a dar su confianza al UKIP. Un nuevo votante que piensa que el crecimiento económico de finales de los años 90 del Reino Unido le “dejó atrás” y que ahora se ha visto doblemente golpeado por una Gran Recesión y una recuperación a cámara lenta.
Pues bien, tras las encuestas post-Brexit se puede decir que el UKIP pescaba entre el perfil de votante del Leave, con algunos matices. De un lado el perfil territorial: al margen de Gales y zonas de mayoría protestante de Irlanda del Norte, el grueso del voto a favor de abandonar la Unión Europea vino de Inglaterra. Entre los mayores de 45 años, los desempleados y los pensionistas, aquellos cuyo nivel educativo no supera la educación secundaria, los blancos, y la clase obrera manual, tanto la cualificada y no cualificada, el voto por el Leave se impuso.
El estancamiento en el crecimiento económico está correlacionado con el incremento en el extremismo de derechas
Sería inexacto decir que el voto por el Leave ha sido únicamente un voto de clase. Al fin y al cabo no todos los trabajadores encajan en el esbozo que acabamos de trazar: en zonas obreras multiétnicas o de mayoría católica de Irlanda del Norte, amén de en Escocia, los votos han sido mayoritariamente a favor de permanecer en la Unión Europea. Pero sería miope negar que en el Leave sí que existe un factor de clase, aunque se vea condicionado por el patrón territorial y se restrinja a Gales e Inglaterra. Basta con mirar de nuevo el retrato robot que mencionábamos antes: no coincide con toda la clase trabajadora británica, pero sí que es una parte numéricamente importante de la misma.
Y quienes recuerdan que buena parte del discurso de la derecha a favor de dejar la UE se basaba en atizar la xenofobia no están faltos de razón, ya que es algo corroborado por encuestas que apuntan a que la inmigración habría sido uno de los motivos de muchos votantes para apoyar la salida de la Unión Europea. El problema es quedarse únicamente con esta parte de la historia y confundir el síntoma con la enfermedad: ¿por qué se ha producido esta vinculación entre xenofobia y desconfianza hacia los extranjeros de un lado, y Unión Europea de otro entre este sector de los trabajadores británicos?
Si uno cree que los supuestos beneficios de la membresía en la Unión Europea o del crecimiento económico previo a la Gran Recesión no han llegado a beneficiarle, es más probable que desconfíe tanto de la UE como del establishment político que dice representarle y que le indica que vote por permanecer en la misma. Y si no encuentra contra quién dirigir su descontento, un socorrido chivo expiatorio suele ser el diferente. No es tan importante el que la inmigración ejerza una presión a la baja en los salarios o no como el que uno perciba que existe esta presión a la baja y encuentre un culpable. Brueckner y Grueber demostraron que esta idea intuitiva tiene su apoyo en los datos: el estancamiento en el crecimiento económico está correlacionado con el incremento en el extremismo de derechas.
El problema no sería únicamente, pues, que buena parte de los trabajadores europeos no hayan visto los beneficios de ser parte del club europeo, ni que sus condiciones materiales se hayan deteriorado o como mínimo congelado. Es que la izquierda institucional británica, el Laborismo, no ha sabido dar respuesta a este sector de peso en la sociedad. El partido que hasta la llegada de Tony Blair en los 90 propugnaba como una posibilidad establecer la propiedad común de los medios de producción en su “Cláusula IV”, ha acabado convirtiéndose de forma mayoritaria en una mascarada social liberal que, en palabras del director de comunicaciones del New Labour, el excomunista Peter Mandelson, estaba “muy tranquilo con que la gente se volviese obscenamente rica mientras pagase sus impuestos”. Un reflejo tan fiel de los tories que no ha parecido una alternativa creíble para muchos que querían canalizar su descontento hacia el status quo.
Y la tragedia es que, en septiembre del año pasado, esto parecía que iba a cambiar. Tras un cambio en las reglas del proceso para seleccionar el líder del Partido Laborista que, irónicamente, buscaba reducir el peso de los sindicatos en la decisión, se permitió que cualquier británico pudiese votar en el proceso pagando tres libras. Jeremy Corbyn, un diputado del ala izquierda laborista y activista de varias causas, se llevó casi el 60% de los votos, recibiendo el apoyo de votantes con un nivel socioeconómico inferior al de los que apoyaron a sus oponentes. Corbyn parecía decidido a hacer virar la dirección de su partido para abandonar de una vez por todas los restos del blairismo y suponer una alternativa nítida a los conservadores, poniendo de nuevo la clase en la agenda política: algunas de sus posiciones políticas incluyen el apoyo al fortalecimiento de la negociación colectiva o a la nacionalización del transporte ferroviario, o la oposición a las políticas de austeridad o a las restricciones al derecho a huelga.
El problema que se ha encontrado es que, desde el minuto uno, el propio aparato del Partido Laborista le ha hecho la vida imposible. Al margen de algunos diputados que simpatizan con él, el ala neoblairita del Laborismo, se le ha echado encima agitando supuestos escándalos y generando el equivalente de partido de un rumor de sables constante contra el líder: cuando no eran sus posiciones en contra de las armas nucleares o de la Guerra de Siria, lo eran las acusaciones de supuesto antisemitismo en miembros del Laborismo cercanos a él. Todo a pesar de que, incluso con los tibios resultados en las elecciones municipales de mayo, Corbyn seguía teniendo buenos resultados en las encuestas.
Pero lo alarmante para Corbyn es que el terremoto que ha supuesto el Brexit estos últimos días ha servido de desencadenante para el enésimo enfrentamiento en su propio partido, y ahora no es únicamente el neoblairismo el que va a por él: es prácticamente todo el aparato del partido. Tras conocerse los resultados del referéndum, una cascada de dimisiones en su shadow cabinet (el equipo de confianza del líder de la oposición, con tareas repartidas de forma equivalente a los ministerios de Gobierno) ha culminado en la convocatoria de una moción de censura entre la propia bancada laborista contra Corbyn, moción que ha prosperado: el 81% de los diputados laboristas ha votado “no confiar” en Corbyn, acusándole entre otras cosas, de no hacer “suficiente campaña” por el Remain.
La moción, simbólica, esperaba que el líder laborista dimitiese ante el trance de ver su autoridad cuestionada en público. Pero Corbyn, que ayer se dio un baño de masas en Parliament Square ante miles de simpatizantes que quisieron mostrarle su apoyo en la calle o mediante el hashtag #KeepCorbyn, ya ha comunicado que no tiene intención de irse a casa. Con un fuerte respaldo de bases y de sindicatos, sabe que este pulso que le echa el aparato del partido es una lucha a la que puede enfrentarse. Pero ¿puede ganarla? Estos días se confirmará si el aparato del Partido Laborista se coordina para organizar un desafío al liderazgo de Corbyn según el procedimiento reglamentado. El nombre de Angela Eagle, exministra en el Gobierno de Gordon Brown y que votó a favor de los ataques aéreos del Gobierno de Cameron en Siria el pasado diciembre, ya se ha escuchado como posible contrincante. El fantasma de la escisión por la derecha del Laborismo en los 80 que supuso el Partido Socialdemócrata, que acabaría integrándose en los Liberal-Demócratas, planea de nuevo sobre los escaños de Westminster. Y cuando la polvareda se disipe, el problema de fondo, de clase, de aquellos que han votado contra lo que les decía el establishment, seguirá ahí, para que Corbyn, o quien esté al mando, lo afronte.
Guillem Murcia López estudió Derecho y Ciencias Políticas.
Cuando el viernes pasado el goteo de votos contabilizados en el Reino Unido iba llegando a los distintos medios de comunicación, la ciudadanía de la Unión Europea lo seguía sobrecogida. No era para menos: simpatizantes y oponentes del Brexit sabían que, fuera cual fuera el resultado, iba a marcar un...
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Guillem Murcia
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