Cine
‘El acorazado Potemkin’ envejece en plena forma
La Seminci de Valladolid celebra su 60ª edición con la proyección el viernes 30 de octubre de la cinta de Eisenstein, que cumple 90 años
Francisco Pastor Madrid , 28/10/2015
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Fotograma de la fatídica secuencia de la escalera de 'El acorazado Potemkin'.
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Los intelectuales siempre llegan tarde. Para cuando la Exposición Internacional de Bruselas, en 1958, decidió que El acorazado Potemkin era la mejor obra de cine de la Historia, las masas ya la habían degustado incesantemente, por todo el mundo, a lo largo de todo un lustro: el que había discurrido desde su estreno, en diciembre de 1925, hasta la llegada del cine sonoro. Durante la presentación de la cinta, los empleados de la colectivizada industria del cine ruso recibieron a los espectadores del Bolshói de Moscú vestidos de marineros. La fachada de aquel templo de las artes también se había disfrazado, para la ocasión, con una proa de barco. Reconozcámoslo: no habría un solo cultureta que, en su día, hubiera aguantado tal despliegue.
Mucho menos, tratándose la película de un ejercicio de propaganda; aquel con el que los mandatarios bolcheviques celebraban no solo el vigésimo aniversario de la revuelta de 1905, sino la reciente victoria, tras la guerra civil, de una joven Unión Soviética. Así las cosas, quienes recuperan hoy la cinta suelen hacerlo desde la teoría del cine y el culto a un clásico que cumple 90 años. La 60ª edición de la Seminci, en Valladolid, proyectará el largometraje y regará la velada con la música de la Orquesta Sinfónica de Castilla y León.
Según el historiador y experto en cine Naum Kleeman, “nadie creía en el éxito de una película en la que no hubiera una historia de amor y no tuviera estrellas. Ni en el Este, ni en el Oeste”. Porque las masas no solo compusieron, el pasado siglo, al público primigenio de la obra, sino que también conforman la única protagonista del trabajo de Serguéi Eisenstein. Con la excepción de algún breve tramo en la narración, en el que la cámara se encariña de algún personaje concreto, el gran héroe de El acorazado Potemkin es el pueblo. De ello dan cuenta los muy lejanos planos que muestran el clamor del grupo, primero en la mar y, más tarde, en Odesa.
En Berlín, la censura cercenó la película, según las autoridades, por el tesón con el que esta animaba a las revueltas populares. Sin embargo, dejaron casi intacto su mensaje intelectual y disimularon, bajo la supervisión del director, la extrema violencia de algunas secuencias. En España, la República esquivó proyectar la pieza que también había prohibido Miguel Primo de Rivera, aunque por motivos diferentes: en cada discusión, la bandera tricolor que había acabado con la monarquía debía, al tiempo, dar cuenta de su distancia con lo ocurrido en Rusia. Así las cosas, el largometraje no llegó a los cines españoles hasta 1937, y como un giro en la estrategia de los partidos que, entonces sí, buscaban jalear a la infantería.
Como una feliz metáfora del paso del tiempo, la cinta también se mostró, este mismo verano, en el madrileño cuartel de Conde Duque, reconvertido desde hace décadas en un centro cultural, y acompañada de rock psicodélico. “El cine mudo no está de moda, pero sí está saliendo de las filmotecas para proyectarse en otros lugares”, afirma Teresa Barba, socia de la iniciativa cultural itinerante Café Kino, firmante del evento. Durante el estío, los pases ideados por Barba reunieron, las noches de los jueves, a unas cuatrocientas personas; al igual que pocos asientos quedan, al cierre de esta edición, para la proyección convocada en Valladolid.
Ritmo y metáfora
Esta historia de una revuelta frustrada —también elegida como la mejor obra del cine europeo en 1990— es, en realidad, el trabajo de un Eisenstein prematuro. Lo mismo ocurre con La huelga (1924) y Octubre (1928), las célebres piezas que para muchos conforman, junto al relato de Odesa, una trilogía. El teórico del montaje de atracciones aún no había formalizado en sus textos su admiración por la técnica Kabuki, en la que la separación de las partes era extrema y con la que autor querría sugerir significados tan concretos como inexistentes en la fotografía. Con todo, el ruso ya había experimentado en el teatro con la dialéctica —sí, la hegeliana— y dividió las secuencias de El acorazado Potemkin en un sinfín de planos; relacionados, en los tramos narrativos, dispares, en los figurados.
Es cierto que el Eisenstein de 1925 ya había buscado las metáforas en aquellos primeros ejercicios de cine. Un plano detalle de la carne podrida que había levantado a los marineros del acorazado aparece, de la nada, cuando ya ha cundido la violencia entre las dos clases presentes en el barco. Unos pescadores faenan tranquilos, ajenos al cadáver que ya algunas mujeres empiezan a llorar a las orillas del mar Negro: la revolución aún no se ha contagiado. Un corte que no muestra más que los surcos del agua se cuela durante los últimos segundos de metraje, cuando los marineros de unas y otras flotas, bajo una amalgama de banderas diferentes, dejan paso al Potemkin. Cambian las enseñas, pero el océano —a saber, el género humano— es el mismo para todos.
Los planos, no siempre relacionados unos con otros, precipitan sensaciones hacia el todo de la historia.
Con todo, “hay metáforas intelectuales más concretas en la posterior Octubre. En El acorazado Potemkin, el principal ejercicio de Eisenstein es crear ritmos, y los significados vienen dados no solo por el montaje, sino también por la fotografía”, anota Luis Fernando Morales, profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona. El compositor de la banda sonora, Edmund Meisel, también recordó en su momento cómo la melodía y las armonías poco importaban a un director que quería, sobre todo, un ritmo que fuera siempre a más.
Una escalera eterna
Esa expresiva composición del plano, en la que el académico encuentra parte de la actualidad de la obra, es la misma que muestra al ejército zarista en lo alto de la escalera de Odesa, disparando a la muchedumbre que se encuentra debajo, harto más indefensa. Una madre que sobrevive a su hijo, abatido por las balas, empieza a subir los escalones para mostrar a los soldados el fruto de su crueldad. Le siguen los demás civiles y la contraposición se acentúa: los miembros del pueblo van cayendo abatidos, plano a plano, en su paso hacia la cima. En apenas seis minutos de narración, Eisenstein realiza 165 cortes. No es descabellado, como anota Morales, que en la herencia dejada por el autor se encuentre la narrativa del videoclip.
La mujer que portaba el cadáver de su retoño también acabará muriendo, igual que un bebé presencia la muerte de quien le cuida justo antes de que su carrito caiga rodando por las escaleras. El realizador es macabro y recurre, con estas dos historias, de nuevo a la dialéctica: madre viva/hijo muerto, madre muerta/hijo vivo. El desenlace, sin embargo, es triste para los cuatro personajes. Solo vemos volcar el carrito, mientras el montaje da paso a cuadros que retoman la masacre ejercida contras las masas y otros primeros planos de dolor en la cara de los personajes allí congregados; miradas aisladas del destino del bebé, pero que envilecen la secuencia y dan a entender que solo el peor de los finales puede ocurrir en aquella escalera.
Durante décadas, los turistas quisieron visitar aquel paisaje urbano de la entonces URSS, hoy Ucrania, sin que los ciudadanos de Odesa entendieran por qué estos no se valían de las escaleras mecánicas para cruzar la ciudad. Al igual que la muerte del bebé existió solo en nuestra cabeza, y nunca en la narración, todo había partido de la imaginación de Eisenstein; de su intención de mostrar a un pueblo asesinado por los abusos del poder. Y ahí la nota con la que apuntalar cualquier conversación a la salida de la Seminci: ninguna matanza había tenido lugar en aquellos peldaños.
Los intelectuales siempre llegan tarde. Para cuando la Exposición Internacional de Bruselas, en 1958, decidió que El acorazado Potemkin era la mejor obra de cine de la Historia, las masas ya la habían degustado incesantemente, por todo el mundo, a lo largo de todo un lustro: el que había...
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Francisco Pastor
Publiqué un libro muy, muy aburrido. En la ficción escribí para el 'Crónica' y soñé con Mulholland Drive.
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