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Estoy tirado en la cama de mi habitación. Tengo unos siete u ocho años. Sujeto cierto modelo de Game Boy y juego como un loco a Pokémon. Es verano. No tengo preocupaciones. Puedo pasar horas y horas capturando criaturas de todo tipo, viajando a través de una pantalla a todo tipo de lugares. Jugar a Pokémon lo es todo en ese instante. Felicidad prolongada en forma de videojuego. Tengo más; también los juego. También juego fuera con mis amigos. Voy a la piscina. Salgo por ahí con mis padres. Me alimento y esas cosas. Pero jugar a Pokémon va más allá.
De entre todos los recuerdos que conservo siendo un niño y haciendo actividades de niño, Pokémon ocupa una parte importante de ellos. No son momentos de aislamiento o falta de comunicación con otros niños. Son momentos de felicidad. Momentos en los que me recuerdo jugando a algo que ilusionaba a quienes me rodeaban tanto como a mí. Momentos, también, de comprensión frente a quienes consideraban algo que a mí me gustaba un pasatiempo raro o inútil. Momentos, al fin y al cabo, en los que relacionarte con chicos y chicas con tus mismos gustos se convertía en una tarea fácil y gratificante.
Consideraban que a mí me gustaba un pasatiempo raro o inútil
La demonización de Pokémon estos días viene de parte de dos frentes. Por un lado, de quienes ven en Pokémon GO —la aplicación de móvil que está disponible desde hace unas semanas— un paso más hacia la locura colectiva, y por otro, de quienes están hasta las narices del ruido mediático en torno a un juego de capturar animalitos. Los primeros son los mismos que quieren condenar a una autora y a su libro por haberles hecho darse cuenta de que prestan poca atención a sus hijos. Los segundos están en todo su derecho de odiar a directores mediocres de periódicos e informativos obsesionados con cazar visitas y espectadores a toda costa, pero a nadie más.
Para quien no alcance a comprender lo que puede significar para algunas personas que Pokémon haya dado el salto a la realidad aumentada, cambie “Pokémon” por su serie o personaje de la infancia y “realidad aumentada” por su fantasía preferida de aquel tiempo. Hablar de Pokémon hoy, veinte años después del lanzamiento de los primeros juegos en blanco y negro y en una pantalla con un tamaño de aproximadamente la mitad de la de su móvil de última generación, es hablar del punto de no retorno para una generación que ha de lidiar con un entorno inherentemente tecnológico y de una complejidad y un componente social inauditos.
Pokémon GO no es ninguna una revolución
Jugar a Pokémon GO hoy es mirar hacia atrás en busca de ese hilito de migas de pan que hemos ido dejando por el camino. Para no perdernos, para no dejar de ser aquellos niños cuya única preocupación es pasar el máximo tiempo posible jugando a su consola. Pokémon GO es un pequeño respiro. Un alivio para quienes dejaron de soñar con conquistar el mundo y ahora simplemente se conforman con acabar la universidad y encontrar un trabajo. Una pequeña tregua para volver a apasionarse por algo. Para tener nuevas ideas. Para olvidarse de que la vida va demasiado deprisa.
Hablar de Pokémon hoy no es hablar de gente que se accidenta mientras utiliza el móvil, ni hablar de famosos que se apuntan al carro de cualquier cosa. Tampoco es hablar de la bursatilidad de Nintendo. Hablar de Pokémon hoy es la prueba fehaciente de que nuestras vidas están yendo a alguna parte. Las de quienes jugaron a Pokémon y las de quienes les observaron jugar.
Pokémon GO no es ninguna una revolución. Es un paso más en el camino. Una miguita más, quizá más gorda que las demás. Una de esas que nos hacen pararnos un momento a recordar. Aquella celebración, aquel viaje inesperado, aquel regalo, aquella amistad inolvidable. Tantos y tantos cuadros que han ido dando forma a nuestras vidas, concentrados en una única cosa: Pokémon o lo que ustedes elijan.
Al final, lo más irrelevante es el invento en sí mismo. La app. El juego. Llámelo cómo quiera. La cosa esta de la que habla todo el mundo. La cosa esa de la que todo el mundo quiere hablar. Da igual. Porque la mayoría de la gente no la entiende. No puede entenderla. Y aún así, forma parte de ella. De algo inconmensurable, casi mágico. La madurez colectiva de una generación a la que hoy se le ilumina la cara cuando ve aparecer a animalitos merodeando por su mundo de horarios y responsabilidades.
Estoy tirado en la cama de mi habitación. Tengo unos siete u ocho años. Sujeto cierto modelo de Game Boy y juego como un loco a Pokémon. Es verano. No tengo preocupaciones. Puedo pasar horas y horas capturando criaturas de todo tipo, viajando a través de una pantalla a todo tipo de lugares. Jugar a Pokémon lo es...
Autor >
Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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