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Venecia, vista desde el Gran Canal.
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Hay en Via degli Avignonesi, en Roma, a cinco minutos de la muchedumbre que arroja monedas a la Fontana di Trevi esperando recibir a cambio algo de buena suerte en el amor, uno de esos sitios en los que hay que cenar una vez en la vida. Una trattoria que lleva por nombre Gioia Mia Pisciapiano —el tercer palabro, en honor a un vino de Trasimeno— donde lo más sensato es ignorar la pizza y lanzarse a por unos de los mejores pappardelle de la historia. Para completar la proeza, puede acompañarlo del espumoso de la casa y de una charla con los dueños, que le chapurrearán en español pero le cobrarán el servicio como a cualquier turista. Si se queda hasta tarde y llega a entablar conversación, puede que le inviten a más vino y que incluso se entere de que el hijo de uno de ellos regenta una pizzería en el sur de España.
Asociar los viajes a la gastronomía, y la gastronomía a los viajes, es un ejercicio de responsabilidad para cualquier turista que se precie. Y ahora en verano, cuando el humano de a pie consigue juntar unas cuantas semanas de vacaciones —y tiene, por ende, tiempo para hacer viajes de mayor envergadura que los que un fin de semana pudiera dar de sí—, conviene hablar de esto. Porque en verano, tan legítimo es irse a la playa como coger los bártulos, meterse en un avión y cruzar uno o dos mares de camino a ese destino que lleva deseando visitar desde hace meses.
Es cierto que el descanso no es tal. Le esperan días de maletas, viaje y mucho por andar. Practicar el turismo en verano es un deporte de riesgo, pero como deporte de riesgo la adrenalina es demasiado grande como para dejarla escapar. Colas de entrada. Colas de salida. Fotos. Con la cámara, con el móvil. Muchas fotos. Subir a algún torreón. Al tejado de la catedral de Milán. Alquilar un coche y recorrer la Toscana. Un crêpe mientras visita los castillos del Loira. Callejear Oporto. Pasear en tranvía por Lisboa. Sortear el atropello de una bicicleta en Amsterdam justo después de salvarse de caer a uno de los canales de la ciudad.
Monumentos por doquier. Si va a Bruselas, vaya a ver al Manneken Pis. Una estatuilla de bronce ridícula de un niño que hace pis en una fuente. El monumento más ridículo de la historia. Vaya a verlo. Y luego entre a la cervecería que hay en frente. Si cruza el charco, asegúrese de visitar el cinnamon roll, el cheesesteak, el cheesecake y la hamburguesa que le acompañe el resto de sus días. Si se queda en España, vaya a ver la Sagrada Familia y exclame un “no es para tanto” bien fuerte. Ásese de calor. Haga más fotos. Piérdase por Granada. Una visita nocturna a la Alhambra. Otra por el Albayzín. Escapar del sol. Una tapa. Un cóctel. Una conversación, un instante. Transportarse a dondequiera que los ingredientes le lleven.
Las ilusiones se materializan en visitas organizadas y turismo descontrolado que no busca comprensión
En Granada conocí a Alfonso Maya, un licenciado en Medicina que dirige una coctelería de tanto encanto como la ciudad en la que se encuentra. Fundada por su padre en los 70, destaca por su decoración, por su música, por sus copas elaboradas y decoradas al milímetro. Alexander —así se llama el local— es uno de esos lugares en los que viajar se convierte en una cuestión de matices.
Como cada noche, Alfonso guarda alguna historia. Hoy, sobre el cultivo de cacao. Cuenta que, pasando unos días entre Zahara de los Atunes y Bolonia, empezó a soñar, despierto, con esas zonas ecuatoriales idóneas para obtener tan preciada planta. “Por un azar y tras visitar varias centenarias bodegas de vinos nobles y generosos del triángulo mágico de Jerez —Sanlúcar de Barrameda, El Puerto Santa María y Jerez de La Frontera— me enteré de que en El Puerto había un lugar donde se elaboraba una de las cremas de cacao más excelentes del mundo”, narra desde detrás de la barra. “Al sorber lentamente un shoot de este cacao, inmediatamente me invadió una gratísima sensación que me embargó y trasladó directamente a aquellos aromas de cacao selecto venezolano que tanto añoraba”.
En El Puerto había un lugar donde se elaboraba una de las cremas de cacao más excelentes del mundo
Viajar en verano es viajar con el alma. No porque se sude más, o se descanse menos. El verano es esa época en la que un simple viaje en bus se convierte en toda una aventura. En la que las ilusiones se materializan en visitas organizadas y turismo descontrolado que no busca comprensión. Viajar en verano entusiasma. Sumergirse en sus olores, sus sabores, sus tonalidades. Recordar por siempre aquel paseo por calles estrechas. Cielos azules. Tormentas instantáneas, con el helado en la mano. Manteles de cuadros. Casas de colores. Sabor a mar. Olor a tierra. Momentos que ahora evoca al lado de quienes le acompañaron en su travesía. Hablando, recordando. Pensando en todos esos viajes que aún les quedan por hacer juntos.
Hay en Via degli Avignonesi, en Roma, a cinco minutos de la muchedumbre que arroja monedas a la Fontana di Trevi esperando recibir a cambio algo de buena suerte en el amor, uno de esos sitios en los que hay que cenar una vez en la vida. Una trattoria que lleva por nombre
Autor >
Manuel Gare
Escribano veinteañero.
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