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Cuando sale el sol, como hoy, y las temperaturas pasan de los 25, pero no muchísimo –todavía muy por debajo de los 36 y medio de nuestros cuerpos- esto se convierte en un paraíso de verano. Casi mediterráneo. Y es verdad que la ciudad toma un aire casi Benidorm, casi Torremolinos en cuanto te descuidas. Los chicos con bermudas y chanclas de goma, las chicas con unos minishorts muy minis y camisetas de tirantillos. Y los señores y las señoras también. Mutatis mutandis, claro. Pero Santander está perdiendo aquel carácter nacionalcatólico de vestirse serio por las tardes, endomingadamente, y, salvo reductos y reservas, es todo muy casual. En la playa no cabía un alfiler, pero la mar, relativamente serena, fresca, pero menos fría que en Marbella, digan lo que digan, tonifica y entona. A ver si me puedo tomar los nueve baños que quiere la tradición para pasar un invierno sin catarros ni dolores de huesos. Y un poco de sol, un poco de sol.
Miro las chanclas y los bermudas trepada al taburete de una terraza de Cañadío, miro mi reloj y mi primer gintonic, ya mediado, cuando suena el móvil.
— Lo siento, preciosa, me retraso una horita.
— Ya llevas media.
— Luego te cuento.
Y luego, mi amiga Carmen me cuenta, casi dos horas después, de esa chica, que ha aparecido en Caballerizas hace ya una semana, no, no ha saltado a la prensa casi milagrosamente, pero es un asunto complicado. Estrangulada con el cordón de una bolsa playera. Sin papeles encima, sin bolso ni móvil, casi sin ropa, nadie ha visto nada y nadie la reclama.
— En la Universidad, me dice un poco espantada. Pinta de estudiante, normalita, pelo castaño, ni alta ni baja, ni gorda ni flaca, como 19 o 20 años. 21, como mucho.
— Una cría.
— Sí, asesinada.
Compartimos una fugazetta en La Tasca, una pizzería nueva de la calle Peña Herbosa, que nos pone un chaval, rosarino como Messi, y con esa historia encima casi no puedo ni pensar en cómo cambia mi ciudad, cómo se desplazan los sitios de moda, cómo ahora se añade Puerto Chico, y muy especialmente esta calle, a una vida de todas horas, también de noche, cuando antes era apenas unas tasquitas para el aperitivo de mediodía…. si había panza de burro.
— Hoy hemos estado valorando la actuación de la unidad –me dice Carmen- y ahí es donde intervengo yo.
— Yo que creía que tú investigabas de verdad…
— Bueno, a veces –dice, seguro, para no desilusionarme.
— Yo tampoco hago periodismo del verdadero, hija. Casi nunca.
Para mí, el verdadero es el de guerra, pero también el que cuenta lo que no quieren que se cuente. Y de primera mano. Vamos, el mítico. El que pasa lo mínimo por los gabinetes de prensa.
El caso es que ella tampoco puede olvidar su caso, y, pese a su prudencia, que yo respeto, muestra una confianza que casi me ahorraría con una de mi profesión, por poco “verdadera” que sea. Porque esto tiene pinta de ser una buena historia. Y mira: por una buena historia….
— La identificación es difícil. Tanto los estudiantes como los profesores tienen una frecuencia semanal, y a veces menos, y ya se han ido. Claro que los chicos han escaneado al personal con la foto, pero sin resultados importantes.
— ¿Y la científica? ¿Y el ADN? ¿Y las huellas?
— Me parece que ves muchas películas…. Todo eso es mucho más lento, no se consigue en cinco minutos como en las series de televisión. Pero están en ello, claro.
— No puedo evitarlo, Carmen. ¿Qué tiene qué ver el caso con lo que comentamos la otra tarde?
— ¿Cómo?
— Sí, con lo del blanqueo anal…
— Pues sólo puedo decirte que…. que es una pista… Y que se sigue, como se siguen otras.
La noche está preciosa, casi calurosa. El Santander-Mediterráneo, me digo, era un proyecto bastante racional para unir los dos mares, y eso hubiera cambiado muchas vidas en el último siglo. Decisiones para bien y decisiones para mal, y se mueven las posibilidades vitales de generaciones enteras, que las viven de uno en uno, de una en una. Grandes y pequeñas decisiones. Hoy, Santander está muy mediterránea. Y aquí, muy joven, muy moderna. “Estamos rejuveneciendo la calle”, me acaba de decir un restaurador estupendo al que conocía de antes y de otro barrio. Y le he prometido pasarme cualquier noche a probar sus arroces.
— ¿Qué tal si volvemos un poco a nuestros clásicos?, me dice Carmen.
Y enfilamos hacia Castelar, un paseo corto, en busca de una mesa en El Nido del Cuco, o en Siboney. Hace un rato que habrá terminado el concierto en el Palacio de Festivales, y estarán animadísimos. El aire huele como tiene que oler, a mar, a algas. Un poco a lo que aquí llamamos “caloca”, un olor contradictorio, salado, algo podridillo, como la vida misma. Pero esta noche es suave, porque la marea está a media asta. ¿Y la luna? Me doy cuenta de que no he mirado la luna.
Cuando sale el sol, como hoy, y las temperaturas pasan de los 25, pero no muchísimo –todavía muy por debajo de los 36 y medio de nuestros cuerpos- esto se convierte en un paraíso de verano. Casi mediterráneo. Y es verdad que la ciudad toma un aire casi Benidorm, casi Torremolinos en cuanto te descuidas. Los...
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Rosa Pereda
Es escritora, feminista y roja. Ha desempeñado muchos oficios, siempre con la cultura, y ha publicado una novela y un manojo de libros más. Pero lo que se siente de verdad es periodista.
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