Novela por entregas
García contra la España zombi (IV)
En el que se ve la vida doméstica y sentimental de un periodista español. Y en el que aparece el señor Chang --nadie lo sabe, ni siquiera él, pero es una pieza clave en esta trama
Guillem Martínez 4/08/2016
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Resumen de lo publicado: García vuelve a casa con un muerdo en el cuello propinado por Pedro Sánchez. Hay pocas parejas que puedan vivir ese estrés y salir airosas. Y todas son suecas. Mientras se come el marrón, el Capitán Estadella está investigando la agenda de Sánchez, para intentar averiguar quién le contagió la cosa zombi.
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Volví a casa por el camino más largo y a pie. Invertí los 20 euros de Estadella en otros dos marlboros. Muy buenos. Intenté pensar, mientras fumaba, en lo bueno del día. Lo bueno del día es que le había levantado 20 euros al Señor Jabugo y 20 más al Capitán Estadella. Si a ese monto le sumamos los 20 euros para un taxi que le había levantado también, respectivamente, a Pedro Sánchez y a Susana Díaz, segundos antes de su muerte zombi, y los 20 euros para un taxi que fui recogiendo de las carteras de todos los miembros del Comité Federal, un centenar de exzombis, cuando Estadella me dejó solo en Ferraz, la cosa empezaba a sumar una cantidad simpática. Fui consciente, de pronto, de cómo avanzaba por la calle. Avanzaba, en fin, como antes de 2010 --fecha en la que este país se fue al guano--, con un fajo indeterminado de pasta en el bolsillo, con más tabaco del que podía fumar en lo que quedaba de día, y con ganas de darle un crujo a la vida. Fue entonces cuando volví a pensar en Quimetta.
Quimetta era siciliana. También era periodista. Nos conocimos en Gaza. Sería 2008. Cuando la vi, literalmente, me cagué. Fue una suerte que todo el mundo estuviera ya cagado, después de dos horas de bombardeo. Sus ojos eran del azul de otro planeta y su piel parecía un intento de piel que Dios había descartado al principio de los tiempos, pues nos hubiéramos pasado el día tocándola, hasta morir de hambre. Olía como una manzana que nunca se había cultivado y, cuando reía, provocaba el sonido de una fuente que nunca había sido descubierta por nadie. Ni que decir tiene que me pasé toda aquella campaña israelí haciéndola reír. Algo, como supondrán, difícil. La belleza y el amor, en fin, nos hace libres. Es decir, tontos del higo. Es decir, impiden que veamos la brutalidad en su justo grado. Lo que, ahora que lo pienso, no es malo.
Como las esferas de Platón, no quisimos ni pudimos separarnos. Ella vino a Madrid. Cambió de diario. Y nos pasamos el día riendo. Cuando los bancos cambiaron su deuda por accionariado en los periódicos españoles, seguimos riendo. Nos partimos el rabo de la risa cuando empezaron los despidos y las purgas. Cuando vimos que los monguers eran jefes de sección o directores, reíamos a carcajadas. El primer mes que no pudimos pagar el alquiler, reímos como piratas. Cuando ella empezó a trabajar de camarera en un restaurant fino, y yo de limpia platos en, todo lo contrario, el restaurant del Señor Chang, llorábamos de la risa. Trabajábamos doce horas al día, entre colaboraciones y hostelería, y reíamos. Pero, ahora lo descubría, hacía ya meses que no reíamos. La miseria es la peor de las muertes. Es lenta e impide reír a partir de cierto punto sin retorno.
Decidí invertir la tendencia. Esta noche nos daríamos un cenorrio épico. Reiríamos con la boca llena de dientes. Reír era nuestro país, y volveríamos a él después de años de servicios a ese faraón invisible que lo estaba jodiendo todo. Seríamos felices como anchoas, felices con ambas manos. Al menos hasta que Quimetta me viera el muerdo en el cuello --¿he dicho que Quimetta es siciliana?--, momento en el que me echaría la caballería, gritaría en su media de 9 en la escala Richter, y me pondría de patitas en la calle. Sí, quizás quedar en un local público sería, incluso, una ventaja. Me puse manos a la obra. En primer lugar llamé al señor Chang, para escaquearme de mis servicios para esta noche.
--Lestaulante Tu Puta Madle Feliz, dígame, contestó el Señor Chang.
Se lo presento someramente. El Señor Chang llegó a España hace 10 años. Negociante sagaz y con olfato, rápidamente vio que la vida social española giraba en torno a la familia --"lo descublí cuando lemovía tiela con cielo para conseguil los pelmisos para el lestaulán, y todos los honolables funcionarios me mentaban a mi puta madle". Así que no lo dudó en el momento de dar nombre a su restaurante, de orientación familiar. Hombre afable y confiado, me había dado trabajo en 2011. Y me lo había mantenido, a pesar de mis frecuentes escaqueos, como el que me proponía protagonizar hoy mismo.
--¿Señor Chang? Soy García.
--Galcía mamón. Bote Fairy dula un huevo, pero si es suyo, años. Usted no dal palo al agua. ¿Cuando vendlá a laval platos? Tenemos en flegadelo glan mulalla de platos de un pal de cojones.
--De eso quería hablarle. Estoy muy liado.
--¿Mu-Liao? ¿Ha visto a mi tío Mu-Liao? Desapaleció en Revolución Cultulal. ¿Dónde vel a Mu-Liao?
Costó. Mucho. Pero una vez solucionado el tema Chang, llamé a Quimetta. Estaba en su turno, pero le dejé en el contestador hora, lugar y poética. Fui para allá disfrutando cada paso. Se trataba de un restaurant en el que fuimos felices durante nuestros glory days. No íbamos desde 2010. Tenía cierto temor de que a estas alturas ya fuera un Banc de Sabadell. Afortunadamente, no lo era aún. Pillé mesa. Una mesa discreta. En la penumbra, si no oscuridad. Que me serían inútiles. Una siciliana, en fin, detecta un muerdo en el cuello a la milla. Mientras esperaba, ojeé la portada de El País digital, que acababa de ser actualizada. El titular principal no aludía al exterminio del Comité Federal del PSOE, sino a "Ni una sola intervención en contra del voto al PP en el Comité Federal del PSOE". Pedí un splitz, como cuando ataba los perros con longanizas. Doce splitz después, Quimetta entraba en el local, y el tiempo se detenía.
Sicilia --es decir, una extraña mezcla de griegos, romanos, vikingos, aragoneses, y toda la prole que Garibaldi y un cabo de marines llamado Falconetti sembraron en sus breves tours-- entró en el local, y el tiempo se detuvo. Gracias al tiempo paralizado pude recrearme en sus senos, los racimos de uvas de los que hablaba Salomón en sus Cantares, en sus ojos, gigantes, improbables en un humano, en el volumen descomunal de sus pestañas, en su belleza absoluta soportada por dos piernas esbeltas, cansadas, de camarera. No empecé a berrear y a decir tacos porque en el local había niños, y porque tan sólo estaba a dos splitzs de hacerlo. Ella se me acercó. Me pegó un morreo tan profundo que, durante un segundo, fuimos un solo ser, mezcla de siciliana y periodista precario. Se sentó frente a mi, con la gracia de la Paulova, y me dijo:
--¿Qué celebramos?
--El Comité Federal del PSOE me debía un favor y me lo ha dado. Bueno, todos menos Iceta.
Ojeamos la carta. Decidimos pedir ostras como para una boda. Empezamos a reír, a retomar las carcajadas donde las dejamos, en 2010. Cuando, de pronto, cambió su semblante.
--¿Por qué llevas bufanda?
Era la bufanda del vocal del Comité contra la Gripe Española del Comité Federal.
--Es por el aire acondicionado, que es muy traidor.
--Quítatela, dijo, con cara de póquer. Si no me había pillado, faltaban escasos segundos.
Lo hice.
--¿Y ese foulard?
Pura seda salvaje. Del vocal del Comité pro-retirada de Napoleón III de Indochina. Me lo quité.
--¿Y ese jersey cuello de cisne bajo esa camisa blanca abrochada hasta el último botón?
En ese momento decidí quemar etapas. Le expliqué a Quimetta la verdad. Contra todas mi suposiciones, no montó un pollo en surround. Lo que hizo fue peor. Nada. Tiró la toalla. Lloró en silencio. Y, luego, me dijo:
--Me explicas historias de zombis. Los únicos zombis que conozco somos nosotros. No vivimos. Sólo trabajamos. Trabajamos para pagar facturas y poder seguir viviendo como zombis un mes más. La única diferencia con los zombis es que nosotros nos mirábamos y sabíamos, gracias a esa mirada que construíamos, que no lo éramos. Pero ya no te puedo mirar. Le has dado esa misma mirada a alguien. Has entrado en un sitio en el que no estoy yo, y en tu cuello está el precio de la entrada.
Habíamos entrando, a cuatro patas, en el inagotable mundo de los dramas sicilianos. Quimetta se levantó lentamente. Se acercó hacia mí. Parecía que me iba a dar un beso, pero me dió una leche. Todo el restaurante se giró. Por fin habían visto lo que todo el mundo paga por ver cuando entra en un restaurant. Una tía maciza dándole un sopapo a un pelanas. Después de hacerlo, Quimetta abandonó el local. Justo en ese momento, sonó mi teléfono. Era el Capitán Estadella.
--Albert Rivera.
--No, García al aparato.
--Que no, que fue Albert Rivera el que mordió a Pedro Sánchez.
Resumen de lo publicado: García vuelve a casa con un muerdo en el cuello propinado por Pedro Sánchez. Hay pocas parejas que puedan vivir ese estrés y salir airosas. Y todas son suecas. Mientras se come el marrón, el Capitán Estadella está investigando la agenda de Sánchez, para...
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Guillem Martínez
Es autor de 'CT o la cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española' (Debolsillo), de '57 días en Piolín' de la colección Contextos (CTXT/Lengua de Trapo), de 'Caja de brujas', de la misma colección y de 'Los Domingos', una selección de sus artículos dominicales (Anagrama). Su último libro es 'Como los griegos' (Escritos contextatarios).
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