Tribuna
(Re)municipalización o la batalla por un nuevo sentido común
El papel de los ayuntamientos ha pasado a ser el de crear un buen clima para los negocios y no el de atender al bienestar de la población en su conjunto o mitigar las desigualdad urbana.
Nuria Alabao 3/08/2016
Ada Colau y Manuela Carmena, en un acto electoral en mayo de 2015, junto a otros integrantes de candidaturas municipales por el cambio.
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Como explicó el sociólogo David Harvey, a partir de finales de la década de 1970 y sobre todo durante la de 1980, el gobierno de las ciudades se organizó cada vez más como si fuese una empresa. La competencia entre urbes por el capital de inversión transformó a los gobiernos locales en gestores de nichos de mercado donde las inversiones públicas estaban destinadas a facilitar el beneficio empresarial y no a atender las necesidades de los ciudadanos. Esto tuvo consecuencias muy claras: los servicios públicos cada vez más se prestaron bajo la lógica del beneficio o la “eficiencia” en términos económicos y las empresas municipales comenzaron a dirigirse a puerta cerrada mientras se desvanecía su contenido democrático. El papel de los ayuntamientos pasó a ser el de crear un buen clima para los negocios y no el de atender al bienestar de la población en su conjunto o mitigar las desigualdad urbana.
El resultado de ese impulso neoliberal es que hoy buena parte de los servicios públicos urbanos están privatizados; se realizan a través de subcontratas o externalizaciones --muchas veces de grandes empresas fuertemente financiarizadas y vinculadas con paraísos fiscales--; o son ofrecidos a través de conciertos público-privados que escapan al control ciudadano. Una administración paralela, impulsada por las corrientes neoempresariales de la llamada “Nueva Gestión Pública” que han sido impuestas bajo el principio ideológico de que la gestión privada es mejor, más eficiente y más barata.
Hoy sabemos que eso, simplemente, no es cierto. Cuando la gestión privada consigue rebajar costes es a cuenta de precarizar a los trabajadores o sacrificando la buena calidad del servicio. Y en muchos casos, los contratos han acabado saliendo más caros que la gestión directa. En el caso de la limpieza viaria, por ejemplo, una media de hasta un 63% más según un informe del Tribunal de Cuentas del 2011. El resultado para las ciudades, en muchos casos, no ha sido en absoluto mejor. Basta darse un paseo por Madrid para darse cuenta del problema que tiene esta ciudad con la limpieza urbana, por no hablar de las cuatro muertes por caídas de ramas del arbolado público producidas desde que se privatizó el servicio en el 2013.
La única manera de que esta administración “paralela”, que constituye el gran conglomerado que presta servicios por cuenta de los ayuntamientos, haga bien su trabajo, dependerá siempre del grado de control que ejerzan los organismos públicos. Auditar los contratos y establecer un sistema de control y sanciones riguroso es un esfuerzo que la administración no siempre puede cumplir, o que impone unos gastos extras que normalmente no son tenidos en cuenta en la cuenta de resultados. Un argumento más para pensar en la reversión del proceso de privatización.
Además, debido al tamaño y poder que acumula esta para-administración, se generan espacios paralelos de gobierno urbano que no sólo inciden sobre la forma en la que se prestan los servicios, sino que muchas veces pretenden incidir sobre las políticas públicas en su propio beneficio. El llamado “impuesto al sol” por el que se penaliza la producción de energías alternativas --en el ámbito estatal-- no deja de ser una imposición del oligopolio eléctrico. En definitiva, este modelo no sólo es muchas veces más ineficiente, sino que contribuye a empeorar nuestra democracia. Así, la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia fijó el año pasado en 48.000 millones el coste de la corrupciónen la contratación pública en España.
¿Qué puede hacer el municipalismo ciudadano ante estas cuestiones?
En muchos de los programas electorales de las candidaturas ciudadanas se hablaba de revertir estas externalizaciones o privatizaciones. Aunque no es exclusivo de las propuestas más radicales, con la crisis, muchos ayuntamientos, incluso del PP, han encontrado en esta vía, una manera para reducir el gasto apostando por la gestión directa. Son las famosas remunicipalizaciones --en el caso de servicios que alguna vez fueron plenamente públicos-- o municipalizaciones --para referirse a servicios que no llegaron a prestarse por los entes locales pero en los que se quiere intervenir. Este es el caso de la operadora eléctrica que planean Barcelona y Pamplona, capaz de disputarle cuotas de beneficio al gran oligopolio eléctrico e incluso el sentido común, generando un debate público sobre la necesidad de impulsar un cambio de modelo energético hacia un consumo y producción más justos y ecológicos.
Pero por más brillantes que suenen estas propuestas, en estos momentos, los ayuntamientos tiene escasas herramientas legales para revertir esta situación. Las (re)municipalizaciones muestran bien los límites y las potencias del municipalismo El diseño político de este sistema de gestión ha sido implementado específicamente para que sea muy difícil de revertir. Conocemos también las limitaciones impuestas por la Ley de Estabilidad presupuestaria, donde la “regla de gasto” impide incluso a los ayuntamientos saneados utilizar su superávit y a los deficitarios, endeudarse. Así como la imposibilidad de aumentar plantillas recogida en la Ley Montoro: normas recentralizadoras pensadas para limitar la capacidad de acción de los Ayuntamientos. Aunque en el día a día han sido muchos los consistorios que se han saltado alguna de estas normas, por ahora sin demasiadas consecuencias.
Así, el margen de acción también es cuestión de voluntad política, tanto en los posibles actos de desobediencia, como en los resquicios legales para sortear los límites. Por ejemplo, en Barcelona se han declarado servicios esenciales las guarderías y los servicios sociales para poder contratar más personal, cuando hasta ahora sólo se podía hacer con áreas no vinculadas a derechos sociales como la de bomberos o policía.
Límites políticos y debate público
Algunos de los nuevos gestores de los ayuntamientos “del cambio”, expresan la percepción de su propia debilidad ante los obstáculos que hay que confrontar a la hora de llevar a cabo algunas de ellas. Tanto la necesidad de enfrentarse a los poderosos lobbys que ahora gestionan estos servicios, como a veces la incapacidad de hacer frente a las cuestiones técnicas que hace falta solventar. El miedo más evidente es a que los servicios dejen de prestarse y eso lleve aparejada la pérdida de apoyos sociales. Los conflictos con los trabajadores del transporte público en Barcelona y Zaragoza han mostrado que las relaciones entre algunos sindicatos y los ayuntamientos “del cambio” no siempre han sido las mejores y que estos conflictos hacen más daño a las formaciones que a los viejos partidos, menos dependientes de la legitimidad aportada por la expectativa democratizadora que levantó el 15M.
Las personas que están en la institución se preguntan también si existe una base social suficiente que sirva para resistir las presiones derivadas de un conflicto de ese tipo. En el caso de temáticas con movimientos sociales con trabajo previo que exigen la reversión del servicio, como el caso del agua en Barcelona, es evidente que será más fácil. En otros, se trataría de generar un movimiento ciudadano gracias al propio proceso de (re)municipalización. Si hay conflicto, habrá debate público y quizás movilización. Las (re)muncipalizaciones son una buena oportunidad para llevar a los medios la discusión sobre los servicios públicos y su vinculación con los derechos sociales. Un buen momento para afirmar que la ciudad es una fábrica de producir capital en la que trabajan todos sus habitantes solo por el hecho de vivir en ella. Por tanto, los servicios públicos han de visualizarse como formas de distribución indirecta de la renta urbana producida colectivamente y el estado neoliberal --ahora tomado por el capital financiero-- tiene que asumir otras funciones más allá de desregular, hacer que el mercado funcione, y gobernar la oposición social que la desigualdad genera.
El éxito de Thatcher y Reagan en los ochenta consistió en hacer dominantes posiciones --neoliberales-- que hasta entonces habían sido minoritarias. Tras más de una década de gobiernos de este tipo, el entramado institucional --y los grupos de poder que los sustentan-- así como el nuevo sentido común que se impuso se convirtió en un legado muy difícil de confrontar. Pero quizás no se trata de volver atrás a los valores postfordistas que dieron lugar al keynesianismo sino de posicionar una nueva lógica política. En el primer caso, Thatcher y Reagan usaron el shock de la crisis de los 70 para operar en ese escenario revuelto, ahora se trataría de aprovechar la del 2008 para generar un nuevo sentido común progresista que vuelva a poner en valor lo público pero democratizándolo radicalmente.
Más allá de lo público
Porque no parece que la solución sea volver a un sector público centralizado y jerárquico que dependa de unas decisiones políticas cambiantes, un nicho para la corrupción, con escaso control ciudadano y susceptible de ser privatizado en cualquier momento, sino un sector público democratizado donde pueda caber un control o participación efectivos de los usuarios y los trabajadores --ya sean funcionarios o cooperativas--. En este sentido, es inspirador el ejemplo de los bienes comunales de tradición medieval, instituciones que todavía permanecen en nuestro país en el ámbito rural, donde la propiedad y la gestión son colectivas y que no pueden ser vendidos ni divididos. Quizás es un buen momento para experimentar un nuevo sector público basado en esos principios.
Uno capaz de experimentar con herramientas que garanticen el ejercicio de la democracia directa, el derecho a una participación real o al control ciudadano y que diseñe formas de propiedad colectiva que no sean reversibles. El ámbito municipal, por cercanía a los ciudadanos, es un buen lugar para arrancar esas experiencias prácticas de gobierno compartido de los servicios públicos, ahora entendidos como bienes comunes. Por supuesto, las respuestas no podrán ser sino múltiples y contextuales, dependiendo de las características de cada servicio, y del clima político y deberían incorporar formas locales de organización. En términos de democracia, todavía somos capaces de hacerlo mucho mejor.
Como explicó el sociólogo David Harvey, a partir de finales de la década de 1970 y sobre todo durante la de 1980, el gobierno de las ciudades se organizó cada vez más como si fuese una empresa. La competencia entre urbes por el capital de inversión transformó a los gobiernos locales en gestores de...
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Nuria Alabao
Es periodista y doctora en Antropología Social. Investigadora especializada en el tratamiento de las cuestiones de género en las nuevas extremas derechas.
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