Gran Reportaje CTXT
La odisea del 'Vlora', el buque que llevó a 20.000 refugiados albaneses a Bari
El 8 de agosto se cumplen 25 años del éxodo de refugiados desde el puerto de Durres, en Albania. ¿Qué fue de quienes participaron en aquel episodio?
Pablo Esparza Tirana / Bari , 3/08/2016
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El 7 de agosto de 1991, Eva Karafili -veintipocos años, recién licenciada en Económicas, con una vida estable- decidió que se iba de Tirana. Ella y su marido, Apóstol, apenas tuvieron tiempo de coger la documentación, 50 dólares, una muda y un botellín de zumo. No era un viaje planeado.
Se había corrido la voz en la capital albanesa de que un barco grande había atracado en Durres, el principal puerto del país, a apenas 35 kilómetros.
En un país aislado durante décadas, con una flota escasa, ese buque, que según el rumor estaba a punto de zarpar, representaba una oportunidad única.
Eva y Altin no sabían que el barco al que se dirigían se llamaba Vlora y que iban a compartir su viaje con otros 18.000 albaneses que salieron, como ellos, con lo puesto.
Ignoraban que su periplo se convertiría en una odisea de varios días, una de las primeras grandes “crisis de refugiados” –como se les llama ahora- a las que se enfrentó Europa.
Ese buque, tan lleno que sus pasajeros tapizaban la cubierta, se encaramaban a los mástiles, se colgaban de las maromas, fue un anticipo felliniano de las situaciones cotidianas que se viven en el Mediterráneo hoy.
Una imagen familiar que en 2015 llegó a circular en las redes sociales como si representara lo que estaba sucediendo en Grecia en ese momento: los albaneses fueron los sirios, iraquíes y afganos de principios de los 90.
Aquel verano, el muro de Berlín hacía año y medio que había caído, la desintegración de la URSS era inminente y la descomposición de Yugoslavia estaba en marcha.
En Albania, la transición del socialismo al capitalismo apenas había comenzado, y la situación política y económica era caótica.
Este país de apenas 3 millones de habitantes había tenido un estatus particular en el bloque socialista.
En 1961, Enver Hoxha –que manejó el país con mano de hierro desde 1945 hasta su muerte en 1985- rompió relaciones con la URSS cuando ésta revisó el estalinismo.
Albania –mediterránea, balcánica-- era y es un país de paradojas: musulmán y cristiano, en 1967 fue declarado primer Estado ateo del mundo. Tras ser considerado durante años la Corea de Norte europea debido a su hermetismo, se abrió de forma súbita al capitalismo.
“Para nosotros, el cambio del sistema fue un seísmo. La gente no tenía los recursos para vivir en un sistema en el que no habían crecido”, comenta Eva mientras conduce su Volkswagen Polo por Bari.
A primera hora del 7 de agosto, ella y Altin se unieron al goteo de personas que recorría la carretera de Tirana a Durres. Hoy esa distancia la cubre una autopista de tráfico denso. Hace 25 años, los coches en Albania eran un lujo escaso.
Poco a poco, en el puerto de Durres se iban acumulando miles de personas. Halim Maliqi, capitán del Vlora, estaba a bordo supervisando la descarga del azúcar que habían traído de Cuba hacía unos días.
“Escuché que fuera del puerto había mucha gente y que querían organizar un éxodo. El barco necesitaba trabajos de mantenimiento en el motor principal, que no funcionaba. Llamé al vicedirector de la flota mercantil albanesa y me dijo: ‘Continúa descargando, no te preocupes’”, cuenta Maliqi en un café en primera línea de mar en Durres. Al fondo, la bocana del puerto.
El capitán tiene hoy 64 años y regenta una agencia naviera. Fuma pausadamente, como habla. Adquirió el hábito en 1994, cuando dejó el mar. “Nunca fumé siendo marinero”, ríe.
A pesar de las advertencias de Maliqi, la policía no impidió que miles de personas entraran en el puerto y abordaran el barco.
“Incluso los soldados, que iban armados, querían entrar. Dos personas subieron por las cuerdas y uno de ellos me preguntó por qué no quería bajar la rampa. Le contesté que el barco no podía navegar. Me pidió que bajara la rampa y le respondí que no. Me clavó un destornillador en la pierna y me lo volvió a decir. Le señalé el mando: ‘Bájala tú’”, recuerda el capitán.
El barco se llenó rápidamente. Poco después, Halim soltó amarras y el buque se alejó unos metros del muelle. En ese instante, Eva y Altin llegaron a Durres.
“Cuando entramos en el puerto, la nave ya estaba llena. El problema era cómo subir. Estaba un poco alejada del muelle y la única opción para agarrar una cuerda era lanzarse al agua, cogerla y subir. Mi marido me preguntó: ‘¿Te atreves a lanzarte a por la cuerda?’. Le dije que sí”, cuenta Eva.
Robert Budina era estudiante de la Academia de Bellas Artes de Tirana, aspirante a director teatral.
El rumor que alcanzó a Eva en Tirana también llegó a sus oídos en una playa a pocos kilómetros de Durres.
“Todo el mundo se fue de la playa al puerto. Yo llegué con tres amigos y la solo pude subir por una cuerda que conectaba el barco con una grúa”, cuenta en la terraza del jardín del Kinema Millenium, en el centro de Tirana, ciudad donde vive y trabaja como director de cine.
Bajo amenaza de muerte, el capitán del Vlora ordenó a su jefe de mecánicos que hiciera lo posible para que el motor principal pudiera navegar.
“Alrededor de las 16 horas, el motor estaba preparado. Levanté el ancla y dejé el puerto. A nadie, ni al capitán del puerto ni a la policía, le importó”, apunta Maliqi.
El Vlora zarpó rumbo a Bríndisi, el puerto italiano más cercano, a 150 km de Durres. La mar estaba calmada y la nave, con su carga de cerca de 3.000 kilos de azúcar y 18.000 personas, avanzó lentamente. La travesía duró toda la noche.
Eva y Altin habían encontrado un rincón en cubierta.
“El viaje fue serenísimo en el silencio. La gente a bordo nos ayudábamos. Había quien no tenía qué comer y los que sí tenían lo compartían. Yo no quise nada. Llevaba mi zumo. No se veía más que gente y cielo. Parecía que estuviéramos volando”, cuenta Eva.
Robert y sus amigos también se instalaron en el exterior.
“Estaba contento. Por primera vez dejaba atrás la mierda en la que estaba viviendo hasta entonces…”, apunta.
En la madrugada del 8 de agosto, el Vlora se acercó a Bríndisi escoltado de cerca por el buque militar italiano Euro.
Las órdenes –recuerda Maliqi- fueron claras: no estaba autorizado a atracar y debía regresar a Albania.
“La gente me pidió que les comunicara a las autoridades italianas que no íbamos a volver. Desde el puerto me dijeron que en Bari, a unos 120 kilómetros, iban a organizar el desembarco. Cambié de rumbo”, cuenta Maliqi.
Desde las 5 de la madrugada, Nicola Montano y un ayudante esperaban en el muelle externo del puerto de Bari.
Montano era el jefe de la Policía de Aduanas del puerto y a altas horas de la noche había recibido una llamada advirtiéndole de que un barco cargado de refugiados albaneses se acercaba a la ciudad.
Hacía calor y, sobre el mar, la bruma dificultaba la visibilidad. La espera duró varias horas.
“Había niebla y no se veía más allá de 1.000 metros. De pronto vi cómo la nave empezaba a salir de la niebla poco a poco. Había gente hasta en los mástiles. Eran alrededor de las 10:30”, recuerda el inspector de policía, hoy jubilado.
Montano vio cómo el carguero se acercaba al lugar donde él se encontraba. El buque militar Euro intentó cerrarle el paso, pero el mercante no se detuvo.
“Les dije que no podía parar, que íbamos a tener una colisión y que sería un accidente fatal. Tenía que entrar en el puerto, no tenía otro remedio. Durante el embarque había muerto gente y, aunque eso lo supe después, era consciente del peligro del desembarco”, recuerda el capitán.
Nicola y sus compañeros asistieron a un espectáculo insólito: los miles de albaneses -hacinados, cansados y hambrientos-, al creer que ya no había vuelta atrás, estallaron de alegría.
“Gritaban: ‘¡Viva Italia!’. Parecía que estuviera en un estadio donde jugaba la selección, pero los tifosi no eran italianos sino albaneses en un barco. Fue un momento de reflexión, incluso bello. ¿Cómo era posible que pese a su situación estuvieran tan felices? ¿No habían leído los periódicos italianos que decían que los albaneses debían volver todos a casa?”, dice Montano, con el muelle del puerto de Bari, vacío en esta mañana de julio, a sus espaldas.
El Vlora -el buque con mayor cantidad de refugiados que ha llegado a Italia hasta la fecha- desbordó las previsiones.
En marzo se había producido un “primer éxodo” –como lo denomina Maliqi--, e Italia --gobernada por el democristiano Giulio Andreotti--había concedido asilo temporal a más de 20.000 albaneses.
La aplicación de la ley de Extranjería fue implacable con los pasajeros del Vlora, y el Ejecutivo italiano ordenó su repatriación inmediata.
La mañana del 8 de agosto, en el muelle no cabía un alma y el barco aún parecía lleno. Las autoridades –cuenta Montano- confiscaron las armas que había a bordo y comenzaron a trasladar a parte de los refugiados al Stadio della Vittoria, cercano al puerto. Los recién llegados no sabían que su suerte ya estaba decidida.
“Cuando se dieron cuenta de que iban a ser devueltos a Albania comenzaron a rebelarse. Hubo enfrentamientos, algunos duros, entre la policía y los albaneses, cuerpo a cuerpo, que duraron varios días”, cuenta Montano, quien relató los detalles de aquellos días en su libro Ladri di stelle, storie di clandestini e altro.
Tras el desembarco, Eva decidió fingir un desmayo. Robert y sus amigos lograron colarse en un autobús que transportaba refugiados al estadio. Pensaron que allí la situación sería más tranquila. Estaban equivocados.
“Era imposible repartir comida de forma ordenada a 10.000 personas y la lanzaron con helicópteros. Algunos de los albaneses eran delincuentes. Empezaron a acapararlo todo y aquello se convirtió en la anarquía, la solidaridad entre nosotros terminó y comenzó la guerra entre albaneses”, recuerda Robert.
Las deportaciones comenzaron casi de inmediato. La tarde del 9 de agosto, un día después del desembarco, más de 5.100 albaneses habían sido devueltos a su país por aire y mar.
El día 18, la operación estaba prácticamente concluida. Desde Bari se repatrió a más de 15.500 albaneses. Nicola Montano calcula en su libro que cerca de 3.000 lograron huir del puerto y del estadio.
Eva y Altin, Robert y sus tres amigos fueron algunos de ellos. Escaparon del estadio y se adentraron en las calles de Bari, donde comenzó su vida como clandestinos.
“El viaje de la nave fue un día, nada. El viaje difícil de verdad fue el de después, la vida de clandestino. Para mí la vida cambió a peor. Pero lo llevaba con serenidad y dignidad. Era una elección mía y la asumía sin tragedias”, cuenta Eva.
25 años después, ella y su marido siguen viviendo en Bari, donde nació su hija. Cuando se le pregunta si volvería a subir al Vlora, la respuesta es un sí convencido. La misma rotundidad que usa cuando niega la posibilidad de volver a Albania.
Robert, en cambio, regresó a Tirana dos años después de su desembarco en Bari. Al abandonar Italia, le entregó sus papeles de residente a un sorprendido policía de aduanas. Quería evitar la tentación de volver a emigrar.
El Vlora y su tripulación permanecieron 45 días “secuestrados” en Bari. El gobierno italiano temía que se produjera un nuevo éxodo si el buque regresaba a Durres.
Halim Maliqi recuerda que las autoridades italianas le ofrecieron quedarse. Él rechazó la oferta, quería seguir su trabajo en Albania. En 1994 realizó su último trayecto como capitán, siempre a bordo del Vlora, con destino a Nigeria.
Un cuarto de siglo después de atravesar el Adriático con una carga de 18.000 personas, Maliqi es pesimista sobre el futuro de su país.
Pese a ser candidata a incorporarse en la UE, la renta per cápita de Albania –unos 11.000 dólares anuales-- sigue siendo casi un tercio menor que la media comunitaria.
Las grandes migraciones tuvieron lugar a principios y a finales de los 90, cuando alrededor de 500.000 albaneses se instalaron en Italia y otros tantos en Grecia.
Las imágenes del Vlora son cosa del pasado para muchos en Albania. Sin embargo, este país europeo fue el principal país emisor de demandantes de asilo en la UE después de Siria, Irak, Afganistán entre el primer trimestre de 2015 y las mismas fechas de 2016.
Para quienes participaron en el “éxodo del Vlora”, la crisis de los refugiados actual trae ecos de unos tiempos no tan lejanos.
“La emigración ha pasado durante siglos y seguirá sucediendo hasta que dejen de existir diferencias económicas en el mundo. Lo que pasa en Siria está conectado con la historia de cómo Europa se ha comportado con esos países. Por eso, la guerra no es sólo su guerra. Es también nuestra guerra”, apunta Robert Budina.
Montano, que reparte su tiempo de pensionista entre sus olivos y el activismo por el cierre de los Centros de Identificación y Expulsión de Inmigrantes (CIEs), traza una línea directa entre la situación de los refugiados albaneses en los 90 y la actual.
“En mi opinión ha cambiado poco y nada. Han cambiado un poco las leyes. En aquella época, en el 91, se creó la ‘emergencia albanesa’ y ahora existe la ‘emergencia africana’; seguimos hablando en términos de emergencia. Creo que Europa debe mirar la inmigración como un hecho que se desarrolla a lo largo del tiempo y gobernar esa inmigración de una forma más humana y más inteligente. Y no hace falta inventar nada, ya existe la Declaración Universal de los Derechos Humanos. La alternativa es tomar conciencia de que este fenómeno no lo detienes con la fuerza. No lo detienes con muros”, concluye a las puertas del Stadio della Vittoria.
El mismo que en agosto de 1991 acogió a miles de albaneses en tránsito a su deportación.
El 7 de agosto de 1991, Eva Karafili -veintipocos años, recién licenciada en Económicas, con una vida estable- decidió que se iba de Tirana. Ella y su marido, Apóstol, apenas tuvieron tiempo de coger la documentación, 50 dólares, una muda y un botellín de zumo. No era un viaje planeado.
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Pablo Esparza
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