CINE DE VERANO
‘Into the wild’: la (im)posibilidad de una isla
¿Qué harías, sociedad, si nos fuéramos todos, a empezar de nuevo en otra parte?
Miguel Ángel Ortega Lucas 10/08/2016
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Quizá porque has venido solo, también; quizá porque te he visto pasar solo, justo a mi derecha por el pasillo entre los asientos, distrayéndome un segundo de mi taciturna vigilancia de este patio llenándose de gente –ni ganas he tenido hoy, siquiera, de comprarle nada a mi íntima desconocida de la tienda de chucherías–; seguramente por tu aire distraído, tímido, buscando asiento en la penumbra aún azulada del atardecer como si se te hubiera caído algo y lo estuvieras buscando –como si pidieras disculpas, casi–, te he seguido vigilando desde lejos: sin poder evitar pensar que pareces demasiado solo para la edad que tienes, o pareces tener.
He seguido espiándote, desde aquí atrás, mientras la gente comienza a engullir con alegría despreocupada las palomitas o los bocatas traídos de su casa, mientras oscurece sobre la playa y la pantalla se ilumina, iniciando la retahíla de tráilers antes de la película que hemos venido a ver. Escruto tu perfil, entiéndeme, con interés antropológico; como si fueras un viejo conocido, alguien con quien me uniera un soterrado hilo de semejanza. Eres muy flaco, el pelo imposible trata de ocultarte los ojos como un antifaz (¿quién no quieres que te reconozca?), no puedes tener más de veinte años. Al otearte desde aquí lejos pienso –perdóname, no sé por qué– que estás demasiado solo, y entonces recuerdo otra vez lo que sintió Pessoa (o siento lo que recordó Pessoa), una vez, al seguir con la mirada la espalda desvalida de un transeúnte en una calle desierta de Lisboa: Los pobres diablos de hombres, el pobre diablo de la humanidad. ¿Qué está haciendo aquí todo esto?
Lo cual es un sentimiento muy piadoso, pero lo cierto es que tendrá más que ver con nuestra propia guardia baja que con aquel hombre, o contigo; mi semejante, mi hermano, con quien trato de establecer un parentesco sin base real alguna (Dios sabe si te has despistado y creías venir a ver alguna obra magna de la saga Crepúsculo). Pero entonces empieza la película, y al muy poco tiempo, por lo que pasa en la pantalla, y por tu gesto contraído, comienzo a entender.
En la pantalla hay otro chaval, algo mayor que tú. Andando, al principio, él solo también (demasiado solo), por un paisaje blanco y descomunal; abriéndose camino, con una mochila llena y el pelo revuelto y barba de muchos días, por entre una nada gigantesca de nieve; montañas con nieve, abetos nevados, cielo blanco como la nieve misma. Pronto sabremos que no es sólo un buscador, o un kamikaze, sino un fugitivo de su propia vida, de esa vida falsa con que el entorno trata de tentarle y chantajearle a un tiempo, de prometerle todo a cambio de Todo; de augurarle el paraíso (material) en la tierra a cambio siempre de hipotecar su alma hasta haber llegado adonde había que llegar, aunque luego nadie sepa exactamente dónde queda eso.
El rebaño dominante, lo habrás notado ya, está lleno de ovejas creyéndose distintas porque balan cada una con una entonación distinta en Twitter
El chaval de la película es brillante, aguerrido, noble como el metal y testarudo como las piedras, con esa determinación –fe– en las posibilidades de la vida que sólo traen de serie unos cuantos afortunados a este mundo. Acaba de graduarse. Podría continuar sus estudios en Harvard, pero se lo está pensando. Sus padres –un matrimonio que ha consagrado su vida al prestigio, al dinero y a joderse la vida el uno al otro, y de paso un poco también la de los hijos– le quieren regalar un coche nuevo, pero él dice que para qué, si el que tiene funciona perfectamente, aunque esté ya viejo. El chaval podría ir a Harvard; el problema es que no sólo ha leído libros, sino que ha leído ya, orientado por su propio instinto salvaje, a algunos autores que jamás hubieran pasado una entrevista personal en Harvard. El chaval es lector militante de Henry David Thoreau. Alguien que escribió mediado el siglo XIX, en un libro llamado Walden (La vida en los bosques), cosas como ésta:
Pero los hombres trabajan bajo la influencia de un error. La parte mejor del hombre muy pronto es arada para abono de la tierra. Por un aparente destino comúnmente llamado necesidad, los hombres se dedican, según cuenta un viejo libro, a acumular tesoros que la polilla y la herrumbre echarán a perder y que los ladrones entrarán a robar. Esta es la vida de un tonto, como comprenderán los hombres cuando lleguen al final de ella, si no lo hacen antes. (…) Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar, no sea que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido. (…) Si un hombre no marcha a igual paso que sus compañeros, puede que eso se deba a que escucha un tambor diferente. Que camine al ritmo de la música que oye, aunque sea lenta y remota.
No te conozco, pero es probable –sigo dialogando mentalmente contigo desde aquí detrás, ya lo ves– que creas con demasiada frecuencia que no estás donde deberías estar. La sospecha tenaz, como el zumbido lejano de un mosquito, de que la vida no es esto, no debe de ser esto. (Este mundo podría dividirse entre los que se sienten de esa forma y los que no. Al menos, entre los que se sienten así de manera patológica, irreversible, y los que pasan por ello como por un catarro intermitente.) Demasiadas veces, quizás, te ves viviendo la vida de otro: alguien que se supone eres tú, pero que sientes como un usurpador de ti mismo, como si el tú que es de verdad Tú hubiera sido amordazado hace siglos en las catacumbas de la conciencia, y arriba, en la superficie, impusiera su ley una máscara triste que calla por no gritar, o vomitar.
No sé nada de tu vida, y es imposible adivinarlo desde esta fila de atrás del cine, pero es probable que no entiendas este mundo: sus reglas, llamadas adultas, de compra-venta continua, de continuo intento de estafa; su crueldad gratuita contra todo, contra todos; su candorosa arrogancia, transmitida y seguida a diario por la escandalosa mayoría, en torno a estupideces que harían bostezar a un perro, si el perro llegara a entenderlos, horrorizado. Te dicen que las cosas son así porque siempre han sido así, y más te vale asumirlo cuanto antes, aprender las reglas. Te dicen que hay que ser alguien en este mundo, como si tú no lo fueras ya. Como si uno naciera nadie, y hubiera que estudiar desde que naces el manual que escribieron los otros álguienes para ser alguien; y así todos los álguienes peleando en la rueda de hámster durante el resto de sus vidas sonámbulas para ser el Alguien que gobierne y domine y a ser posible defeque sobre el resto de álguienes. El mundo que han construido se divide en álguienes y nadies, y tú les mirarás el resto de tus días, con tu etiqueta de nadie, pensando que el mundo es un colosal parvulario de niños jugando a la guerra
y de niñas aspirando también a jugar a la misma guerra, pensando que, si éstas son las reglas, a ti no te interesa el juego.
El único mensaje, escupido y gritado, por los garrulos del plató, los garrulos del Congreso. El del putrefacto y fraudulento miedo
No sé nada de ti pero lo normal –y ruego adviertas el palabro: normal; o sea, la norma universalmente aceptada– es que te hayan enseñado en las instituciones educativas a las que has acudido, de Harvard a la guardería, que para prosperar en esta vida hay que desconfiar de manera sistemática del de al lado –el prójimo, lo llaman luego piadosamente en clase de religión–; que el inteligente es el más capacitado para asumir, sin crítica ni contexto ni siquiera interés, un sistema de pensamiento petrificado y clonado en serie para mantener a “la organización que necesita esclavos para mantener a la propia organización que necesita esclavos” (Antonio Gala); que el listo es el más capaz de engañarte, y el tonto eres tú, que, por no tener prisa o por querer ceder el paso, eres siempre el que se queda sin chocolatina.
No conozco tus criterios, pero es probable que el único mensaje, escupido y gritado a todas horas por los grandes faros del pensamiento nacional, por los periodistas, la publicidad, los garrulos del plató, los garrulos del Congreso y los informativos (al menos los que se ven en tu casa), te parezca el del putrefacto y fraudulento miedo, el del gabinete de prensa del miedo, tratando de convencerte sin descanso de que si no eres así, como éste, fracasarás; si no compras esto, no serás como sueñas; si crees que el mundo es un lugar donde también pasan cosas emocionantes, aparte de crímenes de frenopático y demagogos, donde también hay gente en quien se puede creer, donde también son posibles la aventura, la compasión, la decencia y la belleza, el bien a cambio de nada y el dormir bajo las estrellas sin que te roben la cartera, serás un pobre raro sin remedio, es decir: alguien que, puesto que no teme a las mismas bestias mitológicas de la tribu, ni se interesa por las mismas lucecitas que el rebaño, será considerado idiota (el rebaño dominante, lo habrás notado ya, está lleno de ovejas creyéndose distintas porque balan cada una con una entonación distinta en Twitter).
Qué pasaría, sociedad, si me fuera. Qué harías si nos fuéramos todos, a empezar de nuevo en otra parte
No sé nada de ti, en fin; lo más probable es que me lo esté inventando todo. Pero estoy seguro, a estas alturas de la película [en la pantalla, el chaval protagonista casi ha cumplido todas las edades para saber su verdadero nombre; la banda sonora de Eddie Vedder no ayuda nada a controlar emociones], de que demasiadas veces te preguntas, agotado, qué sucedería. Qué pasaría, sociedad, si me fuera. Qué harías si nos fuéramos todos, a empezar de nuevo en otra parte. Todos: también, claro, todos esos –lo entiendo ahora, lo vuelvo a entender ahora, curándome al fin en cansancio y emoción, y algo en humildad– que crees tus enemigos, que creemos de la otra mitad de este mundo, aparentemente satisfechos en él, y que en realidad sólo hacen, como tú y yo, lo que pueden con su propio miedo (en las estampidas siempre hay muertos por asfixia, y supervivientes a costa de pisar al otro).
El chaval de la película, ahora lo sabes, existió realmente, murió realmente en este mundo, buscando el sueño de vivir en otra parte. Y supo, antes de irse, que puedes huir de todos pero jamás de la guerra de ti mismo: hasta saber quién eres realmente. El chaval de la película se llamó Christopher Johnson McCandless, y se parece mucho a ti, amigo. Se parece muchísimo a todas las posibilidades de tu vida, a cuando empieces a no creer en tu soledad, a dejar de tener miedo.
Quizá porque has venido solo, también; quizá porque te he visto pasar solo, justo a mi derecha por el pasillo entre los asientos, distrayéndome un segundo de mi taciturna vigilancia de este patio llenándose de gente –ni ganas he tenido hoy, siquiera, de comprarle nada a mi íntima desconocida de la tienda de...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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