FERNANDO ARRABAL / ESCRITOR
“Que nadie me reivindique cuando muera”
Carlos H. Vázquez Madrid , 1/06/2016
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Fernando Arrabal (Melilla, 1932) es niño. Tal vez un niño con sonrisa de pillo que se hace el loco, siempre aprovechándose de su aspecto cándido. Las cartas que escribió al general Franco, a Stalin, a los comunistas, a Fidel Castro y a Juan Carlos I, reunidas en Las cartas de Arrabal (Reino de Cordelia, 2015), serían la radiografía de sus fantasmas e inquietudes, inocentes y de trascendencia personal a través de los años. El escritor, dramaturgo y cineasta es puntual en extremo y disciplinado con el tiempo. El uno doma al otro, podría decirse.
Después de un paseo matutino, llega a la entrevista junto a su esposa, Luce Moreau. Pasan más inadvertidos de lo que cabría esperar. Los clientes del céntrico hotel de Madrid en el que se alojan están a otras cosas: los hay que hablan por teléfono o esperan en recepción. Otros lo reconocen, pero son pocos, y quienes leen el periódico prefieren ensimismarse en la actualidad que les da la tinta y el papel.
Pero Arrabal no hace un ruido al caminar. Pasa entre los blancos sillones del salón, decorado con espejos, del hotel. “Uh, alguien leyendo La Razón”, musita Arrabal, al que la historia ha etiquetado de anarquista. Su padre, militar y leal a la República el 17 de julio de 1936, escapó de un hospital en pijama y con un metro de nieve sobre los pies. Era el año 1942 y le quedaban, por delante, décadas de prisión. Nunca se supo de él. También pisó la cárcel Fernando, por la dedicatoria con la que firmó uno de sus libros: “Me cago en Dios, en la patria y todo lo demás”. Años después, Arrabal se jactaría de ser el único escritor cuya obra estuviera vetada, al completo, en España.
En el hotel, el caballero aludido, molesto, advierte: “Que le he oído”. Y se gira y reprocha al autor la desfachatez con la que se había burlado de alguien por leer el periódico. Arrabal, el ganador de un sinfín de premios de literatura y periodismo, como el Wittgenstein o el Mariano de Cavia, ha llegado. Él y su camiseta serigrafiada con la imagen del pintor francés Gustave Courbet. Aunque Arrabal se ha tomado la libertad de sustituir el rostro de Courbet por el suyo.
En sus ojos, la vista se afina a través de unas redondas lentes de montura moteada que sujetan, por encima y a su vez, otro par de gafas de sol que reposan sobre su frente. ¿Por qué? Porque sí. Arrabal es confusión y hace gala de ello, con el título que da nombre al volumen que recopila toda su poesía hasta la fecha: Credo quia confusum (Huerga y Fierro, 2016). “Bueno, pregúnteme usted”, lanza después de hablar, otra vez, de la puntualidad.
¿Cuántos interrogantes hay en su obra?
En realidad, no hay ninguna respuesta. Entonces, interrogantes… Es que no hay ninguna respuesta.
¿Ninguna?
Ninguna. Nosotros creemos [se refiere a los surrealistas] en el tohu bohu, en la confusión.
¿Pero usted no se hace preguntas cuando escribe?
[Ríe por lo bajo.] Ninguna de las personas que he frecuentado en mi vida tiene una respuesta dada a estas preguntas que ustedes llaman “esenciales”. Tampoco tenemos respuestas. Por eso, por ejemplo, ninguno de nosotros vota ni ha votado nunca. Estoy pensando en André Breton, en Samuel Beckett, en Andy Warhol… Todos ellos tenían tanto respeto por el juego de la democracia, que no querían influir con su voto en el resultado de la propia democracia.
No puedo votar, porque no quiero desvirtuar la democracia o incidir en ella
Tampoco he conocido nunca a un provocador, ni entre la gente que visita lo que llamamos el París de la tertulia, como entre las personas que han hecho el inmerecido honor de poder estar con ellos, en el caso de Dalí. Ninguno ha sido un provocador. La provocación es algo inhabitual, incontrolable, repetitivo. No se puede imaginar que Breton quisiera hacer algo que no pudiera controlar. Ya, de hecho, no podemos controlar nada. Entonces, ¿para qué hacer la provocación? La provocación es una cosa ridícula.
¿Y esperpéntica?
¿Esperpéntica? El esperpento es una cosa que tiene carácter y que inventó un autor dramático [Ramón María del Valle-Inclán]. Que, por cierto, terminó fascista, lo cual es lógico, en ese momento, al haber existido una gran pasión por Mussolini. Este autor tuvo la desgracia de ser una especie de sentado. Es decir: de ser funcionario español en Roma [Valle-Inclán fue director de la Academia Española de Bellas Artes en Roma durante dos años y nueve meses]. Pero es lógico que, en ese momento, muchas personas quedaran fascinadas por ese señor [Mussolini], que hoy sería ridículo. Un señor gordo y tonto. Y socialista, por cierto.
Esperpento es una palabra insoportable y de muy mal gusto. Dicen, aunque será falso, que esta persona [sigue con Valle-Inclán] envió una carta a la calle de Echegaray escribiendo calle del Viejo Imbécil. ¡Y la carta llegó! Hay que ser viejo e imbécil para enviar una carta así. José Echegaray es una de las figuras cumbre de la literatura española y un hombre que entra en el Banco de España con la Primera República. Era una persona casi inconmensurable y un premio Nobel, además. Llamar “viejo imbécil” a este hombre, con el sonreír de toda la burguesía española, me parece sencillamente canallesco.
¿Se han burlado de usted alguna vez?
Ah, no. Se burlan muy poco. Al revés: se me acoge siempre con verdadero cariño. ¡Inmerecido cariño!
¿Por qué inmerecido?
Porque en realidad no se conoce lo que hago. Me paran por la calle por accidentes de mi vida. Por ejemplo, el otro día se me preguntó en la Feria del Libro de Madrid por las elecciones. ¡Como si yo pudiera decidirlas! Me traen sin cuidado las elecciones. Vuelvo a repetir: no puedo votar, porque no quiero incidir o desvirtuar la democracia. Cuando hubo que opinar en España, opinó mi padre, y fue condenado a muerte.
Tengo un cierto prestigio por una serie de cosas que no hice yo, como que Franco me metiera en la cárcel. ¡Soy el único escritor que Franco mete en la cárcel! Es algo completamente inmerecido. Entonces, la gente me aplaude. Arthur Miller, en sus memorias, termina diciendo: “Deseo la salida de la cárcel de Fernando Arrabal”. ¡Es cojonudo! Por eso tengo una reputación que no tiene nada que ver conmigo.
¿Se habla mucho, pero se dice poco de usted?
No, no. Se habla excesivamente de mí. Pero claro, obviamente, no se conoce nada. Pero tampoco se conoce nada de nadie. Si usted mira la lista de las personas más influyentes del mundo, creada por el New York Times, verá que no hay ni un solo poeta, ni un solo filósofo y ni un solo matemático. ¡Nunca han figurado! No sé cómo se llaman los líderes políticos, pero parece gente muy valiosa. La más valiosa de España, diría. Lo que deben hacer es abandonar esa tontería de hacer política y ser poetas. ¡Sería una buenísima noticia!
¿Un poeta debería mentir?
Es innecesario. Es rotatoria la mentira. Los poetas no mienten. No necesitan mentir. La vida es demasiado extraordinaria y feliz como para mentir. Por ejemplo: todas esas personas de las que le hablo vivieron la verdadera miseria, como Beckett. Marcel Duchamp tenía que dar clases de francés en la habitación de un hotel cochambroso. Toda esa gente no necesitaba mentir. ¿Para qué mentir? La vida es demasiado feliz.
¿Mintió cuando le leyó la mano a Juan Carlos I y a los presentes en la entrega del premio Mariano de Cavia, en 1998?
Bueno, la sé leer como usted. Me parece una tontería, pero sé que hay una línea de intuición y que el Rey la tenía. Manifestaba su intuición. Por cierto: soy el único escritor español que estuvo en el acto de jura de la bandera de su hijo.
Tengo un cierto prestigio por cosas que no hice yo, como que Franco me metiera en la cárcel
¡Como siempre! Soy el único escritor español al que Franco le tenía prohibido volver a España, aunque cuando llegó la democracia pudimos volver los cinco prohibidos: Carrillo, La Pasionaria, [Enrique] Líster, [Valentín González González] El Campesino y yo. No se explica por qué yo estoy en esa lista. ¡Es un insulto que se me meta con gente que estaba veraneando en una playa de Ceaucescu! No se comprende por qué se me pone al lado de esas gentes.
¿Qué habría sido de Franco sin usted?
Yo no tengo nada que ver con eso. Cuando yo llegué a España, ya estaba Franco y había condenado a muerte a mi padre. El acto que yo creía que estaban haciendo todos los escritores era escribirle una carta a Franco. Una carta pública.
En su carta, se dirige a Franco con amor.
Sí, claro. Obviamente. Yo nunca escribo con odio. Es tan inesperado todo lo que me ocurre en la vida...
¿Es posible que escribiera la carta a Franco demasiado tarde?
¿Cómo que demasiado tarde? ¡Si no se podía escribir más pronto! Ése es el típico reproche de los comunistas. Siempre lo dijeron en la televisión. Se quedaron pasmados cuando les dije que el comunismo se iba a terminar igual que se terminó la Inquisición. Entonces fue cuando me preguntaron por qué no escribí la carta a Franco antes. Esos inquisidores siempre le han dado la vuelta. Yo he estado toda mi vida rodeado de gentes muy inteligentes, como los curas, aunque es obvio que había cosas que no les interesaban y estaban en contra.
¿Qué tipo de cosas?
Decían que los países árabes eran horrorosos porque allí cada hombre tiene cinco o seis mujeres. Yo siempre calculaba matemáticamente: ¿cómo puede tener un hombre tantas mujeres? ¿Qué hacen los demás? ¿Se masturban? [Ríe.]
¿Ha perdido ya la fe?
No. Nunca he perdido la fe. No puedo perderla ni tenerla. Yo soy como [Edwin] Schrödinger: creo en los ángeles, en los fantasmas. ¡Pero no creo al mismo tiempo! Cuando Einstein era el reaccionario de su época, hubo una discusión entre él, los demás y Schrödinger, quien le envió un gato –que nunca existió- para que comprendiera que se podía vivir y morir: estar vivo y muerto. Por eso hemos creído totalmente en el tohu bohu.
¿Le reivindicará la derecha cuando usted muera?
¡Espero que no! Que nadie me reivindique cuando muera. Yo doy a España un tesoro que he acumulado. Tengo una gran casa y soy de los pocos escritores que no viven en la miseria. Todo lo que me han dado lo he almacenado, pero no por ser Arrabal. Yo estuve con los surrealistas y ellos me consideran su heredero. Y hoy, los patafísicos me consideran lo mismo. Cuando ellos me han obsequiado, no he dado nunca nada ni he vendido nada. Los cuadros de Picasso, de Dalí, de Magritte.
Todos están en casa y son para el pueblo español. Obviamente, no son para los dirigentes, porque se los van a guardar. A mi casa han venido ministros, embajadores, que han dicho: “¡Oh, Arrabal! Es usted el último de los emigrantes y el primero de los españoles”. No hacía falta eso. Lo que hacía falta es contar la verdad.
¿Siempre es demasiado tarde para suicidarse, como Amary en La torre herida por el rayo?
No. Es una estupidez el suicidio. Ninguno de nosotros ha soñado jamás o ha vivido un final, por ejemplo, como el de Beckett, que fue doloroso. Pero siempre hay una esperanza, porque estamos en el tohu bohu, aunque no sabemos qué va a ocurrir. ¡El caos es ridículo! Es lo que creía Dalí. El caos no es científico, es una broma hecha por un dramaturgo que se llama [Luigi] Pirandello.
Fernando Arrabal (Melilla, 1932) es niño. Tal vez un niño con sonrisa de pillo que se hace el loco, siempre aprovechándose de su aspecto cándido. Las cartas que escribió al general Franco, a Stalin, a los comunistas, a Fidel Castro y a Juan Carlos I, reunidas en Las cartas de Arrabal...
Autor >
Carlos H. Vázquez
Periodista por vocación literaria, especializado en hacer entrevistas. Por su grabadora ha pasado gente del cine, la política, la música, el deporte, la televisión y la literatura. Así hasta mil y más allá. Cree en Jesús Quintero, en el whisky y en llevar siempre encima algo que pueda grabar voz.
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