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Lectura

El retorno

MV Bill (Rio Noir) 17/08/2016

<p>Portada del libro 'Rio Noir'</p>

Portada del libro 'Rio Noir'

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Ciudad de Dios

A través del walkie-talkie, Bolha pasó la orden a sus intendentes:

—¡Atención! Un maletín para la unidad del sargento Gonçalves, dos para la del cabo Tenório, y los fuegos, sólo si no reconocen el vehículo, ¿entendido? —recomendó Bolha de forma enérgica.

Le parecía gracioso que la gente de tierra firme se refiriera a «bote» como algo positivo, tipo «bote salvavidas». En la favela era diferente, «bote» siempre se refería a la tercera o cuarta acepción del diccionario de portugués: «ataque». Un «bote» jamás salvaba la vida de nadie. Y un «bote» de la policía sólo podía hundir todavía más a la gente de las favelas. Hundirse, sin embargo, no estaba en los planes de Bolha. Había entrado en el narcotráfico por la puerta grande, a los catorce años, como heredero del hermano mayor, después de verlo caer para nunca más levantarse, con el fusil cruzado en el pecho.

Desde que era niño, los traficantes más viejos lo habían observado con atención, como si ya identificaran en él algún potencial. Apreciaban la disposición del muchacho en las luchas de cometas y su habilidad con las armas. Años más tarde, ya como responsable de fumadero, era cruel con los adversarios y muy bueno en la contabilidad. A los dieciocho años ya se lanzaba a la conquista de otros puntos de venta, siempre en Ciudad de Dios, por supuesto, su comunidad de origen.

El carisma y el arrojo de Bolha repercutían positivamente en los negocios del narcotráfico. Por todos esos talentos, nadie se opuso cuando fue propuesto para asumir el pomposo cargo de Jefe del Narcotráfico de Ciudad de Dios. Y la comunidad firmó sin rechistar. Nadie jamás se atrevería a quejarse, porque Bolha invertía mucho dinero en las obras de las iglesias, se apuntaba a la cerveza del baile funk, proveía de medicinas a las familias más necesitadas y era generoso en el reparto de regalos por Navidad. «Cuida bien al niño de hoy, pues él será tu soldado mañana», era su lema. Asumía una postura de rey, de benefactor de la favela. El asistencialismo habitual que tan bien había aprendido de los traficantes de antes.

Aquella noche de viernes el ajetreo prometía. El empaquetado iba a todo trapo. Decenas y decenas de personas atareadas en la frenética tarea de cortar y pesar la droga en las balanzas de precisión, para que estuviera lista para la venta al menudeo durante toda la madrugada.

¡Las noches de viernes en Ciudad de Dios eran famosas en el mundo entero!

Y, con el pasar de las horas, la favela hervía. Mujeres semidesnudas, playboys del asfalto y drogadictos se mezclaban en los callejones, al sonido del funk, bajo los efectos de las drogas, del alcohol y de un permanente estado de tensión, como si en cualquier momento todo aquello pudiera irse al garete.

Ante tanto éxito, sólo una cosa perturbaba a Bolha: la decisión del Batallón de relevar a la tropa responsable de la ronda en la favela, pues los nuevos policías, liderados por el sargento Gonçalves, no aceptaron el arreglo que les propuso y los «botes» se volvieron más frecuentes. Y con ellos también los tiroteos sangrientos y el perjuicio de las armas y drogas aprehendidas. Para complicar más las cosas, las fuentes se secaron. Sus contactos dentro del cuartel habían sido apartados, de ahí ya no salía la lista de las tropas de servicio. Sin esa información era imposible planificar.

La suerte de Bolha era que podía contar con el diputado Saci. Suerte no sólo para Bolha, de hecho, sino para todo el narcotráfico del país. Porque el diputado Saci tenía contactos en Colombia y facilitaba una trama de abastecimiento de armas y drogas que nunca había dejado sin recursos a los narcos. Decía que las armas procedían de las FARC, pero nadie sabía si ese rollo era verdad.

Lo que sí era verdad era que el diputado Saci era bueno hablando. Un negro sonriente, siembre bien vestido, que sólo usaba lino. Decían que, durante la infancia, había sufrido un accidente de coche y usaba una pierna ortopédica. Bolha nunca había tenido el coraje de preguntar, pero había pasado horas enteras mirando la pierna del diputado y nunca había notado nada raro. Debe de ser un cotilleo ese rollo, pensaba. Como el cuento de las armas que trae de las FARC.

Bolha no tuvo tiempo ni siquiera de finalizar la comunicación con los fumaderos. En el momento en que iba a informar sobre el funcionamiento de las «medidas» para esa noche, oyó el estruendo de la primera ráfaga. Con un fusil encajado en el vano de la ventana, una pistola en la mano y los bolsillos llenos de balas, Bolha se atrincheró en posición de firmes. Se quedó mirando el enfrentamiento de afuera, a través de la mira de su AR-15. Con los ojos extasiados, vio a uno de sus soldados, un adolescente flaquito todavía, descargar todas las balas de su fusil sobre un policía militar. ¡Qué orgullo sintió! Un gusano menos en el mundo.

Sin perder tiempo, Bolha subió al tejado y, apoyado en la cisterna, apuntó la mira de su fusil en la cabeza de su primera presa, un policía que se protegía detrás de un poste. Fue gracioso ver cómo la cabeza del tipo explotaba y teñía el aire de rojo, observó Bolha. ¡Dos mil metros en un segundo!, recordó las palabras del diputado Saci cuando le vendió aquella preciosidad. ¡Qué belleza! Esa gente de las FARC sí que sabe vivir.

Pero la alegría duró poco.

Entre la adrenalina del momento y la gracia del cuerpo sin cabeza serpenteando en el suelo, Bolha observó a sus soldados en desbandada, favela adentro. Los que todavía portaban armas disparaban hacia arriba, al azar, desorientados, sin apuntar a nada. La mayoría simplemente corría en pánico y dejaba las armas en el suelo, como quien se libra de un marrón. Detrás venía la policía, recogiendo las preciosidades abandonadas en medio del camino. Un considerable refuerzo bélico para la próxima embestida de los depredadores.

¡Joder!, comprendió Bolha al vuelo, ¡me he quedado solo en esta mierda!

Desde hace tiempo sabía que era preocupante que los sobornos de la policía militar ya no estuvieran en su nómina. Era un suicidio continuar operando en la favela sin un contacto dentro del batallón. Y fue así como, siguiendo un pensamiento que lleva a otro, Bolha se sorprendió cuando, al bajar del tejado, de la nada se topó de cara con el diputado Saci.

—¿Qué está haciendo aquí, diputado?

—Me han llamado del Partido Comunista, me dijeron que necesitabas apoyo —explicó el diputado, intentando hablar más alto que el ruido de los tiros—. Pero yo no sabía que iba a haber una operación aquí en Ciudad de Dios. ¡La policía entera está ahí fuera, Bolha!

—¡Ya me he dado cuenta! —replicó Bolha, confuso. Andaba de un lado a otro, sin saber qué hacer.

—Necesitas refuerzos.

—Sí. No sé cuántos todavía están conmigo... Todo mi equipo de seguridad andaba allá abajo —aclaró el traficante, preocupado—. ¡Vi a un montón de mis hombres corriendo aterrorizados! No sé nada más.

—¿Cuánto tienes para perder ahora?

—¿Ahora? —Bolha repitió la pregunta como si así ganara tiempo para responder—. ¡Qué sé yo! Quizá unos...

Antes de que Bolha completara el cálculo, el cuerpo del diputado se estremeció. En seguida, abrió desmedidamente los ojos, se llevó las manos al pecho y, bajo ellas, una inmensa mancha tiñó su camisa de rojo.

—¡Joder, me dieron un tiro, Bolha! —gritó el diputado Saci—. ¡Sácame de aquí!

La favela estaba completamente rodeada por la policía. Salir de allí con el diputado era lo mismo que entregarse. Bolha intentó pensar en una manera de escapar, pero era difícil encontrar cualquier vestigio de lucidez disponible en su cerebro.

- Mi coche... mi coche... —balbuceó el diputado con la voz embargada— ¡de mi coche no van a sospechar!

En el transcurso de su vida, Bolha había visto morir a miles de personas. Y la enorme cantidad de sangre que chorreaba del pecho del diputado no dejaba dudas. No iba a aguantar mucho. Una hora, si acaso.

El problema era que su muerte representaría un gran problema para Bolha, no sólo porque se trataba de un personaje público, sino también porque el diputado era una figura muy querida en el mundo del narcotráfico. Si, de alguna manera, su muerte fuera asociada a Ciudad de Dios, todos querrían la cabeza de Bolha. Incluso los milicianos, si se descuidaba. El diputado Saci era el mayor representante del mundo del crimen en el gobierno del país. Nadie, ni sus colegas de facción, iban a perdonar a Bolha por eso.

—¡Calma, diputado! —dijo Bolha. «Calma», más para convencerse a sí mismo que al diputado—. ¡Yo me encargo de que salgamos de la favela!

Sacando fuerzas quién sabe de dónde, Bolha se echó al diputado en los hombros y lo cargó hasta el coche, enfrentando el fuego cruzado. La favela era un túmulo. Ni un alma viva en las calles. Todos escondidos por los rincones, huyendo de la muerte que andaba loca por allí.

Al llegar al coche, Bolha abrió el maletero, metió al diputado y prometió que haría lo que pudiera por ayudarlo, aunque supiera que ni eso sería suficiente para salvarlo.

—Escucha, pase lo que pase... —le faltó el aliento y el diputado Saci no consiguió terminar.

Cuando alguien dice «pase lo que pase» es porque con seguridad alguna cosa va a pasar. Casi siempre una cosa mala. Era mejor sacar al diputado de allí cuanto antes, porque al fin y al cabo, ¿quién se haría responsable de su muerte en Ciudad de Dios? Algún inocente, seguro. Para ser una confusión que no iba a llegar a ningún lugar, aquélla ya había ido demasiado lejos.

Bolha cerró de un golpe el maletero, entró en el coche y condujo al azar. A esas alturas un hospital ya no servía de nada. Bolha sabía que lo que cargaba en el maletero, en realidad, era el cadáver del diputado.

A pesar de que la noche era húmeda, Bolha se restregó la mano en la cabeza y se secó el sudor. Pasó por Barra, por Recreio, y sólo en Grumari encontró lo que tanto buscaba: un terreno baldío, cubierto de matorrales. Ninguna casa cerca, ninguna señal de civilización. El lugar perfecto para quien necesita deshacerse de un cuerpo.

Bolha dejó las luces de posición encendidas y fue al maletero del coche. Había visto millares de cadáveres en su vida, pero el cuerpo del diputado todo revuelto ahí adentro lo hizo estremecerse. Consiguió con mucha dificultad, tirando de las piernas, sacar la mitad del cadáver fuera del maletero.

Y entonces algo terrorífico aconteció.

La pierna derecha simplemente se desprendió del cuerpo del diputado. Bolha cayó para atrás con la pierna en las manos, mientras el cuerpo del diputado yacía cojo en el maletero.

—¡Ajjj! —Bolha rechinó los dientes y sintió cómo la bilis subía desde su esófago, o estómago, uno de esos conductos. No vomitó porque era un macho cabrío. Pero, pasados quince segundos de pánico, entendió: el diputado Saci tenía de veras una pierna ortopédica.

Bolha examinó la pierna de plástico en sus manos, nunca había visto una de ellas antes. Y, con los ojos abiertos de par en par de la sorpresa, notó que había una pequeña tarjeta presa en el agujero de encaje de la pierna. Bolha restregó la uña en el celo que prendía la tarjeta y lanzó la pierna a los matorrales. Era una tarjeta magnética blanca, parecida a una tarjeta de crédito, pero en lugar del chip tenía un código de barras y la inscripción H.L.S.201. Bolha inclinó la cabeza y cerró los ojos. Sabía que estaba ante un enigma. Sólo que sin la menor idea de cómo descifrarlo. Bolha no podía perder más tiempo. Lo que necesitaba, en realidad, era librarse del cuerpo del diputado y decidir qué iba a hacer con su propia vida. No podría volver a Ciudad de Dios. No en aquellas condiciones, pobre y desmoralizado. Necesitaba un milagro, o como mínimo una gran idea. Era en eso en lo que debía concentrarse.

Pero no había tiempo para misterios en ese momento, así que Bolha guardó la tarjeta en el bolsillo del pantalón y se encargó de deshacerse del cuerpo. Al final, haría lo que tenía que ser hecho. Revisó los bolsillos del diputado, cogió el reloj, la cadena de oro y la cartera del difunto. Cuatrocientos treinta y siete reales y algunos centavos.

En cuanto a los documentos, dudó si debía dejarlos o no. Alguien podría aparecer antes que la policía y robarlos. Pero ¿quién aparecería por aquí, en este fin del mundo?

Que sí, que no, decidió dejar el carnet de identidad del diputado. Los demás documentos prefirió llevárselos consigo.

Enseguida, colocó las manos debajo de las axilas del muerto y lo arrastró hasta un árbol. Tuvo cuidado de encajar la pierna ortopédica por dentro del pantalón de lino para que, cuando la prensa llegara, el diputado no fuera fotografiado cojo. Vanidoso como era, seguramente se sentiría humillado. Después, Bolha rezó una oración que inventó para la ocasión y, cuando le pareció que ya no había nada más que hacer, entró en el coche y se fue lejos, rumbo a su segunda misión: librarse del coche del diputado.

Bolha miró la hora en el reloj del diputado, casi las tres de la mañana. Le pareció un horario perfecto para estacionar el coche en la playa de Recreio y contemplar el mar. Se sentía, en cierto modo, aliviado de haberse deshecho del cuerpo, pero no conseguía sacarse de la cabeza la tarjeta que había descubierto en la pierna ortopédica. Debía de tener algún valor, algún significado importante, porque nadie escondería una cosa así en el propio cuerpo si no fuera algo relevante.

H.L.S.201, Bolha sacó la tarjeta del bolsillo del pantalón y leyó otra vez la inscripción, forzando sus neuronas para hallar una explicación. Sólo pudo recordar una película policíaca que había visto con su hermano mayor, la única vez que había ido al cine. Con treinta y dos años, Bolha no se había enterado del paso del tiempo. La presión, el miedo y las continuas revueltas ocupaban su mente, de manera que no le quedaba tiempo para alegrías y diversiones. A no ser las relacionadas con el narcotráfico: mujeres, baile funk y drogas.

Al amanecer, Bolha se dio un chapuzón en el mar. Hacía años que no iba a la playa. Se había olvidado de la fuerza de las olas y de cómo el agua salada ardía en los ojos. Se hubiera quedado ahí más tiempo si el día no hubiese clareado, trayendo a los primeros trabajadores de los chiringuitos y a las primeras señoras pijas paseando a sus caniches a lo largo del malecón.

Entonces, Bolha condujo hasta un centro comercial en Barra y se deshizo del coche del diputado en el estacionamiento. Después paró en un puesto de periódicos y se unió al grupo de trabajadores que leían los titulares, mientras esperaba el autobús. «Bajo un fuerte tiroteo la policía retoma Ciudad de Dios», era el titular de un gran periódico. Otro, más amarillista, decía: «Desbancado el narcotráfico de Ciudad de Dios».

Le dolió leer eso.

Sin embargo, aunque todos los periódicos mencionaban su nombre, ninguno traía su foto. Lo más cercano a eso era un retrato robot tan mal hecho que le arrancó una carcajada a Bolha. Le pareció que el dibujo se parecía más a Ronaldinho Gaúcho que a él. A menos que me ría, pensó, entre victorioso y preocupado.

Pero si la seguridad del anonimato lo tranquilizaba, nada estimulante había en salir humillado de su comunidad. Joder, había hecho tanto por Ciudad de Dios, había sido tan cauteloso, había tenido tanto cuidado para que las batallas sangrientas de la favela no llegaran a oídos de la prensa, y ahora ni siquiera podía regresar a casa. De capo del narcotráfico acababa de ser degradado a un sin techo jodido. Todo lo que poseía eran los cuatrocientos treinta y siete reales, las pertenencias del diputado y la mentada tarjeta magnética blanca que ni siquiera sabía qué era.

Sin armas, dinero y prestigio no pasaba de ser un don nadie. Y a esas alturas no tenía a ningún socio en el que pudiera confiar. Cuando la muerte del diputado Saci saliera a la luz, todo el mundo iba a querer su cabeza. Era un hecho.

Sin un plan bien definido en mente, Bolha entró en una tienda y compró ropa. Por seguridad, adquirió también un sombrero. Le parecía bonito cuando veía en la televisión a los cantantes de samba usando sombrero panamá. Por un breve instante, le pareció guay ser un hombre libre y poder usar sombrero. Pero el misterio de la tarjeta blanca y la inscripción H.L.S.201 regresaron a su mente como fantasmitas perturbadores.

En ese momento miró a un costado de la calle, vio un cibercafé y tuvo una idea.

—¿Cuánto tiempo va a querer? —le preguntó la chiquilla distraída, del otro lado del mostrador, tecleando en el móvil.

—Una hora —respondió.

—Tres reales.

Bolha no titubeó. Estaba seguro de que en Internet descubriría alguna cosa. Se apoderó de la silla, se puso los cascos en los oídos e inició la búsqueda con el mismo ímpetu con el que James Bond emprendiera la investigación en una película suya que había visto. Primero intentó H.L.S.201, después 201H.L.S, con espacio, sin espacio, con punto, sin punto... No fue sino hasta que probó con H. L. S. que las cosas empezaron a aclararse.

Hotel Lavradio Star surgió en letras gigantes como primer resultado de la búsqueda.

—¡Por supuesto! —concluyó Bolha, pensando en voz alta—. Hotel Lavradio Star, habitación 201. ¡Eso es!

Lo que Bolha tenía en las manos era, en realidad, una llave. La llave de una habitación de hotel, y no lo dudó ni un instante. Con las manos temblorosas por el éxtasis del descubrimiento, anotó la dirección y salió con la tarjeta en el bolsillo y una idea fija en la cabeza. Iba a descubrir qué era lo que el diputado Saci guardaba tan escondido en su pierna ortopédica, aunque le costara la vida.

Salvo el embotellamiento durante el trayecto, no fue difícil llegar al centro. El Hotel Lavradio Star estaba en una plaza y, si bien se llamaba Lavradio, el establecimiento estaba en la calle Constituição.

Sin que nadie lo viera, Bolha se metió en el hotel con decisión, como si fuera un huésped cualquiera. Giró la cabeza hacia la recepcionista, pero ella no quitó los ojos del ordenador. Los vigilantes tampoco le dieron mucha importancia y Bolha siguió confiado por la escalera de madera. Sabía que cualquier paso en falso podría costarle la vida o, peor, la libertad, años perdidos en uno de esos presidios de máxima seguridad en Mato Grosso.

En el segundo piso, se dio cuenta de que la habitación 201 estaba al final del pasillo, y, al llegar allá, ya había recorrido la vista por las cerraduras de las otras puertas. Sabía exactamente cómo introducir la tarjeta para abrirla.

Y fue lo que hizo.

Al final del pasillo, frente a la habitación 201, introdujo la tarjeta magnética en la puerta y, automáticamente, una lucecita verde se encendió. Bolha sonrió por dentro. Nunca lo había tenido tan fácil. Miró a los lados, asegurándose de que no hubiera nadie cerca. Entonces, sintiendo que su cuerpo derramaba litros de adrenalina en el torrente sanguíneo, Bolha giró el pomo con cuidado.

La grandeza de lo que vio no le cupo en los ojos.

Bolha perdió el aliento.

Abrió y cerró los ojos.

Boquiabierto, consiguió sacar un poco de aire de los pulmones y exclamó para sí mismo:

—Gracias, San Jorge.

Allí estaba el arsenal particular del diputado. Armas, munición y explosivos de todos los tipos. Era imposible cuantificarlo en una primera mirada, pero, en un vistazo rápido, el diputado atesoraba allí, en un cuartucho de hotel cutre, verdaderos primores. Ametralladoras, escopetas, rifles, pistolas, carabinas, fusiles M16, AK-47, fusiles automáticos 7.62 mm.

Bolha rio.

Bolha se arrodilló.

Se carcajeó de felicidad.

Con todo ese arsenal, Ciudad de Dios no volvería a sus manos sólo si él no lo quisiera.

 


 

Alex Pereira Barbosa, más conocido como MV Bill, es un rapero, escritor y activista brasileño. En 2005, lanzó en coautoría con Celso Athayde, el libro Cabeça de porco. Al año siguiente, publicó un ensayo, Falcão: meninos do tráfico, que se convirtió en un documental muy conocido en Brasil. Como activista social, fundó junto con Celso Athayde la ONG Central Única das Favelas (CUFA), presente en todos los estados de Brasil y en EE.UU. Presenta los programas Aglomerado, en la televisión brasileña, y A voz das periferias y O som das ruas, en radio FM de Río de Janeiro.

El retorno es parte de Rio Noir, una aproximación a la ciudad de Río de Janeiro a través de la literatura negra brasileña. El libro, editado por Maresia Libros y publicado el pasado mes de junio, recoge catorce relatos del género, cada uno ambientado en un barrio de la ciudad.

Ciudad de Dios

A través del walkie-talkie, Bolha pasó la orden a sus intendentes:

—¡Atención! Un maletín para la unidad del sargento Gonçalves, dos para la del cabo Tenório, y los fuegos, sólo si no reconocen el vehículo, ¿entendido? —recomendó Bolha de forma...

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MV Bill (Rio Noir)

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