CINE DE VERANO
‘Atrapado en el tiempo’: el día de la marmota somos nosotros
Llega septiembre, pero no se alarme: “Hoy es siempre todavía”
Miguel Ángel Ortega Lucas 30/08/2016
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Usted tiene miedo de que llegue septiembre. Usted se agazapa en este cine, agotándose ya las noches de agosto, contemplando las estrellas con aquella congoja del escolar que temía el lunes con los deberes sin hacer (a usted le gustaría en este momento, ¿verdad?, ser un escolar con la única preocupación del lunes con los deberes sin hacer). A usted le aterroriza en el fondo, confiéselo, que su vida vaya a ser siempre un lunes con los deberes sin hacer, un lunes eterno de angustia sorda, un lunes macabro que termina acabándose pero que fuera a repetirse una y otra y otra vez, hasta el fin de los tiempos. Usted teme al vendaval de realidad amenazando su palacio de papel veraniego y al hombre del tiempo que confirme el desastre (“Yo les daré un pronóstico para el invierno: va a ser frío, va a ser gris, y va a durarles el resto de sus vidas”).
Así que usted ha acudido por última vez a este cine al aire libre para ver una comedia, para ver si afloja el nudo en la garganta y se da cuenta de una vez de que nada es tan grave, o sea, de que su vida no es ningún drama sino una comedia absurda que usted cree una tragedia porque se olvida continuamente de que es también una película, aunque no se lo crea. Yo se lo explico a continuación, si es que me atiende, si es que deja ya de fingir que no me escucha, ahí arrebujado en la penumbra del cine como un crío solo al que no fueran a venir a recoger después.
Phil Connors es un cretino, algo parecido a usted. No es mala gente; tiene buen fondo, ahí, bajo las siete capas de sarcasmo
Phil Connors [Bill Murray en la pantalla, en la película de hoy] es un cretino, algo parecido a usted –no se me ofenda–. Vamos: no es mala gente, en absoluto; tiene buen fondo, ahí bajo las siete capas de sarcasmo con que trata de mantener a raya al resto de la especie. Se trata de un idiota simpático, un cretino con carisma: ha tenido suerte con el papel que le ha tocado vivir, no sufre de ningún problema serio, pero aun así vive como si el mundo le debiera algo constantemente (no sé si le va sonando la feria). Se cree listísimo, aunque no tenga idea de qué la vaina, y se cree que la película (el drama) gira en torno a su estricto alrededor, en un mundo (un montaje) de unos cuantos miles de millones de personas convencidas cada una de lo mismo.
El 2 de febrero, día de la marmota en el pueblo de Punxsutawney (Pennsylvania, EE.UU), Phil, hombre del tiempo (nótese qué fino hilan), es enviado a cubrir tal evento por cuarto año para su cadena de televisión, junto a un cámara y una productora. Por supuesto que no tiene intención alguna de quedarse allí una vez hecho el trabajo (es un pueblucho de paletos en mitad de ninguna parte, y él una “estrella” televisiva), pero una tormenta de nieve les obliga a dar la vuelta y quedarse a dormir en dicho pueblo. Al amanecer en el hotel, al día siguiente, el día siguiente no es el día siguiente sino el día anterior, otra vez, o sea, el mismo día ya vivido: es, otra vez, el Día de la Marmota; otra vez es 2 de febrero, y sólo él parece darse cuenta del bucle temporal, del interminable dejá vu. (–¿Ha tenido usted alguna vez un dejá vu, señora Lancaster? –Creo que no, pero puedo preguntar en la cocina.)
El infierno va por barrios. Sartre decía que el infierno son los otros
Es el mismo día en la vida de Phil Connors. El día de la marmota. Todo el pueblo acudirá otra vez, muy temprano, a escuchar en directo el mismo oráculo del bicho –la marmota–, que según la tradición vaticina cuánto tiempo queda de invierno. Todo el mundo hará y dirá idénticas cosas que el día anterior a la misma exacta hora, como si alguien hubiera rebobinado el 2 de febrero y éste se reprodujera otra vez, pero nadie parece darse cuenta salvo él, atrapado en el tiempo de una broma que un dios con humor negro (como el suyo) le estuviera gastando, dándole al botoncito cósmico cada vez que llegan las 6 de la mañana para que Phil Connors se levante oootra vez en la misma cama del mismo hotel del mismo día de su vida, con la misma banda sonora macabra (I got you, babe, de Sonny y Cher) en ese pueblucho en mitad de ninguna parte celebrando para siempre el día de la marmota.
Todos tememos los cambios, pero lo cierto es que el verdadero infierno consistiría en que nunca cambiase nada. Claro que el infierno también va por barrios. Sartre decía que el infierno son los otros; uno personalmente cree que somos nosotros, está aquí dentro mismo. Lo jodido es esto: ¿se ha dado cuenta usted, oh mi semejante, mi sombra gemela con miedo de este cine, de que en realidad casi siempre, todos los días de su vida, hace aproximadamente las mismas cosas a las mismas horas, y sólo las aparentes variaciones –el paisaje, el calendario, las fiestas de guardar– producen la sensación de que algo cambia, es distinto? Lo externo parece mutar, pero por dentro corre usted en una rueda de hámster.
–¿Qué haríais vosotros si estuvierais atrapados en un lugar, y cada día fuera el mismo, y nada de lo que hicierais importara? –pregunta Phil a los dos currelas con quienes bebe en su tercera noche del 2 de febrero.
–Ése es el resumen de mi vida –responde uno de ellos, con la autoridad que da el alcohol.
En Macondo se olfateaba la sospecha de que el tiempo “da vueltas en redondo”. Una de las hijas de Bernarda Alba –en esa casa entre cuyos muros no puede cambiar nada nunca– notaba que “todo es una terrible repetición”. En España, en esos informativos en los que jamás dejarían trabajar a Phil Connors –demasiado espontáneo–, se supone que vemos cada día las imágenes de lo que ha pasado hoy, pero aún no nos ha demostrado nadie que no sea todo una cinta VHS dando vueltas ad infinitum con las mismas declaraciones de políticos y futbolistas desde 1990.
Hay quienes pagarían, seguramente, por vivir siempre el mismo día, mientras hubiera fútbol
Que nada cambie, o que cambie lo menos posible (aun así, ahí al fondo está la muerte, sonreía Cortázar), es uno de los anhelos más falsarios, y arraigados, de ese ente intrínsecamente conservador llamado ser humano. En el día tantas veces repetido de Phil Connors éste pasa por todos los estados posibles de esa hipótesis: la alarma y el aburrimiento, la desesperación y el nihilismo, la diversión y la desolación. Una vez comprobado que no hay nunca consecuencias, porque al llegar las 6 de la mañana todo volverá a su sitio primigenio del eterno 2 de febrero, puede uno tranquilamente hacer el kamikaze con un coche, darle una hostia al pelma de turno, prometerse con quien no se va a casar jamás, ir por ahí vestido de Clint Eastwood. Y así. Extrapolando, son las ventajas de eso que los psicólogos, y ahora también cualquier moderno, llaman zona de confort.
Claro que hay quien puede vivir muy bien ahí (hay quienes pagarían, seguramente, por vivir siempre el mismo día, mientras hubiera fútbol), y también hay quien acaba enloqueciendo, al darse cuenta de la película de terror costumbrista que viene protagonizando no sabemos cuántos años ya, atrapado en un lugar en el que todos los días parecen el mismo y nada de lo que uno hace importa en el fondo, a uno mismo al menos, una vil puñeta.
“Si sólo pudieras vivir un día, ¿qué harías con él?”, pregunta Phil a Rita [Andy McDowell], la mujer a la que trata de seducir en vano una y otra y otra noche, con sucesivas y variables bofetadas aun aprendiéndose el guión. Pero es que todos estamos ahí: todos los días de nuestra vida son ese único día: éste. Éste en el que usted no sabe si mañana seguirá aquí o no, se levantará o no, darán las seis de la mañana del mismo infierno (del mismo lunes, o del septiembre de entonces), o no. El truco está en que, mientras siga convencido de que el despertador sonará como siempre, usted no cambiará nada en absoluto.
Todos los días son ese único día. En el que usted no sabe si mañana seguirá aquí o no, darán las seis del mismo infierno
Y seguirán sucediéndole las mismas cosas, claro. Y se desesperará y no, y se aburrirá y no tanto, y se cansará pero le pillará el gustillo a la zona de confort hasta levantarse al fin un día asqueado hasta las heces de que nada cambie nunca ahí fuera, ahíto de impotencia y rabia y desolación, y se ponga, claro, a ensayar todas las variables posibles del suicidio, ya que ha comprobado que esto es el infierno y usted no está fuera de él.
Phil Connors prueba a acelerar hasta el borde de un acantilado, a electrocutarse con una tostadora, a que le atropelle un camión, a tirarse del campanario de una iglesia, a que le apuñalen, disparen, envenenen, congelen y quemen, “y cada día me despierto sin un rasguño ni un abollado en el parachoques: soy un dios”, concluye sin remedio. Aunque en realidad es todo cosa del mismo dios con humor negro, que no le deja cambiar de barrio, ni de día, hasta que llegue a ver de verdad lo que lleva mirando desde que llegó, hasta que llegue a escuchar lo que lleva oyendo, sin atender, desde el primer día de la marmota de su vida.
Sugiere, esta humilde obra maestra del director y humorista Harold Ramis [Danny Rubin también figuró como guionista], algo que quizás sea una ley oculta: sólo cuando el pobre Phil se rinde, en el buen sentido, cuando deja de luchar contra lo inevitable; cuando abandona su drama egoico y se remanga para la comedia general; cuando deja de tomarse en serio a sí mismo; cuando empieza a dar lo mejor sin esperar nada y por supuesto sabiendo que todo es sólo un truco y que todo lo hecho se esfumará al día siguiente y nadie recordará lo que hizo, y a pesar de eso mereció la pena (sólo cuando empieza a hacer de verdad, a decir de verdad, a ver lo que hay que ver y escuchar lo que hay que escuchar; cuando se da cuenta de que cada día frío, gris y consabido en ese pueblucho en mitad de ninguna parte puede ser una fiesta, y las cosas pequeñas pueden serlo todo), sólo entonces se romperá el conjuro y acabará al fin el mismo día en que venía viviendo. De alguna extraña forma, sólo si cambia él, hacia adentro, el entorno parecerá corresponderle.
Como si hoy fuera siempre todavía, como reveló don Antonio Machado
No tenemos ni idea de cómo será su septiembre, amigo mío que tiembla en la penumbra de este cine, los créditos aún en la pantalla negra. Pero mejor tratar de vivirlo como si ya se lo supiera, y llegase con los deberes hechos; o como si todo lo hecho hasta ahora se hubiera esfumado para siempre, y ese olvido fuera la oportunidad de ver el mundo distinto. Como si hoy fuera siempre todavía, como reveló don Antonio Machado. Porque de hecho lo es.
Yo, por mi parte, no pienso despedirme de este cine, este verano, sin acercarme a hablar al fin con mi musa de la tienda bajo el proyector. Quién sabe. A lo mejor acabo confesándole, de una puñetera vez, que aún le guardo amor eterno desde mi tierna adolescencia, y ella me devuelve la respuesta gloriosa de aquella otra mujer en alguna película de Woody Allen: “Si tú a mí me gustabas; ¿no te diste cuenta por mi manera de ignorarte?”.
Usted tiene miedo de que llegue septiembre. Usted se agazapa en este cine, agotándose ya las noches de agosto, contemplando las estrellas con aquella congoja del escolar que temía el lunes con los deberes sin hacer (a usted le gustaría en este momento, ¿verdad?, ser un escolar con la única preocupación del lunes...
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Miguel Ángel Ortega Lucas
Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.
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