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CINE DE VERANO

‘Antes del amanecer’: el abordaje fortuito

¿Cuántas vidas posibles dependerán de que nos bajemos o no de un tren?

Miguel Ángel Ortega Lucas 24/08/2016

<p>Fotograma de <em>Antes del amanecer</em> (1995).</p>

Fotograma de Antes del amanecer (1995).

CASTLE ROCK

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En mecánica cuántica ya se contempla sin reparo la teoría de los multiversos, según la cual –dicho de forma grosera– el universo que conocemos se estaría ramificando ad infinitum en un abanico incalculable de universos paralelos, de realidades potenciales; casi como el futuro alternativo de Doc Brown y Marty McFly. Es decir: en este universo, Mariano Rajoy es el presidente del Gobierno, pero en otro se quedó en Santa Pola de registrador de la propiedad; en otro dejó a medias la oposición a registrador de la propiedad, al revelársele en un sueño místico su secreta vocación de poeta de la experiencia; etcétera.

En derecho marítimo existe una figura llamada abordaje fortuito, que determina los límites de una tragedia. Dícese de la colisión entre dos buques, motivada por una causa de fuerza mayor –una tempestad–, en cuyo caso cada parte deberá soportar sus propios daños.

En la plaza de este pueblo mediterráneo en que paso el mes de agosto, entre la soledad y mis asuntos (entre resacas absurdas con Ray-Ban y flotador de patito, preguntándome qué pijo estoy haciendo con mi vida, y escribir estos textos delirantes para CTXT que nadie en su sano juicio llamaría críticas cinematográficas), hubo el otro día una verbena. Porque este lugar de casas blancas del sur puede estar más cerca, según el día, de una colonia junto a la playa o de una aldea morisca flotando en la noche de ninguna parte. No había mucho más que ver, tras ser desvalijado de tabaco por un labriego local y brindar mentalmente con las parejas que honraban la copla legendaria de Carlos Cano (en una noche de vino verde y calor). Justo cuando me estaba yendo apareció alguien. Una mujer. Una suerte de zíngara joven de ojos verdes y pelo en llamas que atracó en la barra, estremeciéndola, dándome el perfil, y que me miró varias veces, de reojo, como si me hubiera conocido hace mil años, o me estuviera conociendo en un tiempo que no existe todavía.

Cuántas cosas creemos controlar, cuando somos apenas las piezas minúsculas de un puzle que sólo visto desde años luz tendrá sentido. Un puzle móvil, claro; un mapa de figuras cuyos hilos van trenzando sin saberlo la incesante trama de la que habló Borges, el oráculo. Pues cómo creer, si uno vive alerta de su propia vida, que lo que sucede no obedezca a un orden oculto, al código encriptado de un idioma incomprensible para nosotros, pero nada más que eso, incomprensible, no inexistente, así como durante milenios no se comprendió sino simbólicamente que saliera el sol todos los días. (Resulta conmovedor cómo está aceptado como dogma que hay un orden perfecto en el movimiento de los astros, pero unos kilómetros más para acá todo es caos, casualidad, coincidencia.)

Otra versión de mí la perdió de vista pero volverá a encontrarla, en la fiesta de otra plaza de otro universo, dentro de nueve mil años

¿Qué lleva a esa muchacha francesa [Julie Delpy], en la pantalla del cine de esta noche, a levantarse del asiento del tren en el que viaja para buscar otro más cómodo? En teoría, la discusión entre una madura pareja alemana (lo de madura es una ironía mortal) que se ladra en público sin pudor teutón alguno, pues una vez cruzados ciertos umbrales del rencor ya todo eso es monte. ¿Qué la lleva, entonces, a sentarse justo en los asientos paralelos al muchacho americano [Ethan Hawke] que lee junto a la ventanilla opuesta? Ya no caben teorías aquí; o, mejor dicho, hay una respuesta de Perogrullo: porque es una película, y al director de la película [Richard Linklater] le dio la gana, ya que de alguna manera tenían que encontrarse, porque si no hay encuentro, no hay película (pero: ¿cuál es, entonces, esta película de aquí afuera?; ¿quién la dirige? Dios mueve al jugador, escribió Borges, y éste a la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?).

Muchos ya sabrán en qué acaba esa conversación primera del tren de esa película llamada Antes del amanecer: una vez llegan a Viena, después de horas de parla y parla, él debe bajarse, y ella debería seguir camino hasta París. Pero él no puede consentir que todo acabe ahí: es una locura, lo sé, le dice, pero por qué no bajas conmigo, por qué no pasamos juntos esta noche en Viena. Él sabe que no puede dejarla irse así, que sería un disparate –una herejía cósmica– que todo quedase ahí, tras comprobar estupefactos que podían hablarse el uno al otro como dos espejos enfrentados, dándose la réplica de una comedia que alguien hubiera escrito exclusivamente para ellos dos. Ella vacila apenas unos segundos antes de decir que Sí.

En el momento en que ella pone el pie en el andén, detrás de él, suceden dos cosas: queda conjurada la maldición que hubiera hecho a ambos hacerse desde entonces, con puntualidad torturante, la diabólica pregunta Qué hubiera pasado si, durante no sabemos cuánto tiempo (¿días?, ¿años?); y quedan abolidas, en este plano, el resto (infinito) de posibilidades paralelas en la vida de los dos, el uno bajándose en Viena, la otra siguiendo hasta París. Todo por una decisión que atañe a una única noche. 

[A este lado de la realidad –recuerdo ahora, viendo la película–, en la plaza del pueblo y la verbena y la luna llena de agosto, la zíngara me seguía mirando de soslayo, hablando distraída con algún conocido, sin que yo supiera qué hacer: si irme ya, como debía, o quedarme.]

Irse o quedarse. ¿Nos estará esperando el Aleph prodigioso si nos quedamos, si persistimos en la búsqueda incansable por entre la noche de los cuerpos, como Jep Gamberdella por el laberinto etílico de Roma, acechando la belleza que redima; o nos condenaremos, como esos dos al conquistar Revolutionary Road, pagando al fin el precio demoledor del incendio? ¿Será mejor irse, si así nos lo dicta la noche, ahorrándonos quizás otra variable de la eterna derrota conocida; o estaremos cometiendo una falta capital para con nuestra vida que nos acosará, con los vidrios del remordimiento, hasta el fin de esta existencia? No podemos saberlo. Nunca podemos saberlo –que de ahí la emoción de esta comedia, y su tragedia–. (¿Existirán realmente en la vida ciertos momentos concretos, dos, cinco, diez, que impongan un rumbo y la determinen de manera irreparable, totalitaria? Esta sección se me está yendo de las manos.)

¿Seguirán siendo valientes, seguirán bajándose o subiéndose de los trenes cuando el instinto les susurre que se arrepentirán si no lo hacen?

Céline y Jesse –que así se llaman los personajes encarnados por Delpy y Hawke– siguen conversando, mientras deambulan por Viena. No sabemos adónde les llevará la noche, la conversación y sus espejismos; pero a cada paso van creando una senda que les marcará para siempre, que va aboliendo otros caminos paralelos, y que prefigura un futuro impensable ya sin la sombra del uno siguiendo a tientas a la del otro, por muchos kilómetros que les puedan separar después, por muchos años que les transcurran en ausencia.

Andarán por Viena, toda la noche de verano (16 de junio de 1994 exactamente), para descubrir y descubrirse, en la exaltación de los veinte años que aún prometen todo; en una especie de cursillo nocturno de seducción, como aprendices de hombre y de mujer, mostrando su yo más puro al tiempo que la cortesía les impone llevar el antifaz más deslumbrante para el baile. Y para preguntarse en voz alta los enigmas cuya respuesta sólo tiene el Tiempo: ¿Qué clase de infinitas colisiones más les esperan a ambos en la vida, después de esa noche? ¿Seguirán siendo igual de valientes; seguirán bajándose o subiéndose casi en marcha de los trenes cuando el instinto les susurre que se arrepentirán si no lo hacen por el resto de sus días? ¿Se conformarán en el andén, poco a poco, como casi todo el mundo, al perder fuerza en el camino? ¿Se convertirán en el hombre que él sueña, en la mujer que sueña ella?

“Imagínate en diez, en veinte años –le había dicho él, para convencerla de que se bajara con él del tren–. Estás casada. Tu matrimonio ya no tiene la energía de antes. Empiezas a culpar a tu marido. Empiezas a pensar en todos esos tíos que has conocido en tu vida, y en qué habría pasado si te hubieras quedado con alguno de ellos. Bueno: yo soy uno de esos tíos. ¡Soy yo! Así que piensa en esto como en un viaje en el tiempo, desde entonces hasta ahora, para saber qué es lo que te estás perdiendo realmente. Es un gigantesco favor, a ti y a tu futuro marido”.

En algún momento de esa noche se sentarán en una plaza, a la mesa de un café. Una gitana de aire eslavo (una zíngara) se acercará a ellos para leerles la buenaventura (siempre es buena, la ventura, en estos casos). “Eres una aventurera”, le dice a Céline, precaviéndola y espoleándola al mismo tiempo sobre la conquista de su poder de mujer. “Ah, te irá bien”, despacha a Jesse, sin especificar en qué le irá bien, cuándo le irá bien; dónde. (Si hay algún dios –dirá más tarde Céline–, no está en nosotros, sino en el pequeño espacio entre dos. Si existe alguna magia, debe de estar en el intento de entender a alguien compartiendo algo.)

No lo sabemos todo: anda la vida desdoblándose continuamente, trazando caminos paralelos y realidades en las que todo puede cumplirse

Quienes ya habíamos visto esta película, hoy, en el cine de verano –las mismas parejas que con Revolutionary Road, pero mucho más relajadas–, así como las dos siguientes que conforman la insólita trilogía de Richard Linklater, por supuesto conocemos la respuesta (no vamos a revelarla aquí). Sabemos qué depara el Tiempo –con mayúscula: es un ente vivo– a Jesse y a Céline, en esa espiral diabólica de nueve en nueve años. (Sabemos, sí, a cuánto ascendería la cuenta del incendio, y qué iba a suceder en diciembre). Y sin embargo no lo sabemos todo, no podemos saberlo en realidad: anda la vida desdoblándose continuamente, trazando caminos paralelos y realidades en las que todo puede cumplirse (¿estará ya cumplido?).

Todo es causa y consecuencia. De la colisión entre dos planetas nacerá otro, cien mil años después. De la colisión entre dos buques emanará la tragedia en la que uno se hundirá, el otro seguirá a flote; cada cual sus propios daños. De la colisión entre dos almas que no iban a encontrarse en un momento fortuito derivará todo el camino posterior de ambos, tanto si caen en la fascinación de esa luz parpadeando en la niebla, y avanzan al fin el uno hacia el otro, como si no. Pero será sólo (sólo) el camino de esta vida.

[Según todo esto, en fin, hubo un yo, una de mis versiones en el espacio-tiempo, que se estaba yendo y efectivamente se fue de aquella barra el otro día, sin llegar a hablar jamás con esa zíngara, y preguntándose aún qué hubiera pasado si; otra versión de mí la perdió de vista pero volverá a encontrarla, en la fiesta de otra plaza de otro universo, dentro de nueve mil años; otro, sin embargo, acabó esperando hasta poder acercarse a ella, como buscando a Dios entre esa grieta de la barra separándoles, para mirarle en los ojos verdes y decirle: Ya nos conocemos, ¿verdad? Revélame otra vez mi porvenir.]

En mecánica cuántica ya se contempla sin reparo la teoría de los multiversos, según la cual –dicho de forma grosera– el universo que conocemos se estaría ramificando ad infinitum en un abanico incalculable de universos paralelos, de realidades potenciales; casi como el futuro alternativo de Doc...

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Miguel Ángel Ortega Lucas

Escriba. Nómada. Experto aprendiz. Si no le gustan mis prejuicios, tengo otros en La vela y el vendaval (diario impúdico) y Pocavergüenza.

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