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De trenes, whisky y niebla: la Vuelta a España de 1985

Fue una carrera particular, llena de intereses cruzados, empezando por el líder. Robert Milar, atildado en el vestir, coqueto con su pelo, y con pendiente. Era 1985 y era el ciclismo: llevar pendiente te distinguía como alguien particular

Marcos Pereda 31/08/2016

FURIBUNDO

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El 11 de mayo de 1985 se despereza nublado en la Sierra de Guadarrama. Las montañas que azuleó en todos sus tonos Velázquez se disfrazan hoy de grises, mientras desflecan las nubes entre las cumbres como si quisieran hacerles cosquillas. Ambiente gélido y fantasmas de vaho que se escapan a cada jadeo de los ciclistas. Es la 18º etapa de la Vuelta a España, la última que plantea dificultades antes del paseo final.

En realidad, todo parece definitivo cuando los corredores aprietan sus rastrales entre la lluvia y el frío. Robert Millar va a ganar su primera Vuelta. Es el más fuerte, el más solvente, es buen escalador, tranquilo, reflexivo. Como mucho, los hay que dan alguna posibilidad a Pacho Rodríguez, el colombiano que corre para el Zor de Javier Mínguez y está a solo diez segundos del escocés. Un poco más lejos, a minuto y medio, transita la gran revelación de ese año, un Peio Ruiz Cabestany que ha prometido atacar hasta el final.

Con todo, pocas, ninguna esperanza. Millar es el mejor. Justo triunfador.

Todo parece definitivo cuando los corredores aprietan sus rastrales entre la lluvia y el frío. Robert Millar va a ganar su primera Vuelta. Es el más fuerte, el más solvente

Aquella fue una carrera particular, llena de intereses cruzados, de aspectos extraños. Empezando por el líder, que resultaba personaje peculiar en la España de entonces. Un anglosajón pequeñito y enjuto, cortés pero distante con la prensa, apenas monosílabos. Atildado en el vestir, coqueto con su pelo, dicen que vegetariano. Y, sobre todo, con pendiente. Era 1985 y era el ciclismo: llevar pendiente te distinguía como alguien particular. Y te hacía objeto, claro, de burla entre carpetovetónica y patriotera. “Españoles, valientes, que no gane el del pendiente”, rezaba una profética pancarta al borde de la carretera…

Cuando la prueba se inició en Valladolid, Millar no era el gran candidato. Sí uno de los importantes, con suficiente pedigrí como para optar a todo. Pero en la ciudad castellana las miradas están puestas en Pedro Delgado. El carismático Perico. El mismo que había cambiado de escuadra el invierno anterior, que se fue al MG-Orbea de Perurena firmando el contrato más alto de la historia del ciclismo español. Joven, con buena presencia, simpático, con un puntito de chulería que no llega a ser arrogancia. El vencedor perfecto…

Los primeros días serán carrusel de emociones para el segoviano. De amarillo tras los Lagos de Covadonga, sufre al día siguiente un incomprensible desfallecimiento camino de Alto Campoo, etapa en la que estuvo absurdamente escapado casi al principio para más tarde hacer la bajada de Palombera vomitando y perder cuatro minutos en la estación de Brañavieja. Un tiempo que, a priori, lo descartaba para la victoria final.

Millar no era el gran candidato. Todas las miradas se posaban en Pedro Delgado. Joven, con buena presencia, simpático, con un puntito de chulería que no llega a ser arrogancia. El vencedor perfecto…

Más aún, el nuevo líder era su compañero Peio Ruiz Cabestany, otro joven de sonrisa fácil, inteligente y locuaz, a quien ahora Pedro debía de proteger. El hombre que más cobraba de todos los españoles pasaba a ser solamente un gregario de lujo. Pero él no pensaba así…

La etapa de Guadarrama era dura, con los ascensos a Morcuera, a Cotos, al Puerto de El León. Carreteras ciegas de niebla, aguanieve que azota los rostros chupados por el esfuerzo. Frío en las cumbres, dientes castañeteando al iniciar los descensos. Y una tragedia a punto de comenzar.

A la primera oportunidad que tiene, Pedro Delgado ataca a su compañero de equipo. Es en Panticosa, donde dos años antes Hinault se terminó de destrozar la rodilla. Perico apenas consigue rédito alguno, y en el hotel del MG-Orbea hay palabras gruesas. Peio dice a la prensa que se siente traicionado. Delgado declara que él sigue contando para la victoria. Todo parece a punto de estallar.

Millar pincha subiendo a Cotos, y sus rivales aprovechan para atacar, los años ochenta están vacíos de esa falsa caballerosidad que campa por el ciclismo moderno. Cambia rápidamente la rueda con un compañero, se lanza en persecución de los mejores, logra contactar justo antes de la cima. Pero han pasado dos cosas, aparentemente inapreciables, que empiezan a pender como losas sobre su futuro. Ha perdido un equipier con la avería. Y, además, en ese pequeño grupo ya no están todos los importantes de la general. Falta uno. Se llama Pedro Delgado.

La carrera va dando tumbos por los Pirineos y el Levante antes de volver a Madrid. Millar se hace con el maillot amarillo, lo asienta poco a poco y logra retenerlo en la última crono. La general parece suya. Por detrás están Rodríguez, Peio, Gorospe, Dietzen. Y Delgado, a quien le han ido goteando segundos aquí y allá, hasta un retraso superior a los seis minutos con el escocés. Sin esperanza alguna. Tan solo le queda vencer en casa, en esas destilerías de DYC donde siempre huele a whisky macerando…

Realiza el descenso a ciegas, por las carreteras donde entrena cada día, las que conoce de memoria. Curva a la derecha, ésta a la izquierda, aquella de más adelante se va cerrando un poco, hay que tomarla con precaución. Abre hueco muy pronto, caza a José Recio, cordobés del Kelme que llevaba todo el día escapado. Se miran, se entienden, comienzan a colaborar. Y la diferencia aumenta.

“Ha sido la victoria de toda España”, dirá al día siguiente Delgado. “Hoy no hemos visto equipos, sino una selección española que podría plantar cara a cualquiera en el Tour de Francia”, dejará escrito Javier de Dalmases en Mundo Deportivo.

Todo sale perfecto. El primero en darse cuenta de lo que está ocurriendo es el inteligente Cabestany. Reflexiona, suma tiempos. 'Pero qué cabrón. Lo va a hacer. Va a ganar la Vuelta'

Allí, en un terreno feérico, irreal, donde la espesa niebla acuna los sonidos como solo lo hace en la montaña, los escapados avanzan con decisión. Animados por Carrasco, el mánager del Kelme donde corre Recio. Perurena, director de Perico, se mantiene al margen para no despertar sospechas. Todo sale perfecto. En el Puerto de El León los tres primeros de la general se atacan entre sí, arrancadas secas. Pero nadie puede despegarse de los otros dos, y a cada acelerón le sigue un momento de relax, con los ciclistas ocupando todo el ancho de la calzada. Delante van mucho más rápido. Y empieza a ocurrir.

Aquel día las motos de enlace, las encargadas de comunicar las diferencias entre grupos, fueron inusualmente lentas. Remoloneaban las referencias, se hacían de rogar. Roland Berland, director de Millar, tampoco se mostró especialmente despierto en su gestión de la carrera. Sería despedido fulminantemente al término de la Vuelta y nunca volvería a dirigir un equipo ciclista…

El primero en darse cuenta de lo que está ocurriendo, de lo que puede llegar a ocurrir, es el inteligente Cabestany. Reflexiona, suma tiempos, calcula ritmos propios y ajenos. Y piensa para sí. 'Pero qué cabrón, qué grandísimo cabrón. Lo va a hacer. Va a ganar la Vuelta'. En la cima de Guadarrama se acerca Robert Millar y le da la mano al vasco y a Pacho Rodríguez. Ha sido un placer batallar con vosotros, este año he tenido la suerte de ganar yo, pero habrá más oportunidades en el futuro. Cordial, media sonrisa, very polite. Y Cabestany hace el paripé, muchas gracias, cómo no, gran carrera, enhorabuena. Pero por dentro sabe lo que pasa. 'Pero qué grandísimo cabrón'.

Tras el descenso de El León quedan unos cuarenta kilómetros de toboganes. Es entonces cuando Berland y Millar empiezan a sospechar que algo no va como debe. Llegan noticias, echan cuentas. Sueltan maldiciones en francés e inglés, respectivamente. El ciclista empieza a trabajar, busca aliados para perseguir a la pareja que va en vanguardia, quienes en ningún momento aflojan su velocidad. Y se encuentra, siempre, con negativas. A Rodríguez no le deja tirar su director Mínguez. A Dietzen se lo prohíbe Linares, a Gorospe le da la misma instrucción Echavarri. El líder se angustia, asume que ha caído en una trampa mortal, urdida en varias escuadras, todas españolas. Comprende que puede perder. Aprieta los dientes, no es capaz de asimilarlo…

Y, de repente, un rayo de esperanza. Dos compañeros de Millar en el equipo Peugeot, Ronan Pensec y Pascal Simon, ruedan a pocos segundos. Berland les pide un último esfuerzo, agachan las cabezas, ven allí, al fondo, a tiro de piedra, al grupo donde va el escocés. Y entonces, de nuevo, lo irreal.

Cuando Millar entra en meta sabe que ha perdido la carrera. Se lo dicen los gritos de la gente, la alegría en sus caras. Aguanta el tipo, entra en el coche de su equipo, se encierra allí, en solitario. Solloza su suerte

Ante Pensec y Simon se cierran las barreras del ferrocarril. El reglamento es claro, tendrán que esperar a que vuelvan a levantarse, la misma idiosincrasia del ciclismo en ruta comprende, de vez en cuando, estas vicisitudes. Rabia, frustración. Y, sobre todo, una máquina que jamás llega. Lo cuenta años después Pensec. Que estuvieron esperando unos tres  minutos y por allí no apareció tren alguno. Que después de ese tiempo las barreras se levantaron normalmente, sin que por la vía hubiera aparecido ningún vagón. Que, decía Pensec con media sonrisa, ya era mala suerte. Que ocurriera justo en ese momento. Que nos pasara precisamente a nosotros…

Cuando Millar entra en meta frente a las destilerías de DYC sabe que ha perdido la carrera. Se lo dicen los gritos de la gente, la alegría en sus caras, las burlas que recibe por quienes parecen borrachos del mismo aire. Aguanta el tipo, entra en el coche de su equipo, se encierra allí, en solitario. Manos al rostro. Solloza su suerte.

Al fondo Perico Delgado se viste de amarillo. Va a ganar su primera Vuelta. La de todos los españoles. La leyenda empieza a forjarse…

El 11 de mayo de 1985 se despereza nublado en la Sierra de Guadarrama. Las montañas que azuleó en todos sus tonos Velázquez se disfrazan hoy de grises, mientras desflecan las nubes entre las cumbres como si quisieran hacerles cosquillas. Ambiente gélido y fantasmas de vaho que se escapan a cada jadeo de...

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Marcos Pereda

Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).

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1 comentario(s)

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  1. Pablures

    ¿Cómo pretendemos que nos tomen en serio después de toques de calidad como éste? Marca España, el sur de Europa, ¡cuidadín!

    Hace 6 años 7 meses

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