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Hinault, Serranillos, Mito

Marcos Pereda 9/12/2015

<p>Hinault y Gorospe durante una de las etapas de la Vuelta de 1983.</p>

Hinault y Gorospe durante una de las etapas de la Vuelta de 1983.

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Es, seguramente, la etapa más recordada en la historia de la Vuelta a España. No la más dura, no, tampoco la más épica, pero sí la más recordada. Por todo. Por sus protagonistas, por la situación, por la tele. Pero también por lo jóvenes que fuimos, por lo que estaba cambiando España, por ese aire de arcaísmo deviniendo en modernidad que nunca antes existió, que nunca después vivimos. El 8 de mayo de 1983 dos millones de personas saludan a los ciclistas en Madrid. Dos millones. Ese mismo domingo se celebran las primeras elecciones autonómicas en España. Cambios, cambios. Por todo eso, claro. Hinault, Serranillos. Sin más.

Y es que en 1983 España era diferente, muy diferente. “Nos alojaban en hoteles indignos. Imaginen un hotel en pueblecitos de Asturias, en los Pirineos. Se comía mal. A veces no había agua caliente ni por la noche ni por la mañana”. Estertores de la época anterior, salto a un nuevo tiempo. Y, en la tele, ciclismo. Por primera vez en años, en la tele ciclismo. La televisión pública iba a ofrecer, en directo, todas las etapas de la Vuelta a España, en lugar de los pequeños resúmenes de ediciones anteriores. Todos, organizadores, patrocinadores, el propio ente público, se juegan mucho con aquella decisión. ¿Habrá mimbres? ¿La gente comprará el producto?

El caso es que todo parecía favorable para que ese joven/viejo deporte despegara. Al menos la participación era de campanillas, con el flamante Renault del invencible Bernard Hinault a la cabeza. Pero, al margen de los chicos de Guimard (dicen que trae un chaval buenísimo, un jovencito rubio de gafitas, Laurent nosequé), estaba también el italiano Saronni, y una representación hispana de enorme calidad, con todos los hombres que podían contar en aquel tipo de pruebas, desde promesas por confirmar como Pedro Delgado o Álvaro Pino hasta realidades más que hechas en las piernas de Marino Lejarreta o el añorado Alberto Fernández.

Con todo en la salida hay un único favorito. Y es que si estaba Le Blaireau en liza no podía ser de otra forma: Hinault permanecía imbatido en vueltas de tres semanas, con la única excepción de su abandono en el tour de 1980. Abandono por una tendinitis en la rodilla…

Conociendo el carácter del bretón no es de extrañar que el pelotón se mantuviera respetuoso en las primeras jornadas, en las que incluso un gregario del Renault (ese gafitas del que hablábamos antes….su nombre es, ahora sí, Laurent Fignon, y volverá a salir en este relato) se imponga en una etapa, mientras otro hombre de Guimard, Dominique Gaigne, hacía lo propio en el prólogo y se regalaba unos días de amarillo.

Pero todo salta por los aires cuando llegan las primeras cuestas. En Castellar de n´Hug vence Alberto Fernández y en Viella se impone Marino Lejarreta, pegándole un serio aviso a Hinault, que se convertiría en correctivo cuando, dos días después, el mismo vasco se alzara como vencedor en Panticosa, en una de esas cronoescaladas que el bretón solía dominar de forma inmisericorde y en la que, ese día, se le había visto subir haciendo eses, congestionado el gesto.

Algo pasaba con Hinault y nadie sabía qué era. La mayoría pensaba que era fruto de la habitual falta de kilómetros invernales del francés, que seguramente fuera entrando en calor con los días. Solo él mismo y su director conocían la verdad: su rodilla derecha se resentía. Se resentía de tantos años arrastrando desarrollos imposibles, se resentía de su forma brutal y violenta de concebir el ciclismo, se resentía de sus incursiones en la pista, de aquella caída temprana en la Étoile des Espoirs en un lejano 1975. Todo se le viene encima al gran campeón, que cada noche en el hotel cojea más ostensiblemente…

El que se muestra espumoso, radiante, es Marino Lejarreta. “Lo único que le pido es que se case. Es tan tímido…”, declara su madre en Dicen. Pero el joven Marino anda muy ocupado ese mes, entre levantar los brazos en los Lagos de Covadonga (primera y legendaria ascensión en la historia de la Vuelta), cortarse en abanicos camino de Soria y ser el estandarte, en suma, del resurgir del ciclismo hispano. Y, con él, otros nombres. Alberto Fernández, que es líder unos días, que coge un catarro inoportuno por no abrigarse al final de una etapa. O Álvaro Pino, que encuentra en León su recompensa de gallego corajudo y tenaz. O, en suma, la nueva sensación del ciclismo, el jovencísimo Julián Gorospe, el ídolo del campo amateur vasco, una especie de Julen Guerrero diez años antes, que se mostraba ahora dominante entre los mayores, y que se presentaba en la 17º etapa vestido de amarillo y con la carrera bien encarrilada. Su director, un antiguo coequipier de Anquetil casi imberbe, que responde al nombre de José Miguel Echavarri, se frota las manos, pero es prudente. “Sí, el chico está bien, está fuerte y tiene ventaja. Pero el otro…con el otro nunca se sabe”.

El otro es Hinault, y cada día pasa un nuevo calvario, con una pierna que le duele más y más. Cualquier ciclista, cualquier persona, hubiera abandonado en aquel momento. Tienes tres Tours, Bernard, tienes dos Giros y una Vuelta…vámonos para casa, para tu amada Yffiniac, y dejemos a estos locos españoles con su carrera de golpes continuos, de batalla todos los días. Pero cualquier otro no es Hinault. Y él aguanta, los dientes apretados, escupiendo rabia e impotencia kilómetro tras kilómetro. Incluso tiene que escuchar a bocas demasiado grandes, como la de Javier Mínguez, que acusan a los equipos extranjeros de estar compinchados entre sí y hacer triquiñuelas. Y él, el bretón, por una vez calla. Calla y rumia su venganza. Que llega, como les llega siempre a los más grandes campeones.

El 6 de mayo de 1983 amanece nublado en Salamanca, punto de partida de la etapa. Los periodistas que leen los periódicos se asombran de la contundencia de Alfonso Guerra: Habrá referéndum sobre la OTAN, dice, y saldrá el No… También se enteran del incidente que había tenido el día antes Hinault con un chico, al que había dado una patada después de que el chaval le palmease en la espalda. “De forma condescendiente”, dice el bretón. Los ánimos no podían estar más caldeados. Gorospe era líder, Pino estaba a menos de medio minuto e Hinault a 1´11´´. La etapa era dura, por los puertos de Peña Negra, El Pico, Serranillos y La Paramera, pero nadie pensaba que pudiera ocurrir lo que realmente acabó pasando. Y es que así son los genios.

En Peña Negra, un puerto alto, largo, áspero, Hinault hace una primera aceleración acompañado de su equipier Pascal Poisson (y así muestra el precioso maillot negro de la Renault de aquel día, cuando, no se sabe bien la razón, los franceses cambiaron sus colores…). Es rápidamente neutralizado. España celebra, el bretón no puede con los nuestros, todo está ganado. Hinault sonríe. La rodilla le duele, pero la rodilla siempre le duele. Sus piernas, en cambio, están mejor que nunca. Y sabe lo que debe hacer, lo que han planeado Guimard y él.

Empieza Serranillos y el jovencito Fignon, ese de las gafas, se pone a tirar como un loco. Hace cinco, seis kilómetros a toda velocidad, con el plato grande metido y las piernas a punto de explotar, rompiendo por completo un pelotón que empieza a atisbar la magnitud de la tormenta que se avecina. Pero, con todo, el líder aguanta, Gorospe marcha a rueda de Hinault, que va a rueda de Fignon, que lleva el corazón estrujado por el esfuerzo. Y es entonces cuando ocurre. El bretón se alza en pie sobre los pedales y acelera violentamente…dolorosamente. Después de un centenar de metros se sienta y empieza a tirar con piernas y espaldas como nunca antes lo había hecho. “Jamás vi a un ciclista con esa fuerza de riñones, a nadie”, dice Guimard, “tenía más potencial que Merckx, aunque ganase menos”. Y el líder, el rubio Gorospe, el guapo Gorospe, la esperanza Gorospe, se rompe por dentro. Hinault lo ha triturado.

Por delante solo Lejarreta y Belda, que iba escapado antes de la masacre, pueden aguantar la rueda del de la Renault, sin darle jamás un relevo. En el velódromo de Ávila Hinault se impone al sprint. “Tenías que ver su cara, me dio miedo esprintarle”, dijo Marino. “Si resulta que le gano después de ir todo el rato a rueda es capaz de pegarme”, pensaba el pequeño Belda.

No importa, Hinault es líder, claro. Se baja de la bici, apenas puede caminar pero intenta que no se le note. Los periodistas le rodean. “Dedico esta victoria a Javier Mínguez, hoy he demostrado que no necesito ayuda de nadie. No con palabras, sino sobre la bicicleta”. Y se fue, su maillot amarillo, sus andares dubitativos, su aspecto de camorrista de barrio…

Su rodilla rota…Porque aun el día siguiente se descolgará Hinault en Navacerrada (apenas un boulevard, escribirá, un poco exageradamente, Pierre Chany). Pero nadie se atreve a atacarle. Incluso, fanfarrón, amaga un último golpe poco antes de la cima. Teatro. Ha dominado a todos, ha atemorizado al pelotón. En el hotel le tienen que ayudar a subir las escaleras. En Madrid, el último día, apenas puede caminar al bajarse de la bicicleta, su rostro contraído no por el esfuerzo, sino por la agonía. Algo se le está deshilachando allí adentro, en su rodilla. Algo que le impedirá ir al Tour de ese año y que pondrá al muchacho de las gafitas (Fignon, ¿le recuerdan?) ante una gran oportunidad.

Pero no importaba. Los campeones, los mitos, son así. Y sobre las rampas de Serranillos escribió Hinault una de sus más bellas leyendas.

 

 

 

Es, seguramente, la etapa más recordada en la historia de la Vuelta a España. No la más dura, no, tampoco la más épica, pero sí la más recordada. Por todo. Por sus protagonistas, por la situación, por la tele. Pero también por lo jóvenes que fuimos, por lo que estaba cambiando España, por ese aire de arcaísmo...

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Autor >

Marcos Pereda

Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).

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