Miguel Indurain: del 'jat' al 'sejem'
En el Antiguo Egipto se decía que cuerpo y alma se componía de siete elementos diferentes. Solo con los siete podía trascender, alcanzar la eternidad. ¿Qué elementos componen la leyenda de un campeón?
Marcos Pereda 23/12/2015
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Dice Ray Loriga en uno de sus artículos (o, mejor dicho, dice Ray Loriga que dice Paul Bowles, si no recuerdo mal, y es para mí certeza suficiente) que en el Antiguo Egipto se consideraba que cuerpo y alma estaban compuestos por siete elementos diferentes, seis de ellos espirituales, que solamente considerados en su conjunto garantizaban el acceso a territorios ultraterrenos. Es decir, que si no se contaba con alguno de ellos era imposible completar satisfactoriamente el juicio del pesado de almas, y se estaba abocado a caer en las fauces de Ammyt, la devoradora de muertos, una especie de leviatán monstruoso con cabeza de cocodrilo, piernas de hipopótamo y cuerpo de león, que mastica y diluye en el éter sin permitir vida más allá de la muerte.
Cualidades de ser humano, cualidades de ciclista. A Miguel Indurain le fotografiaron durante el Tour de 1990 tendido sobre una cama con los brazos cruzados, al modo de las antiguas momias egipcias. Quizás pensaba, él también, en trascender. Quizás pensaba en esa eternidad que iba a empezar a ganarse sobre carreteras francesas. Siete elementos diferentes, siete.
El ren es el nombre de la persona, la forma en la que se le conoce en el mundo y en la que se le conocerá por toda la eternidad. No hay sobrenombres con Indurain. Si acaso, a todos les gusta llamarle Miguel, o Miguelón, pero él sonríe y niega, “solo Miguel, por favor”. No es El Caníbal, no es Maître Jacques, no es Le Blaireau. No es, claro il Campionissimo, ni El Monje Volador, ni El Piadoso, ni siquiera El Ángel de la Montaña o los cariñosos Poupou o Nanard. No, solo Miguel, por favor. Nada más que Miguel. Todo lo que es Miguel. Así pasa a la leyenda.
El jat, el cuerpo físico, la cualidad tangible, palpable, la que se puede medir, pesar, tocar. La prodigiosa fortaleza del ciclista, encerrada en corpachón grandote de campesino navarro, en manos enormes, como las de Ocaña, en piernas que son columnas y acaban en unos tobillos diminutos, que se pueden abrazar con los dedos, que, parece mentira, puedan sostener los vatios que genera este hombre tranquilo, tantos como para iluminar los sueños gastados de varias generaciones de rivales. Un corazón que late pausado, que apenas parece moverse. Unos pulmones que pueden meter dentro el aire suficiente para derribar un castillo. Músculos de acero sobre los riñones, para escalar sentado; en los brazos, para tensionar el cuerpo. El cuerpo. Jat.
El tercer elemento es la encarnación espiritual, el sahu, un concepto etéreo que parece encerrar algo muy similar a lo que hoy denominamos como ‘alma’. El alma del campeón, del ciclista tranquilo. Esa que le lleva a no rendirse nunca, a no dar nada por perdido. El alma de Luz Ardiden, del Mortirolo, de aquel Tourmalet de 1991, cuando acelera a pocos metros de la cima y se lanza como un poseso en el descenso, jugándose la vida, coqueteando con la inmortalidad hasta conseguirla. Almas de sus rivales, las que devora el monstruo glotón en que se convierte Miguel Indurain bajo el julio francés. La de Bugno, tumbado en el diván del psicoanalista. La de Rominger, superado por las palabras propias, por los hechos que son ajenos. El alma de Chiapucci, el diablo inconsciente, irreductible, inaprehensible. Y, por encima de todas, el alma de sus antecesores, de ese Lemond, de ese Fignon, incluso de ese Pedro Delgado a los que Miguel mandó para siempre a los libros de historia. Alma propia, almas ajenas. Latidos y mordiscos, que dicen, también, en su tierra.
Después viene el ib, representado simbólicamente por el corazón. Pero el ib es mucho más en la cultura egipcia. Es el lugar de donde surgen nuestros pensamientos, nuestras emociones. Es el elemento clave de nuestro comportamiento en el mundo terreno. Gafas oscuras sobre tez morena para ocultar lo que pasa por su cabeza, para cegar el sufrimiento, para no darle pistas al dolor, quizás si se esconde no llegue a encontrarle. Un corazón templado, han llamado a Indurain, una emoción contenida. Sereno en la victoria, respetuoso en las derrotas. Apenas se vio enfadado al coloso afable, apenas dos o tres pinceladas de su fuerza real, de su genio, de esa cólera que nadie en el pelotón desea despertar. Apenas dos o tres. “No transmite”, dice de él Tarangu, escalador asturiano entre anarquista y loco que se las tuvo con Merckx en los setenta. “No emociona, a veces tiene cosas de globero”, argumenta, obstinado. Fignon va más lejos, “gana sin panaché, sin grandeza”. Guimard argumenta que no hay una era Indurain, que nunca la habrá. Él, sereno, calla. Controla sus emociones. Y, después, aplasta los pedales con ellas, hablando sobre el asfalto, escribiendo mil versos.
Shuet es la sombra, los elementos negativos, oscuros. Las zonas menos luminosas. El Tour de 1996, reptando aparatosamente por las pendientes de ese Larrau para siempre maldito. La sensación de abandono sobre las clásicas, siempre tan esquivas. El desapego con el maillot arco iris, viejo amor que nunca pudo materializarse. Las caídas, casi siempre en la Vuelta a España, casi siempre en Asturias. Esa Vuelta que no le quiso, que jamás le amó. Caminos encharcados, mal tiempo, alergias, equipos a tope, falta de dureza, de fondo. Lo intentó, lo intentó Miguel antes de ser Indurain, pero no pudo ser. Lo intentó después, una vez, obligado, después de haber sido todo, y tampoco lo consiguió. Espina clavada. Sobras. Y más: el Tour de l´Oise de 1994, los rivales del Giro de ese mismo año, la época que nos tocó vivir. Sombras.
El sejem es la fuerza y voluntad divina que existe en cada persona, que habita en cada ser. Era Indurain católico, sí, no hasta el extremo de Merckx, arrodillado en misa, maillot y culotte, antes de la salida de una etapa. No al modo del místico Pantani, con esa aureola de ser el escogido, de poder sobreponerse a todas las desgracias; ni con la pátina de santidad, de representatividad sobre la Iglesia que tenía Gino Bartali, el hombre de la Democracia Cristiana, el ciclista de los que iban a la iglesia. No, en Indurain todo es discreto, todo es pausado. Es católico porque así se fue siempre en aquella zona de navarra, en aquella Villava que antaño fue pueblo y hoy en día está casi absorbida por la Pamplona más urbana. “Creo en Dios”, dijo un día Miguel para después añadir en voz bajita, como no queriendo asustar a nadie, “pero también creo en mis propias fuerzas”.
Por último, el ba y el ka son dos fuerzas complementarias, que se han de buscar en la vida trascendente para acabar conformando el aj. El ba es el alma no visible, mientras que el ka, sublime presencia, es el principio de la inmortalidad, de lo ulterior. De lo que quedará, de la memoria. Indurain ya es leyenda, ya es letras de molde, ya es relatos de esos que se cuentan a los más pequeños. Ya está en un Olimpo diminuto, el de los grandes campeones, donde no hay más de diez o doce ciclistas. Allí, en el lugar que le corresponde. Callado, seguramente, atendiendo a las conversaciones de los demás, a las fanfarronadas de Hinault, a la sublime seguridad de Merckx, a la agresividad apenas contenida de De Vlaeminck. Allí, leyenda. Ha trascendido, estará aun cuando no esté. Estará siempre, y vivirá lo que viva su recuerdo y aun más allá. Ka y Ba unidos.
Un campeón es siempre una personalidad compleja, compuesta de muchas piezas diferentes. Cada una de ellas vale mucho menos, claro, que todas juntas, y solo cuando se unen puede acabar surgiendo aquello que realmente hermana al deporte con lo sublime. Lo bello. Lo etéreo, lo hermoso. La delicada grandeza.
Dice Ray Loriga en uno de sus artículos (o, mejor dicho, dice Ray Loriga que dice Paul Bowles, si no recuerdo mal, y es para mí certeza suficiente) que en el Antiguo Egipto se consideraba que cuerpo y alma estaban compuestos por siete elementos diferentes, seis de ellos espirituales, que solamente considerados en...
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Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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