Miguel Indurain en el Toru de Francia de 1994. tres años después de su primer maillot amarillo.
DenP ImagesEn CTXT podemos mantener nuestra radical independencia gracias a que las suscripciones suponen el 70% de los ingresos. No aceptamos “noticias” patrocinadas y apenas tenemos publicidad. Si puedes apoyarnos desde 3 euros mensuales, suscribete aquí
Val Louron, 1991
Es solo un instante, un parpadeo. Exactamente el mismo que precede a todos los hechos fundamentales. El inspirar antes de escribir ese verso, precisamente ese. El susurro silencioso, cargado de electricidad, del rayo que cae. La sexta ola de casi pleamar. Un suspiro. Pero ocurre, y nadie ha sabido cómo. Y el mundo, o lo que sea en ese momento el mundo, cambia. Y es más, o menos, pero es, seguro, distinto.
Fue a pocos metros de la cima del Tourmalet, ese gigante que se entretiene contando historias de sudor y lágrimas desde hace más de cien años. Fue cuando la pendiente aumenta, cuando la pronunciada curva a derechas que llega a la cumbre está ya casi al alcance de la mano. Casi. Allí, en ese preciso momento. Ocurre. Él, el hombre, el favorito, el dominador, cede. Sus rodillas se abren, se alejan de la barra horizontal de su cuadro. Greg Lemond se descuelga. Son solo unos metros. Es toda una condena. Ya no cuenta. Un parpadeo y se fue. Nunca más será todo lo que antes había sido.
Porque, a veces, los acontecimientos, se desencadenan. Y mientras un gigante cae otro emerge de las profundidades. O de las alturas, de esos Pirineos majestuosos y ásperos del julio francés, hace ya 25 años. Lemond repta trabajosamente para alcanzar un Col que ya nunca será el suyo. Y, por delante, sucede. El grupo que era de varios es ahora de uno. De uno que va solo, que baja, sin apenas tocar el freno, en dirección a Sainte Marie de Campan, inclinando la bicicleta en cada curva, jugueteando con la muerte en los lazos de la parte alta del puerto, en la frenada, violenta, que hay saliendo de La Mongie. Es grande, quizá demasiado para estas montañas. Pero no importa, sus piernas pueden más. Ha llegado su hora, y no quiere desparovecharla. Es un golpe de estado en toda regla al ciclismo establecido. Como pocas veces antes hemos podido ver. Y él, Miguel Indurain, va a realizar su pronunciamiento. Durará todo un lustro.
Hace un cuarto de siglo que se disputó una de las etapas más trascendentales de la historia del ciclismo. Por su dureza, por su espectacularidad, por la importancia que tuvo para el devenir de esa carrera, de ese Tour de Francia, en concreto. Sí, pero también, y sobre todo, por el simbolismo. Por su significación. El choque generacional expuesto en una jornada dramática, quizás más que nunca antes, seguro que más que nunca después. El instante en que los grandes dominadores de una década tuvieron que hincar la rodilla ante los ciclistas modernos. El comienzo, también, de los años noventa, con todo lo que ellos significa de bueno y malo en este deporte. Una encrucijada de caminos que dejó tantas víctimas, tantas secuelas, como recuerdos pintados en las cunetas de los libros. Y un triunfador, un emperador que surge. Miguel Indurain. Maillot amarillo aquel 19 de julio. Una leyenda que comienza.
¿Quién podría pensarlo a la salida? Hace calor asfixiante en Jaca. El día antes los ciclistas españoles han dejado pasar una ocasión de oro (es un Tour con poca, muy poca, montaña) para intentar asaltar los primeros puestos de la general. Hubo críticas feroces, de esas que solo se hacían en aquellos momentos en los que el ciclismo era el deporte rey del verano. Cuando las radios movilizaban pasiones y audiencias a favor y en contra de sus elegidos. Y Echavarri, el director del Banesto, habla. Con su estilo enigmático, de viejo zorro que se las sabe todas. Los periodistas le preguntan por Pedro Delgado, Perico, el gran ídolo, el hombre de España, el de las grandes remontadas, el épico, el poco fiable, el entrañable. Se le adora, se confía ciegamente en él. “Perico está bien”, dice Echavarri, “pero Miguel está muy bien”, añade. Nadie le entiende porque nadie quiere entenderlo. Miguel está muy bien. A partir de entonces Miguel siempre estará bien.
Luc Leblanc es joven, es rubio, es francés. Es, al principio de esa etapa trascendental, el líder de la carrera, la gran esperanza gala, el que tendrá que ser sucesor de un crepuscular Fignon, su compañero de equipo, su primer rival. A Leblanc lo adoran. Tiene un pasado trágico (perdió a su hermano en un atropello del que él mismo salió con una pierna más larga que otra), corta leña en invierno como hacía Poulidor para robustecer sus músculos lumbares, y, como buen lemosín, ha estado mimado desde niño por el adorable PouPou. Todo un icono, un campeón en ciernes. Pero es, también, impulsivo, un escalador nervioso que toma decisiones apresuradas. Como salir a por los primeros ataques, casi al principio de la etapa, de Gianni Bugno. Infructuosos. Allí se van fuerzas que el pequeño ciclista de Limoges echará en falta más adelante. Su sufrimiento empezará casi cien kilómetros después, en el Aspin, pero será definitivo.
Entre el Tourmalet y el Aspin, en ese espacio mágico de falsos llanos y praderas llenas de vacas que lleva atormentando ciclistas desde 1910, se decide la suerte de ese Tour y del próximo lustro en el deporte de las bicicletas. Allí, ante la pasividad del grupo de favoritos, salta Claudio Chiapucci, corredor italiano, pequeño y batallador, de esos que jamás da nada por perdido aunque, a la hora de la verdad, pocas veces gane. Le dejan ir. Por delante, con más de un minuto de ventaja, marcha Indurain. “Miguel está muy bien”. Echavarri sonríe. Su bajada del Tourmalet ha sido fulgurante. Todos reconocen haber sentido algo de miedo en un par de curvas. Pero así es la gloria. El navarro espera al de Uboldo. Se entenderán perfectamente hasta la meta, intereses comunes, caminos cruzados.
Por detrás es el caos. La mezcla de distancia, dureza, un calor asfixiante que convierte los valles pirenaicos en hornos inmisericordes y, al fin, la cruenta batalla que se está desatando hace que los organismos empiecen a reventar. El líder, el jovencito rubio y de ojos azules, empieza a hacer eses en el Aspin. Demasiadas exhibiciones, demasiada furia sin control. Tendrá otras oportunidades, en el futuro, dicen los entendidos. Pero el porvenir es incierto y el Tour devora sus mitos a veces incluso antes de crearlos. Jamás volverá a contar para vencer en la Grande Boucle. El siguiente es el Lemond que había abdicado en Tourmalet. Agotado, ciego por la fatiga, incluso besará el suelo después de toparse con el coche del equipo Gatorade. Impotencia, en realidad. Otro que, también, está sufriendo sus últimas horas como candidato a las grandes carreras. Sic transit gloria mundi. Y, por delante, el pedaleo etéreo, elegante, de quien, ahora sí, sabe que ha tomado una decisión fatal.
Se llama Gianni Bugno y lleva un maillot tricolor como campeón de Italia. Hasta ahora ha esperado su momento, agazapado. Y siente que ha llegado tarde a él. Que la ventaja de los dos de delante es insalvable. Que su tirón final no va a servir nada más que para que reducir algo la diferencia. Que la eternidad se le ha escapado entre los dedos. Se une con Mottet y Fignon, dos franceses, dos productos de Guimard (aunque uno ya no corra para Guimard y el otro ya no se hable con Guimard) a perseguir una utopía. Pronto se quedará solo. Con sus pensamientos, con sus dudas. Con esa certeza de saber que, por una vez, el momento pasó por delante de tus ojos y no te atreviste a apostarlo todo a una carta. Pedalea sin mover el tronco, sin cabecear lo más mínimo. Suprema elegancia. Fatum.
El Tour se ha roto. Donde antes reinaba una generación ahora es otra la que gobierna. Chiapucci vence en la etapa, Indurain se viste de amarillo, lanza un puño al aire, rabia contenida que se libera. Su primer maillot dorado, el primero de tantos. Bugno llega a un minuto y medio. Es poco, es demasiado, es un mundo, un universo, una certeza. Sonríe amable, cordial. Él aun lo ve posible aunque él, precisamente él más que nadie, lo sabe inabordable. Por detrás, un reguero de sueños y esperanzas que se van truncando. Algunos saben que jamás volverán a ser. Los Lemond, Herrera, Delgado, Fignon. Otros sienten que no han podido reinar cuando les correspondía, como le pasa a ese joven príncipe galo al que sus congéneres han querido cortar la cabeza. Todos miran con envidia al pódium. Allí, sol, luz, el navarro ajusta su prenda. El cambio se ha producido, la Revolución se ha llevado a cabo, las carreteras se han regado con el sudor y la sangre de los vencidos.
El tirano ha muerto. Viva el tirano.
Val Louron, 1991
Es solo un instante, un parpadeo. Exactamente el mismo que precede a todos los hechos fundamentales. El inspirar antes de escribir ese verso, precisamente ese. El susurro silencioso, cargado de electricidad, del rayo que cae. La sexta ola de casi pleamar. Un suspiro. Pero ocurre, y nadie...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
Suscríbete a CTXT
Orgullosas
de llegar tarde
a las últimas noticias
Gracias a tu suscripción podemos ejercer un periodismo público y en libertad.
¿Quieres suscribirte a CTXT por solo 6 euros al mes? Pulsa aquí