Entre el sainete y la épica: la extraña Vuelta a España de 1998
Nadie sabía muy bien qué iba a pasar con la primera gran carrera que se disputaba después del sonrojo del Tour de Francia de ese verano, el del Caso Festina, el dedo en el culo de Zülle, la sentada de Albertville o la épica victoria de Pantani
Marcos Pereda 18/11/2015
Etapa de las Lagunas Neilas en la Vuelta a España de 1998
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Es septiembre de 1998 y existe un clima raro alrededor de la Vuelta. Más que extraño, expectante. Nadie sabe muy bien qué va a pasar con la primera gran carrera que se disputa después del sonrojo del Tour de Francia de ese verano, el del Caso Festina, el dedo en el culo de Zülle, la sentada de Albertville o la épica victoria de Pantani. En el extraño julio francés, aquel en cual la inocencia se nos fue arrebatando a golpe de portadas, los equipos españoles se habían retirado en bloque (aunque no con el mismo grado de entusiasmo ni entre los conjuntos ni entre los ciclistas) de la ronda gala, creando (resucitando) un sentimiento contraria hacia los vecinos del norte que tenía bastante de ultramontano. La propia carrera hispana recortó el recorrido de una etapa para que no pisara suelo francés. Era un ambiente anómalo, con medios y aficionados presa de un patriotismo exacerbado, un nosotros y ellos que no permitió, que no pudo permitir, el análisis sosegado y ponderado del auténtico problema. Era, pues, el clima adecuado para el surgimiento de un nuevo héroe español. Y surgió, vaya si surgió.
A José María Jiménez le llamaban el Chava, como antes a su padre o a su abuelo. Apodo de familia en El Barraco, uno de esos pueblos castellanos donde se heredan antes sobrenombres que fincas. Chava, así, con 'v', aunque originalmente, al parecer, era con 'b'. Chaba, que venía de Chabacano, hasta que a los Chaba no les gustó el origen y decidieron cambiarse una letra. Así funciona la historia.
A José María Jiménez le llamaban Chava, y el público le adoraba. Era alto, delgado, moreno. Era arrogante, con un puntito de chulería simpática, sin pelos en la lengua. Y era bueno, muy bueno. Y lo sabía. “Eh, el de la cámara. Quédate con mi cara, porque me vas a tener que sacar un montón de fotos”, dicen que le dijo a un fotógrafo en pleno Circuito Montañés de 1992, cuando solo era un amateur. Horas después daba una exhibición fastuosa en rampas lebaniegas, se imponía en el monasterio Jubilar de Santo Toribio de Liébana y sentenciaba aquella carrera. En la montaña, como siempre.
Porque Jiménez era escalador. Escalador de los que gustan a la gente, de los de tener una carrera buena y diez malas, de los de levantar del asiento con ataques imposibles de seguir o con hundimientos imposibles de explicar. Piernas delgadas, fibrosas. Sonrisa fácil. Y un estilo sobre la bici, haciéndola bailar de un lado a otro, que hacía aún más vistosa su estampa.
Jiménez cae en el equipo Banesto de Indurain, donde le toca trabajar. Trabajar para un señor como Miguel, sin problemas, “a Miguel no me lo toquen”. Luego, cuando el gigante se va, se queda él, allí, flaco y guasón. Ataca sin descanso en la Vuelta del 96, la del hotel de Cangas de Onís. Ataca sin descanso en la del 97, y la gente empieza a reconocerle, empieza a sentir fiebre por aquel hombre a quien la victoria le parece esquiva. La encuentra, al fin, en Los Ángeles de San Rafael. En el pódium le acompaña Jesús Gil, quien le pone una camiseta del Atlético de Madrid. El Chava sonríe, satisfecho, a una multitud que lo ve como un nuevo héroe, como un Perico revivido, tan lejos de la fiabilidad casi alemana de Indurain. No, Jiménez se cae, Jiménez se levanta, Jiménez pierde tiempo en esas cronos que ahora nos parecen tan aburridas y antes eran tan apasionantes. Y, sobre todo, Jiménez es un escalador español, de los de toda la vida, de los de tobillos finos y desfallecimientos inmensos. De los de arrancar en cada puerto y que te cojan en cada bajada. Ese. Se convierte en estrella. La Vuelta del 98 lo catapultará a mito.
De forma extraña, además, como todo lo que sucede alrededor de las historias cuando estas son buenas. Porque Jiménez no ganará esa carrera, no quedará ni siquiera el primero entre los de su equipo. Por no ser no será ni la primera baza de salida. Ese fue Abraham Olano, en cierta manera su némesis. Un ciclista esforzado, contrarrelojista, que pasaba mal la montaña y recuperaba en los descensos. A veces sin llegar al primer grupo, pero nunca rindiéndose. Un hombre que cargó con la pesada losa de ser el sucesor de quien fue insustituible, una figura mayúscula del Gotha ciclístico como Indurain. Callado, discreto, algo arisco. Vasco, además, y esto no es baladí. Pero, con todo, deportista más fiable que el más fiable Jiménez visto antes de ese septiembre de 1998.
Pero empieza la carrera y el Chava se muestra incontenible. Su pedalada es espuma de champán, su bicicleta alabea como el cuello de un cisne. Y la gente se enfervoriza. Las etapas van cayendo de su lado, patada imponente en la montaña. Su rostro abre periódicos, aparece en la televisión, su humor socarrón y llano empieza a colarse en todas las casas. Pero el líder, el maillot amarillo, no es él. Es el otro. Olano.
Y es que todo lo que gana el Chava cuando la carretera se pone flamenca y mira hacia el cielo lo pierde más tarde en las cronos, donde es un completo desastre. “A mí es que no me gusta entrenar con la cabra, no disfruto”, dice, “a mí lo que me gusta es escalar. Y a la gente lo que le apasionan son los escaladores”. De esta forma su equipo, el que será tumultuoso Banesto de aquel 1998, se encuentra con una situación ideal de carrera: tiene en sus filas al líder y mejor contrarrelojista y al segundo (o tercero) de la general y mejor escalador. Envidiable, ¿no? Seguramente sobre el papel. Pero la vida es caprichosa. Y todo explota.
En la dura subida a las Lagunas de Neila caen todas las caretas. Esta vez es Jiménez quien ataca, de forma directa, a su líder. Algunos dicen que la noche anterior ha ido diciendo a algunos compañeros "leña al manzano, que está maduro". En aquel momento, Abraham Olano Manzano se quiebra. Chava entra vencedor en la cima de su popularidad. Olano pasa a ser, a falta de rivales extranjeros, el malo oficial de la película. Y entonces la superproducción torna telefilm.
Hablar por hablar era (y sigue siendo) un espacio radiofónico de madrugada en el cual los oyentes llamaban para contar alguna historia, desahogarse o, en general, pasar el rato. Aquella misma noche una mujer entra en antena, muy nerviosa. Dice que es la esposa de uno de los ciclistas de la Vuelta, que está sometida a una gran tensión y se lanza a una perorata sobre la presión que debe soportar y las puñaladas que está recibiendo su marido incluso desde su equipo. La llamada es anónima, pero alguien reconoce allí la voz de Karmele, la esposa de Abraham Olano. El suceso es largamente divulgado por medios como la SER (donde se emite Hablar por hablar) o el diario As, que aprovechan el tirón mediático del Chava para posicionarse de su lado. A partir de entonces ellos estarán con el joven, con el guapo, con el simpático, con ese ciclista con pinta de torero que levanta a los españoles cada tarde de su sillón. Para la competencia, para José María García, solamente quedará Olano, el hombre triste, el personaje de Musil, el de la mujer que sale en la radio llorando.
La cosa se va de las manos, y a Karmele se le critica por su intervención, sí, pero también por el hecho de ser una fémina en un mundo tan machista, tan cerrado, tan tradicional como es el del ciclismo. El Chava, a quien siempre le gustó la popularidad, disfruta con la situación. No dice una palabra más alta que otra, pero está encantado en su papel de héroe salvador. Incluso se permite una vuelta de tuerca deliciosa cuando coincide con Karmele en el ascensor de un hotel (recuerden, Olano y Jiménez comparten equipo… ), y a la pregunta educada, seria, de “a qué piso vas” responde con sorna “decide tú, que eres la que mandas”. Genio y figura… Demasiado. El ídolo del ciclismo español está siendo encumbrado rápido, puede que de forma exagerada. Será una constante en su carrera posterior, que combinará nubes y claros. Será una constante incluso en su vida. Todo se le perdona. Por guapo, por simpático, por ser uno de los nuestros…
Al final, sobre la carretera se impone Olano, y Jiménez solo puede ser tercero en aquella Vuelta de tantas historias por contar. No importaba. Era el deportista de moda, era el rostro que todos querían ver, la sonrisa que todos querían disfrutar. Ese. Él.
Al fondo, un maillot amarillo. En primer plano, un sainete de esos inolvidables que a veces nos deja el ciclismo.
Es septiembre de 1998 y existe un clima raro alrededor de la Vuelta. Más que extraño, expectante. Nadie sabe muy bien qué va a pasar con la primera gran carrera que se disputa después del sonrojo del Tour de Francia de ese verano, el del Caso Festina, el dedo en el culo de Zülle, la sentada de Albertville o la...
Autor >
Marcos Pereda
Marcos Pereda (Torrelavega, 1981), profesor y escritor, ha publicado obras sobre Derecho, Historia, Filosofía y Deporte. Le gustan los relatos donde nada es lo que parece, los maillots de los años 70 y la literatura francesa. Si tienes que buscarlo seguro que lo encuentras entre las páginas de un libro. Es autor de Arriva Italia. Gloria y Miseria de la Nación que soñó ciclismo y de "Periquismo: crónica de una pasión" (Punto de Vista).
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