La mascarada saudí
“Arabia Saudí atraviesa una profunda crisis que socava sus cimientos”, afirman analistas locales e internacionales, aunque el rey Salmán cuenta aún con la connivencia de los líderes mundiales
Javier Martín 30/12/2015
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A mediados de 2011, y en un intento por aplacar la primavera árabe que penaba por florecer en el desierto, el entonces rey de Arabia Saudí, Abdulá bin Abdulaziz al Saud, recurrió a esa tradicional fórmula dictatorial wahabí que combina dura represión, reformas cosméticas y promesas vacías. Encarceló, sin juicio ni garantías, a cientos de disidentes, activistas de los derechos humanos y opositores políticos (algunos bajo la falsa acusación de terrorismo); compró, con un alza en los salarios y un aumento en las prestaciones sociales, a los desheredados del reino (cada vez más numerosos); y se comprometió a otorgar el voto a las mujeres, derecho que estas exigían desde hacía años. Obviada la necesidad de abatir antes el tiránico patriarcado que rige en el país, este último compromiso fue fácil de eludir. Como ya ocurriera en 2005, la autocracia wahabí alegó “obstáculos burocráticos y administrativos” para impedir que cerca de diez millones de mujeres (alrededor del 40% de la población) pudieran participar en los comicios de ese mismo año.
Casi un lustro después, su sucesor, el rey Salmán bin Abdulaziz, ha diseñado una mascarada similar para tratar de endulzar la imagen de su país, en constante deterioro ante su cada vez más evidente estrecha relación con el origen y el auge del yihadismo internacional. Apremiado por algunos de sus socios internacionales, el monarca autorizó la participación de las mujeres en las elecciones municipales celebradas el 12 de diciembre, pese a que los “obstáculos burocráticos” alegados en citas anteriores persisten. Un eufemismo que oculta, en realidad, una flagrante y contumaz violación de los derechos de la mujer que deslegitima cualquier proceso pseudodemocrático. Según cifras oficiales, alrededor de 130.000 mujeres y más de 1.300.000 hombres acudieron aquel día a las urnas. Una cifra pírrica si se compara con los 28 millones de personas que habitan el país, pero que realza el valor de las sufragistas saudíes, obligadas a regatear múltiples y decimonónicos obstáculos --administrativos, religiosos, sociales y políticos-- para experimentar, por vez primera, un derecho que sus pares ejercen desde hace décadas en la mayoría de las naciones del planeta. El primero de ellos, obtener un carné de identidad en un país en el que cualquier acto o trámite debe ser autorizado expresamente por un varón, ya sea el padre, marido o tutor legal de la afectada.
La inmensa mayoría de las mujeres saudíes carece de ese tipo de documentación. Su único registro aparece en el denominado “libro de familia”, un documento coral en poder del hombre que ejerce su patria potestad. Regateada esa primera piedra, la pesadilla burocrática prosigue y se enrevesa. El siguiente paso supone lograr el certificado de residencia. En su tramitación es igualmente imprescindible la buena voluntad y la intervención directa del hombre, que debe prestar al clérigo del distrito el referido “libro de familia”. Activistas como Hala al Dosari denuncian que, en muchos casos, esos religiosos “o no están accesibles o no han sido convenientemente informados sobre cómo actuar, por lo que numerosas mujeres quedan excluidas de participar en los comicios”.
El mufti de Arabia Saudí, Abdulaziz ibn Abdulá al Sheij, máxima autoridad religiosa del país, emitió una fatua (edicto religioso con rango de ley) en la que se oponía a la participación de las mujeres en la vida política
Superado el escollo administrativo, el siguiente a sortear es de índole religiosa. Preguntado por el sufragio femenino, el mufti de Arabia Saudí, Abdulaziz ibn Abdulá al Sheij, máxima autoridad religiosa del país, emitió una fatua (edicto religioso con rango de ley) en la que se oponía a la participación de las mujeres en la vida política. Al Sheij es el guardián absoluto, el representante por excelencia de una casta clerical que promueve, alienta y defiende el wahabismo, una interpretación retrógrada y herética del islam suní sobre la que se asienta le sociedad saudí; y en la que igualmente se sostiene la ideología de organizaciones yihadistas como la red terrorista internacional Al Qaeda o el autoproclamado Estado Islámico (EI).
Su lectura de la ley islámica o sharia es la misma que hace el denostado califa Abu Baqr al Bagdadi, o que hacía el ya fallecido Osama bin Laden, al que Al Sheij al parecer conocía personalmente. En Riad, al igual que en Raqqa, se aplica la pena capital a los condenados por asesinato, apostasía, robo a mano armada, violación, tráfico de drogas, adulterio o brujería. Se amputan miembros a los acusados de delitos considerados menores y se fijan castigos físicos --principalmente latigazos-- a aquellos que consumen alcohol, desoyen la llamada a la oración o publican cualquier declaración que se considera injuriosa para Alá, Mahoma o “las autoridades políticas y religiosas”. Prueba de ello es la condena a un millar de azotes que pesa sobre el encarcelado bloguero Raif Badawi, premio Sajarov 2015.
El tercer obstáculo es social. Una vez en posesión de todos los papeles, incluido el permiso expreso del varón para votar, la mujer debe convencer a un hombre del entorno familiar de que le lleve hasta el colegio electoral, espere a que deposite el sufragio, y regrese con ella a casa. Las mujeres en Arabia Saudí no tienen derecho a conducir. Tampoco a salir de casa o a viajar solas, ni siquiera para hacer la compra. Dependen totalmente de los hombres para cualquier desplazamiento. Y en muchas partes del país, el recorrido desde el domicilio hasta el centro de votación es lo suficientemente largo, farragoso y costoso como para que ni siquiera el marido, padre y tutor estén dispuestos a hacerlo ellos mismos. Con una tasa superior al 50 por ciento de la población, el analfabetismo funcional es un problema añadido.
El último farallón pende del propio y viciado proceso político. De los más de 6.000 candidatos que se presentaron a las municipales del 12 de diciembre, solo 979 eran mujeres. Según activistas de los derechos de la mujer saudíes, cientos de ellas más fueron vetadas o descalificadas por la denominada “entidad especial”, un opaco organismo que al parecer depende del Ministerio de Interior y que no está obligado a argumentar en público sus decisiones. Aquellas afortunadas que superan el filtro pueden después hacer campaña, aunque con notables restricciones: sus mítines deben estar segregados por sexos, no pueden utilizar fotografías en los carteles y para dirigirse a los hombres deben designar un representante masculino que lo haga en su nombre. Tales requisitos, denuncian las activistas saudíes, causan que muchas mujeres desconozcan a quién pueden votar y se inclinen por ello a obedecer la “recomendación del hombre”. “En este escenario, las mujeres que han participado en el proceso electoral han sido acusadas de prestarse a promover un falso progreso político”, explica Al Dosari. “Sin embargo, boicotearlo debido a la ausencia de reformas de mayor calado habría garantizado que los grupos dominantes continuaran con su papel”, argumentaba la activista sobre unas elecciones que, como cualquier mascarada, encerraban una doble celada.
El proceso de Viena encierra una trampa ligada a esa vieja política que tanto sufrimiento ha infligido al mundo y a los pueblos de Oriente Próximo desde que arrancara la segunda mitad del siglo XX
Salmán, uno de los siete hijos del fundador del reino moderno, el rey Abdulaziz (1876-1953) y su favorita, Hussa bint Ahmad al Sudairi, ha seguido un patrón similar de conducta en la arena internacional. Con el precio del petróleo en mínimos históricos y su gobierno implicado desde el inicio en la guerra en Siria, donde apoya a grupos radicales suníes de la llamada “oposición islamista”, el monarca se ha erigido en uno de los principales socios de la coalición internacional que pretende poner fin a cinco años de forzado conflicto fratricida, y dice querer frenar el creciente poder de la organización Estado Islámico en Siria e Irak. El pasado noviembre apoyó al denominado Plan de Viena, que propone lograr un alto el fuego en enero que permita abrir un proceso de negociación entre el régimen genocida de Bachar Al Asad, sus aliados iraníes y libaneses y la heterogénea y dividida oposición siria. Y a mediados de diciembre anunció en Riad la formación de una frágil y heterogénea alianza de 34 países musulmanes suníes para luchar --según dijo-- contra el yihadismo en general y las huestes del autoproclamado califa, en particular, que días después ya dejó entrever sus fisuras estructurales.
Pero tanto el proceso de Viena como la referida coalición encierran una trampa ligada a esa vieja política que tanto sufrimiento ha infligido al mundo y a los pueblos de Oriente Próximo desde que arrancara la segunda mitad del siglo XX. Y en la que la gerontocracia absolutista saudí ha sido entusiasta hacedora y partícipe. Además de propiciar que se hayan intensificado los combates entre los diversos antagonistas --decididos a conquistar la mayor porción de territorio posible antes de la entrada en vigor del previsto alto el fuego para garantizarse una mejor posición negociadora, objetivo en el que Damasco ha sobresalido gracias al apoyo militar de Rusia, Irán y el grupo chií libanés Hezbolá--, el plan diseñado en la capital austriaca incluye un proceso de selección de los grupos opositores sirios que se sentarán a la mesa de diálogo, tarea que ha sido encomendada a Jordania. Movimientos laicos, como el Congreso Nacional Sirio (CNS), reconocido por la comunidad internacional, tienen su silla garantizada. Otros considerados terroristas, como el Frente al Nusra, marca de Al Qaeda en el conflicto, o el propio EI, que domina la mayor parte del territorio sirio, quedarán excluidos. En medio existe, sin embargo, una amplia paleta de grises de la que Arabia Saudí trata de arrancar su cuota. En especial, a través de Ahrar al Shams, un grupo wahabí formado por convictos liberados por Bachar al Asad al inicio del alzamiento y que ha llegado a combatir codo con codo con Al Qaeda. Asentados en la región de Idlib, los llamados “hombres libres del Levante” disfrutan de ayuda militar y financiera proveniente de distintas fuentes en la península Arábiga, rechazan cualquier tipo de estado futuro que sea secular y democrático, y abogan por imponer en Siria una versión literal y reaccionaria de la sharia (ley islámica) como la que existe en Arabia Saudí. Con su inclusión, y junto al CNS --organismo que se formó después de que Riad vetara la presencia de los Hermanos Musulmanes sirios en la gran alianza opositora precedente y contribuyera así a la atomización en 2012 de los grupos contrarios al régimen--, la casa de Saud pretende ganar peso en el añoso tablero de Oriente Próximo frente al eje chií, integrado por Damasco, Teherán y Hezbolá, al que combate ideológica, política y económicamente desde la década de los pasados ochenta.
El actual monarca pertenece al denominado clan de los Al Sudairi, el grupo de hermanos que se han repartido el poder desde la muerte de su padre, considerado el fundador de la moderna Arabia Saudí
En clave interna se inscribe, sin embargo, el conflicto en Yemen, Estado que las Fuerzas Armadas saudíes bombardean desde hace más de un año de forma sistemática e inmisericorde ante el silencio cómplice de la comunidad internacional. Más allá del pretendido conflicto confesional entre suníes y chiíes, la guerra que se libra en la antes conocida como Arabia Feliz es una de las sendas que Salmán ha abierto para tratar de afianzar el recién recuperado poder de su rama familiar. El actual monarca pertenece al denominado clan de los Al Sudairi, el grupo de hermanos que se han repartido el poder desde la muerte de su padre, considerado el fundador de la moderna Arabia Saudí; Abdulá ibn Abdulaziz, su décimo tercer hijo, trató de minar esta hegemonía al ocupar el trono. En 2006, llegó incluso a modificar el procedimiento para elegir al sucesor --creó un consejo selectivo-- en un intento por quebrar la hegemonía establecida por los siete vástagos de la favorita. Hijo de una mujer de la poderosa tribu Al Shammar, Abdulá construyó su destino desde la jefatura de la Guardia Nacional, cuerpo de élite del Ejército saudí. Nombrado comandante en jefe a mediados de la década de los sesenta, tejió una tupida red de alianzas con las diversas tribus del país que obligó al quinto rey, Fahd, a nombrarle heredero en 1982, nada más ascender al trono, para desmayo del resto de los Al Sudairi. La presión de estos, y en particular la ejercida por el eterno ministro de Defensa, Mohamad bin Nayaf, uno de “los siete magníficos”, aumentó en 1995, año en el que asumió el poder de facto a causa de la trombosis que incapacitó a Fahd. Con el bastón de mando, Abdulá trató de emprender un modesto programa de reformas que desde el principio se topó con la resistencia de sus hermanastros y de la propia casta clerical, en su mayoría inclinada hacia los hijos de la favorita. Aparte de fundar el citado Consejo Selectivo, el autócrata reformó el llamado Consejo Consultivo, permitiendo la entrada en el mismo de las mujeres. Abrió las puertas de la Organización Mundial del Comercio (WTO) y el G-20. Aunque en ningún caso se avino a escuchar las múltiples y reiteradas quejas de las organizaciones locales e internacionales, que colocan la dictadura saudí entre los principales violadores mundiales de los derechos humanos.
Apenas tres meses después de ascender al trono, Salmán adoptó dos decisiones cruciales: retiró el título de príncipe heredero a Muqrin bin Abdulaziz al Saud, jefe de los Servicios de Inteligencia durante el reinado de Abdulá e hijo de una yemení, y lo sustituyó por su sobrino Mohamad bin Nayaf (55 años), hijo de su hermano y exministro de Interior, Nayaf bin Abdelaziz, el poderoso Al Sudairi que murió en 2012 sin catar un trono que consideraba suyo. Además, nombró tercero en la línea de sucesión a su propio hijo, Mohamad bin Salmán al Saud, y entregó a ambos los ministerios desde los que tradicionalmente se ha ejercido el poder en el reino. Al primero le facilitó la cartera de Interior, que durante décadas portó con puño de hierro su progenitor y de la que emergieron los grupos muyahidin que combatieron en Afganistán, precursores de Al Qaeda y del Estado Islámico; y al segundo, la de Defensa, desde la que Arabia Saudí hace --petróleo aparte-- sus mayores negocios. Con apenas 28 millones de habitantes, la nación del desierto es el cuarto mayor comprador de armas del mundo, solo por detrás de Estados Unidos, Rusia y China. Desde su amarmolado despacho Mohamad ibn Salmán al Saud --de apenas 34 años-- dirige una guerra, la de Yemen, tan absurda e inexplicable como las demás, pero que en la mente de su padre debería servir para afianzarle a través de una prestigiosa victoria militar, hasta ahora elusiva.
El rey Salmán utiliza su poderío militar, financiero y espiritual para injerir y neutralizar los procesos revolucionarios surgidos en otros países suníes de la región
El rey Salmán utiliza, igualmente, su poderío militar, financiero y espiritual para injerir y neutralizar los procesos revolucionarios surgidos en otros países suníes de la región, observados con temor por Arabia Saudí desde que comenzaran a gestarse. En Egipto, es el principal sostén de la recién inaugurada dictadura de Abdel Fatah al Sisi. Las armas, las artes diplomáticas y el dinero de Riad sirvieron a la cúpula egipcia para minar el poder de los Hermanos Musulmanes, agudizar sus divisiones internas, sembrar nuevas discordias y finalmente derrocar, apresar y condenar a muerte a Mohamad Mursi, el primer presidente egipcio elegido en un proceso democrático alabado por la comunidad internacional. Avalado por Salmán, el general egipcio logró este diciembre un nuevo crédito millonario del Banco Mundial que certifica el fin de una revolución que estalló en 2011 para abatir a un tirano sanguinario y que tras varios círculos de horror y sangre ha desembocado en una satrapía incluso más atroz.
Los petrodólares y la ladina diplomacia de Salmán también han servido para anegar la revolución libia y sumir el país norteafricano en el caos. Riad respaldó desde el primer momento el alzamiento rebelde contra la dictadura de Muamar el Gadafi, un excéntrico coronel detestado en los exuberantes palacios de Arabia. Armas saudíes vendidas a través de Emiratos Árabes Unidos (EAU) inundan sus arsenales desde entonces. Su receptor es ahora el controvertido general Jalifa Hafter, un antiguo miembro de la cúpula militar que en 1969 derrocó al rey Idriss I e inauguró la dictadura militar más larga del mundo árabe. Hafter, héroe de la guerra en Chad, fue miembro de la élite castrense hasta que en la década de los pasados ochenta su extrema ambición entró en conflicto con Gadafi. Convertido en su principal opositor en el exilio, vivió en una mansión en Estados Unidos, cercana al cuartel general de la CIA en Langley, hasta que la revuelta de 2011 le abrió de nuevo las puertas de su patria a través de la frontera egipcia. Desde entonces, ha maniobrado con las distintas milicias rebeldes hasta ser designado, este mismo año, jefe de las Fuerzas Armadas del Gobierno de Tobruk, el favorito de la comunidad internacional. A pesar del embargo de armas impuesto por la ONU, sus armerías están repletas y los aviones bajo su mando vomitan fuego contra las milicias afines al Ejecutivo en Trípoli, considerado ilegítimo. En mayo de 2014, y con apoyo militar saudí y egipcio, emprendió una ofensiva para arrebatar la ciudad de Bengazi, capital de la Cirenaica, a las tropas islamistas. Sin éxito. Un año y medio después, los soldados leales a Trípoli mantienen el control de gran parte de la urbe, decenas de miles de civiles han huido convirtiéndose en desplazados internos, y en su lugar han penetrado movimientos yihadistas afines ideológicamente al Estado Islámico. La exigencia de Tobruk de que Hafter asuma el mando de todas las fuerzas nacionales es a día de hoy el principal escollo en el trampeado proceso de paz que auspicia Naciones Unidas.
“Arabia Saudí atraviesa una profunda crisis que socava sus cimientos”, coinciden en apuntar expertos locales y analistas internacionales. Un paroxismo que nace del incipiente declive de la importancia de las energías fósiles, de la rehabilitación política internacional de Irán --reconocido como actor decisivo en el futuro de la región-- y del surgimiento del Estado Islámico, que pretende competir con Riad en el liderazgo del islam suní. Salmán aún cuenta con la connivencia de los líderes mundiales, que siguen llamado a la puerta en busca de lucrativos intercambios comerciales --compraventa de armas, trenes de alta velocidad, negocios petroleros-- sin levantar la voz, sin imponer sanciones ni exigirle cuentas por sus pertinaces y múltiples violaciones de todos los derechos humanos. La suerte que corra Siria y, en menor medida, el futuro del inestable Egipto y de la anárquica Libia --Yemen aparte-- definirá en gran parta el destino de un reino y un autócrata que se agarran al fenecido siglo XX para sobrevivir en el confuso despertar de una nueva centuria.
A mediados de 2011, y en un intento por aplacar la primavera árabe que penaba por florecer en el desierto, el entonces rey de Arabia Saudí, Abdulá bin Abdulaziz al Saud, recurrió a esa tradicional fórmula dictatorial wahabí que combina dura represión, reformas cosméticas y promesas vacías. Encarceló,...
Autor >
Javier Martín
Corresponsal de la Agencia Efe en el norte de África y autor de 'La Casa de Saud' y 'Estado Islámico, geopolítica del caos' (ambos publicados por Los Libros de la Catarata), entre otros libros.
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