Futboñistán
La Roja y el futbolín
Nadie se imagina que alguien organice una partida entre el campeón del mundo de ajedrez y uno al que acaban de enseñarle cómo se mueven las piezas y que eso pretenda ser un torneo en serio. Pero el fútbol tiene bula
Lorenzo Silva 7/09/2016
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Las campanas se echan al vuelo y la euforia corre como la pólvora por el solar futboñistano. La Roja, esa añorada máquina de desatar el júbilo popular, ha vuelto por sus fueros, tanto que aun sin Iniesta es capaz de vencer y hacerlo de forma inapelable. Sin embargo, y sin ánimo de ser un aguafiestas (o quizá sí, un poco), lo que La Roja ha ganado es un amistoso a un equipo más o menos competente, pero notoriamente distraído, y un partido oficial a una pandilla diríase que reclutada por sorteo entre los apenas 40.000 habitantes de un territorio minúsculo.
Doy fe, que he estado en Vaduz, la capital de Liechtenstein: uno de los lugares más raros en los que jamás puse el pie. No es mucho más que una calle flanqueada de bancos (de los de guardar la pasta, no de sentarse) con algunos bloques y chalés alrededor. Viendo jugar a su selección, me dio por imaginar que sus efectivos los sacan a la pajita más corta entre los empleados de los bancos, y que los que se libran se apalancan la noche del partido delante del televisor con unas birras para disfrutar del malsano placer de ver cómo vapulean a sus compañeros.
Si el partido amistoso contra Bélgica no mostró mucho más, siendo sinceros, que a un Silva reprogramado de manera eficaz y prometedora por Guardiola, el cacareado 8-0 a los del Gran Ducado (hay nombres que parecen elegidos por un chistoso) resultó tan vano a efectos de constatar si hay o no equipo que asombra que se lo considere muestra de nada. Viendo la resistencia que oponían a La Roja unos jugadores con la misma agilidad, regate e inventiva que los del futbolín, que sólo se marcaran ocho goles, se antoja una renta a todas luces magra e insuficiente.
No pude seguir soportando el espectáculo del mismo modo que nunca he podido mirar cómo alguien abusa de un niño o cómo las leonas acorralan al ñu más lento y débil de la manada
Y es que hubo goles de antología. De antología del esperpento, se entiende: como ese cucharón de cabeza de Diego Costa con el que el delantero remató el pase del suicidio que le dio el portero liechtensteiniano, al despejar con el pie un pésimo chut de nuestro ariete. Confieso que ese fue el momento en el que ya no pude seguir soportando el espectáculo, del mismo modo que nunca he podido mirar cómo alguien abusa de un niño o cómo las leonas acorralan al ñu más lento y débil de la manada.
La reflexión que se suscita al asistir a algo así, televisado en directo en el prime time y con pretensiones de gran acontecimiento, con toda la parafernalia de prolegómenos y pospartido y el resto del zafarrancho que lleva consigo una convocatoria de la selección, es que hay momentos en que el sacrosanto y reverenciado balompié queda en evidencia como la distracción banal y sobrevalorada que en definitiva es. Nadie se imagina, por poner un ejemplo, que alguien organice una partida entre el campeón del mundo de ajedrez y un tipo al que acaban de enseñarle cómo se mueven las piezas y que eso pretenda ser un torneo en serio. O que al campeón del mundo de los pesos pesados lo suban al ring para defender el título frente a una majorette infantil.
Pero el fútbol tiene bula. Se le tolera todo. Y se retransmite.
Las campanas se echan al vuelo y la euforia corre como la pólvora por el solar futboñistano. La Roja, esa añorada máquina de desatar el júbilo popular, ha vuelto por sus fueros, tanto que aun sin Iniesta es capaz de vencer y hacerlo de forma inapelable. Sin embargo, y sin ánimo de ser un aguafiestas (o...
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Lorenzo Silva
1966. Escritor. Nada mejor que ser y sentirse un poco extranjero doquiera que uno va.
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