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“El flamenco ocupa un lugar en España equivalente al blues en Estados Unidos. Porque el arte jondo ha puesto al artista en el lugar que le corresponde, una posición digna que no se reduce a un simple espectáculo sino que está a la altura del pueblo y, más concretamente, de sus emociones”
Leonard Cohen
La música ha caído en desgracia. La música que surge de las entrañas de la tierra ya no se oye, y la poesía es solo para eruditos cuyas musas cosen neveras esperando sexo. Podemos ir a todos los FNAC y Corte Inglés de nuestro territorio cultural y aventurarnos en la impenitente búsqueda de un disco de Blind Lemon Jefferson, Ali Farka Touré, Nico, Om Kalsoum o Nusrat Fateh Ali Khan, y es bastante probable que nos produzca sabañones o erisipela, incluso segregaciones sanguíneas en las yemas de los dedos, uñas rotas, ojos rojos, burbujas espumosas brotando de la boca.
¿Y la lírica? Incluso las históricas colecciones de poesía que se han dejado la piel y el alma en este inhóspito país, como Hiperión, apenas tienen para pagar a sus autores, y si lo consiguen es gracias al sacrificio que hacen sus responsables con su escaso salario.
Y mientras todo esto ocurre a la luz del día, el mayor patrimonio cultural de la piel de toro, el flamenco, sufre carencia de nutrientes, queda desatendido entre belenes, ríos, sierras, festivales de ocio variopintos que se multiplican como setas estivales, hospitales de urgente entretenimiento entre tenedores de plástico y casetas de primeras necesidades sin cadena apostadas como tiendas de campaña de cruzados desorientados sin oriente próximo ni lejano, ninguneado por las instituciones.
Pero yo no sé nada, y a veces me equivoco. En 1991, un faro tuerto, agarrado a la roca marina cual anémona azotada por el mordiente viento, empezó a dar vueltas en mi mente. Escudriñaba, en la impenetrable oscuridad de la noche, un barco que llevara canciones de Leonard Cohen hasta el Puerto Flamenco. ¿Sacrilegio? ¿Contrabando? ¿O qué? Pero ya lo había dicho cincuenta años atrás el ángel de la exterminación cabalgando una Triumph 500 para recordarnos que el infierno somos nosotros mismos: “Para vivir fuera de la ley, has de ser honrado” (Bob Dylan).
Ola tras ola en el mar nocturno, conseguí leer algunas de sus páginas oscuras. “Pero, es que el talento está justo detrás del televisor”, me dijo mi amigo y periodista Jordi Turtós, “porque la música de este país sigue viviendo y creciendo con curiosidad en la oscuridad. A pesar de que las masas estén mirando hacia otro lado, aún hay gente que sabe distinguir el grano de la paja”.
Sí, es increíble cómo corren a esconderse las cosas estos días, en la gran distancia de la niebla y los velos. Y hemos de saber separar la carne del clavo, el camello de la aguja y la serpiente del árbol. Todo requiere el despliegue de una cirugía celestial, una invisible operación de concentración y sutileza incalculables. Bisturí y escalpelo espirituales. Y a veces tienes que correr a urgencias. Por una picadura, una quemadura, o un bacilo que ha penetrado por una herida abierta atacando el sistema nervioso. De pronto, se contraen los músculos dolorosamente y sube vertiginosamente la fiebre. De nada sirve la voluntad.
Me estoy divirtiendo un rato, oh sí, lanzando todos mis diccionarios enciclopédicos en volandas por encima del sofá. Pero, todas las cosas buenas tienen que acabar: “Dejé que mi corazón se congelara / para evitar la putrefacción. / Mi padre dijo que yo era el elegido, / mi madre dijo que no. / Escuché sus historias / de gitanos y judíos. / Eran buenas, nada aburridas. / Eran casi como el blues” (Leonard Cohen).
Morente ha llevado mis canciones a su terreno. Que viera una realidad flamenca en mi obra me ha tocado profundamente
El blues. Oh sí, el blues. El blues, el flamenco, la música que surge de las entrañas de la tierra, en las cuevas del prehistórico arte, en el dolor y la muerte, en el niño que canta entre las flores, el vencejo perplejo atrapado en la armadura del cangrejo que necesita tiempo para aprender a gatear. Ese era mi objetivo. Así que cogí un blues de Cohen y lo escuché en flamenco: “Yo quise dejarte, / ya ves que lo admito. / Cien veces al menos / cerré nuestro libro, / y cada día me despierto contigo. // Pasan los años, / y pierdes tu orgullo. / Llora el niño, / y no sales de estos muros. / Todo tu trabajo está delante tuyo. // Buenas noches, cariño, / espero que estés satisfecha. / Aquí están mis brazos, / si la cama es estrecha. / Soy un hombre que solo trabaja para verte contenta” (I tried to leave you).
Son de la Frontera, el grupo moroniano formado por Raúl Rodríguez, Francisco Zambrana, José Torres, Manuel Delgado y Moisés Cano lo hicieron posible en el verano de 2006. Ahora se cumplen diez años. Fue durante los conciertos de homenaje a Leonard Cohen que produje para el sello discográfico Discmedi, Acordes con Leonard Cohen. Pero, antes, aún debían pasar quince años. Estábamos en 1991, y yo iba a encontrarme con Enrique Morente.
Mi amiga Magda Bonet me había hablado del cantaor de Sacromonte. Me pasó un disco de Morente y Sabicas, que me dejó alucinado. ¡Ese era el viaje nocturno que perseguía mi faro enloquecido! Así que nos vimos Enrique, Pepe Habichuela y yo durante un seminario organizado por el Taller de Músics de Barcelona, dirigido por Luis Cabrera y Lola Huete, en el Mercat de Música Viva de Vic. Nos fuimos a su habitación en el hotel y empezamos a oír las primeras canciones de Cohen: So long, Marianne, Winter Lady y Priests —un tema inédito en su discografía, grabado por Judy Collins en 1966— fueron las primeras que cayeron en el cesto de los pescadores curiosos en el Puerto del Cante Jondo, el Puerto de la Reconciliación.
Lorca había arruinado su vida
Pero no voy a entretenerme mucho contando la historia tantas veces oída. Cohen la explicó con más inri en el discurso que dio en Oviedo con motivo del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2011: Lorca, el poeta que le tocó profundamente, abriendo la puerta al jaleo de la poesía, había arruinado su vida. Con 32 años, el autor canadiense ya tenía dos novelas y cuatro celebrados libros de poemas publicados en menos de una década, y, sin embargo, los ingresos que generaban su obra eran insuficientes para pagar la cuenta del colmado en Hydra (Grecia).
Así que desenfundó su guitarra y se fue a Nueva York para vender algunas canciones. Solo sabía seis acordes que le había enseñado el hispano de Montreal, un gitano de 19 años que le dio cuatro lecciones a la guitarra y después se suicidó: “Nunca creí que fuera tan malo”, ironizaría Cohen unos años después. “Pero fueron aquellos seis acordes, aquella pauta en la guitarra, lo que formó la base de todas mis canciones, de toda mi música. De modo que ahora podrán empezar a comprender las dimensiones de la gratitud que siento hacia este país. Todo lo que hayan podido encontrar favorable en mi obra procede de aquí. Todo. Todo lo que hayan podido encontrar favorable en mis canciones y en mi poesía está inspirado por esta tierra. Así pues, les agradezco profundamente la cálida hospitalidad que han mostrado hacia mi obra, porque es realmente suya, y ahora me han permitido añadir mi firma al final de la página”. La poesía había arruinado su vida, la canción le había salvado.
Mi obra es realmente suya, y ahora me han permitido añadir mi firma al final de la página
El caso es que cuando Cohen escuchó Omega por primera vez, confesó su alegría: “Lo que me gusta del trabajo de Morente es que ha llevado mis canciones a su propio terreno. No se ha sentido obligado a hacer ninguna referencia a mi versión, o si lo ha hecho, ha sido de una manera muy sutil. Pero el hecho de que viera que había una realidad flamenca en mi obra es lo que me ha tocado profundamente. Morente ha llevado mi obra al centro de su propia tradición, como un producto de su propia cultura. Porque muchos de los cambios, por ejemplo en First we take Manhattan, son cambios flamencos. De modo que Morente vio que en estas canciones había una referencia a algo que él entendía, un punto en el que ya nos habíamos encontrado, y convirtió mis canciones en canciones de flamenco.”
Cohen envió a Morente dos docenas de rosas rojas, pero fueron confundidas con bisturíes sangrantes adosados a tumores extirpados, y nunca llegaron a manos del cantaor. Pero Cohen es así. No era la primera vez que me enviaba una carta con la dirección equivocada —tardaban mucho en llegar—. Yo vivía en la calle de Castillejos, y él escribía en el sobre: Castillyous. ¿OK? En una de esas cartas, fechada el 14 de octubre de 1994, me decía: “Por favor, envía mis mejores deseos a Enrique Morente y agradécele su gesto hacia mi obra. Me muero por oír su disco”.
Aún faltaban dos años para que Morente y Lagartija Nick dieran a luz Omega. Claro que el sesenta aniversario de Cohen había pasado casi un mes antes —21 de septiembre de 1994—, y yo había perdido la ocasión de hacerle mi regalo en tan alta efeméride. Pero Morente sabía más. Yo quería hacer un disco de flamenco con canciones de Cohen, y Morente añadió varios poemas de Lorca. Había escuchado el Pequeño vals vienés, con música de Cohen y poema de Lorca, y pensó en First we take Manhattan, pensó en Poeta en Nueva York, y casó a los dos grandes poetas sagrados del siglo XX en el altar de la Gran Manzana podrida, donde “hay una muerte para piano / que pinta de azul (blues) a los muchachos”, y, “entonces, negros, entonces, entonces, / podréis danzar al fin sin duda, mientras las flores erizadas / asesinan a nuestro Moisés casi en los juncos del cielo”.
Y así fue Omega, un milagro, único —como son los milagros, irrepetibles—, original como una explosión. Transgresión de fronteras fundidas en el fuego incandescente de una visión alquimista entre probetas y tubos de ensayo, tentaciones de locura. Morente unió a Lorca y Cohen remendando pedazos de cielo con el hilo del flamenco: “Ahora sí que estoy en buena compañía,” dijo el bardo canadiense.
“El flamenco ocupa un lugar en España equivalente al blues en Estados Unidos. Porque el arte jondo ha puesto al artista en el lugar que le corresponde, una posición digna que no se reduce a un simple espectáculo sino que está a la altura del pueblo y, más concretamente, de sus...
Autor >
Alberto Manzano
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