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Durante varias semanas, las calles de Budapest, y de toda Hungría, se han visto inundadas de carteles financiados por el Gobierno que constituyen una incitación manifiesta al odio racial y religioso. Lejos de retratar a las personas que huyen a Europa procedentes de Siria, Iraq, Afganistán y otros países como genuinos solicitantes de asilo que escapan de conflictos civiles brutales y al parecer irresolubles, los pósteres describen a estas personas como “inmigrantes ilegales” que son una amenaza inmerecida, inasumible y mortal para Europa. Los carteles pretenden transformar a civiles en su mayoría indefensos y vulnerables –que han sido aterrorizados por Daesh, por las bombas de racimo sirias o rusas o por las amenazas de muerte de los talibanes– en escalofriantes “demonios populares” que los húngaros, junto con otros europeos “sensatos”, deberían rechazar categóricamente.
“¿Sabías qué…”, anuncia uno de los pósteres omnipresentes, “…el año pasado llegaron a Europa más de un millón y medio de migrantes ilegales?”. “¿Sabías qué…”, declara otro, “…desde el inicio de la crisis migratoria más de trescientas personas han muerto en ataques terroristas en Europa?”. “¿Sabías qué…”, se lee en un tercero, “…desde el inicio de la crisis migratoria se ha producido un brusco aumento del acoso a mujeres en Europa?”. La vinculación de los solicitantes de asilo con despiadados terroristas o violentos depredadores sexuales es cínica y alarmista. Al mismo tiempo, etiquetar de manera superficial a los solicitantes de asilo en masa como “inmigrantes ilegales” carece de base real y no se fundamenta en el derecho internacional.
Al pie de cada póster, en grandes letras mayúsculas, se recuerda a los húngaros que el 2 de octubre se llevará a cabo un referéndum. Esta iniciativa deriva de la decisión que tomó el Gobierno de Orbán a finales del año pasado, junto con su homólogo eslovaco, de recurrir legalmente el plan anterior de la UE sobre el reasentamiento obligatorio de un reducido número de migrantes en los Estados miembros.
La pregunta que el Gobierno de Hungría presentará al electorado ha sido cuidadosamente elaborada. Evita las nociones de solidaridad, humanitarismo o justicia y equidad. No hay atisbo de las extraordinarias circunstancias que han empujado a un número sin precedentes de personas a huir de sus países de origen o al hecho de que Alemania ha acogido a una cantidad absolutamente desproporcionada de los solicitantes de asilo que han llegado a Europa desde 2015. No hay mención alguna a la conveniencia, y mucho menos a la necesidad, de encontrar soluciones regionales bajo el auspicio de la UE para gestionar la crisis migratoria. En su lugar, la pregunta que se va a plantear a los votantes húngaros se centra exclusivamente en el limitado, pero emotivo, tema de la soberanía nacional: “¿Quieres que la Unión Europea esté autorizada a imponer el reasentamiento obligatorio de ciudadanos que no son húngaros en Hungría sin el consentimiento del Parlamento?”
Al apelar al temor histórico de los húngaros a la pérdida o menoscabo de la soberanía nacional y al etiquetar a los solicitantes de asilo, en su mayor parte musulmanes, como una amenaza existencial a la seguridad e identidad cultural de Europa, casi con toda certeza, el Gobierno logrará persuadir a la mayoría de los que participen en el referéndum para que voten No. Sin embargo, tanto el referéndum como la incesante demonización de los “migrantes” por parte de Orbán son solo parte de un cínico ejercicio político que nunca ha estribado única, y ni siquiera principalmente, en la conservación de la soberanía o la identidad étnico-cultural de Hungría.
Para Orbán la crisis de los refugiados que estalló en 2015 no habría podido ser más oportuna ya que ha originado una serie de oportunidades políticas significativas que ha explotado asiduamente. En el ámbito nacional, al presentarse como un líder político resuelto y fuerte, capaz de contener la “oleada amenazadora” de solicitantes de asilo, en su mayoría procedentes de Oriente Medio y Asia, Orbán ha mitigado el decreciente apoyo que recibía el partido húngaro en el gobierno, el Fidesz. Al mismo tiempo, sus radicales medidas antiinmigrantes, incluida la construcción de vallas en las fronteras de Hungría con Serbia y Croacia, han ayudado a evitar que el partido húngaro de extrema derecha Jobbik amplíe su base electoral explotando miedos latentes hacia los migrantes. Finalmente, al inducir, sostener y amplificar un “pánico moral” hacia los solicitantes de asilo, en su mayoría musulmanes, el Gobierno de Orbán ha logrado en parte desviar la atención pública de los mediocres resultados económicos y los deteriorados servicios públicos de Hungría, y de una serie de perjudiciales alegaciones de corrupción y nepotismo que han amenazado con sepultar a personalidades destacadas de Fidesz y otras afines al Gobierno.
En el ámbito externo, Orbán ha sacado partido de la respuesta de la UE a la crisis migratoria –y de la consternación generalizada por el Brexit– como justificación para solicitar una reestructuración fundamental de la UE. A principios de mes, Orbán se unió a Jaroslaw Kaczynski, presidente del partido en el Gobierno de Polonia, Ley y Justicia, para exigir una “contrarrevolución cultural” que supondría la devolución de mayores competencias a los Estados miembros de la UE.
Mientras la conveniencia de una “unión cada vez mayor entre los pueblos de Europa” puede ser cuestionable, el proyecto político alternativo que ofrecen Orbán y Kaczynski apenas es atractivo. La principal contribución de Orbán a la teoría y práctica políticas ha sido su adopción de la “democracia intolerante”, una forma de gobierno que Jan-Werner Mueller ha denunciado, con toda razón, que no es ni liberal ni democrática. Desde que regresara al Gobierno en 2015, el partido Ley y Justicia de Kaczynski se ha esforzado en emular a Hungría para establecer una “democracia intolerante”, ya sea restringiendo la independencia y autoridad judicial, ya sea ampliando los controles gubernamentales sobre el funcionariado y la radio y televisión públicas.
Si el referéndum de Hungría muestra un rechazo firme de los cupos obligatorios de inmigrantes, como espera Orbán, éste no dudará en buscar el modo de fortalecer su alianza con Kaczynski y atraer a otros miembros de Visegrad 4, es decir, Eslovaquia y la República Checa, en un esfuerzo por impedir las ambiciones supranacionales de la UE. No obstante, tal vez nos sirva de consuelo el tremendamente limitado atractivo de personajes anacrónicos como el primer ministro de Hungría, tanto en la UE como en Europa en general. El nacionalismo de Orbán, propio del siglo XIX y principios del XX, otorga primacía al Estado nación y alaba “los valores cristianos”, aunque se ha cuidado mucho de no elaborar esos “valores” con detalle.
A pesar de que Orbán sigue siendo popular entre una mayoría de votantes húngaros de provincias –y sus ideas pueden tocar la fibra sensible de una significativa parte del electorado en alguno de los otros estados del grupo Visegrad 4–, cuesta imaginar que pudiera convertirse en una figura política influyente en el norte de Europa. La apelación a los “valores cristianos” resulta limitada en países que, de una forma abrumadora, se han hecho laicos así como multiculturales. De modo similar, si nos remontamos a una buena parte de la Europa mítica de los “Estados nación”, tendrá poca repercusión en países como Francia, el Reino Unido o los Países Bajos, donde los lazos cívicos y políticos se basan cada vez más en nociones de “patriotismo constitucional” en lugar de en teorías de exclusividad étnica.
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Stephen Pogány es profesor visitante en la Universidad Central Europea de Budapest. También es profesor Emérito de la Universidad de Warwick, donde enseñó durante más de veinte años en la Facultad de Derecho.
Traducción de Paloma Farré.
Esta tribuna fue está publicada en Social Europe.
Durante varias semanas, las calles de Budapest, y de toda Hungría, se han visto inundadas de carteles financiados por el Gobierno que constituyen una incitación manifiesta al odio racial y religioso. Lejos de retratar a las personas que huyen a Europa procedentes de Siria, Iraq, Afganistán y otros países como...
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Stephen Pogány
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