Tribuna
Contra la desintegración de la izquierda
Los millones de votantes del PSOE y de Unidos Podemos necesitan un acuerdo político conjunto frente a la derecha
Bonifacio de la Cuadra 15/10/2016
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Algo habría que hacer desde una política responsable contra la actual desintegración de la izquierda en España, a velocidad galopante. Curiosamente, la derecha en el poder, representada por el PP, apenas tiene que esforzarse por acabar con la izquierda. Son las propias formaciones de izquierda las que hacen ese trabajo, destruyéndose a sí mismas o a sus partidos colegas, incluso en pleno festival judicial de casos de corrupción que afectan mayoritariamente al partido del Gobierno en funciones, que pronto logrará la investidura presidencial, si finalmente tiene la benevolencia de renunciar a unas terceras elecciones que incrementarían --parece-- la recolección de escaños conservadores, al borde de la mayoría absoluta. Mientras tanto, la pugna entre la izquierda veterana y la izquierda emergente sustituye a lo que conviene a los millones de electores de esa ideología: un acuerdo político entre ambas para, juntas, hacer frente a la derecha.
Hay tesis sobre la enfermedad de la socialdemocracia en Europa y en el mundo, pero el espectáculo de la izquierda en España suscita suficiente preocupación autónoma, desde una perspectiva democrática. Desaparecidos de la vida pública los sindicatos obreros --hay un leve recuerdo de algunos afiliados sentados en el banquillo de los acusados por el escándalo de las tarjetas black--, esfumado el viejo PCE y engullida IU por Podemos, ¿qué queda de la izquierda? El PSOE consume el tiempo para salir del letargo en el que está sumido desde el fatídico 1 de octubre, por lo que las únicas expectativas de la izquierda están en el partido que lidera Pablo Iglesias. De ahí que haya poderes mediáticos que traten de acuchillarles a propósito, si Venezuela o el populismo no basta, de las discrepancias internas de Pablo Iglesias con Íñigo Errejón. Objetivo: borrón y cuenta nueva.
Apuntalar al PSOE
En mi anterior artículo en CTXT, La democracia exige un Gobierno de progreso, publicado casi medio mes antes del espectáculo socialista en la sede madrileña de Ferraz, advertía del riesgo de que, de cara a la formación de un Gobierno del cambio, “unos objetivos democráticos de máximos”, por parte de Unidos Podemos, “hagan tambalear al partido de Pedro Sánchez”. “Por el contrario”, decía, en aras de un Gobierno de progreso, tanto IU como Podemos “deben contribuir a apuntalarlo”, porque la conveniente confluencia conjunta de las fuerzas de izquierda hace preciso apoyar a los socialistas, “ayudarles a regenerarse”. Aunque parezca una ingenuidad entender que esa ayuda, como decía, “es una tarea democrática, compatible con la pugna política y enteramente beneficiosa para la gente, los ciudadanos, el pueblo”, me ratifico en mi criterio, más aún después de la crisis de Ferraz.
La obsesión contra Podemos está más asentada en los sectores más veteranos del PSOE, incapaces de alcanzar un acuerdo estatal con la formación política a la que se han ido varios millones de sus votos
La veteranía de los socialistas y su pertenencia a un partido centenario no obsta para que analicen su declive electoral y hagan autocrítica respecto a su implantación en la sociedad y su falta de acomodación a las exigencias y los planteamientos de las nuevas generaciones. Mientras que, tras la recuperación de la democracia en 1977, la utilización de los partidos durante varias décadas permitió el ejercicio democrático, el deterioro y el mal uso de estas formaciones ha convertido a las antiguas herramientas en un obstáculo para la participación política.
Por lo que se refiere al PSOE, lo explica muy bien Ignacio Urquizu (diputado socialista por Teruel y profesor universitario de Sociología) en su reciente libro La crisis de representación en España, de Editorial Catarata. Según Urquizu, “el PSOE ha perdido el apoyo de los sectores más avanzados de nuestra sociedad” y se encuentra falto de “conexión con sectores de la sociedad que son muy representativos de los valores de progreso”, en muchos de cuyos grupos sociales “sí fue un referente en el pasado”. Además de la brecha generacional puesta de manifiesto el 15 de mayo de 2011, “cuando la ciudadanía tomó las plazas y las calles” y “puso de relieve que existía una ruptura generacional”, Urquizu manifiesta que para muchos el problema se reduce a que “no somos --dice-- suficientemente de izquierdas”, por lo que la energía se concentra en situar a Podemos “como nuestro principal adversario”.
La obsesión contra Podemos está especialmente asentada en los sectores más veteranos del partido (el expresidente de la Junta de Extremadura, Juan Carlos Rodríguez Ibarra, amenazó con abandonarlo si el PSOE gobernaba con Podemos), incapaces de alcanzar un acuerdo estatal con la formación política a la que se han ido varios millones de los antiguos votos socialistas. El flamante presidente de la gestora del PSOE, Javier Fernández, ha reprochado al partido, cuando estuvo liderado por Pedro Sánchez --elegido por los militantes en primarias--, que se estaba podemizando, entre otras cosas, por la apelación del exlíder socialista “a la democracia directa, que termina con la representación”, asegura Fernández.
La derecha da lecciones de unidad. Los sectores soterrados de extrema derecha --de los que el titular de Interior, el piadoso Jorge Fernández Díaz, es un buen ejemplo-- permanecen engullidos en el PP
Tampoco Pablo Iglesias parece muy propicio a formar una piña con el PSOE para defender conjuntamente, desde la oposición parlamentaria, las expectativas de los casi once millones de votantes de izquierda, a los que vendría muy bien que se sumaran los escaños de una y otra formación en contra de las políticas de Rajoy. Iglesias prefiere interpretar la forzada y polémica abstención socialista --si finalmente la acuerda el comité federal, que tendrá “muy en cuenta a los militantes”, en palabras de Fernández, pero sin consultarles-- como una adhesión inquebrantable del PSOE al Gobierno del PP, que le invalida para ejercer la oposición. De modo que Unidos Podemos se convertiría en la fuerza hegemónica, y prácticamente única, de la oposición.
Unidos en la oposición
Pero sea en el Gobierno o en la oposición, con parlamentarios más veteranos o más jóvenes, con políticos experimentados en la función pública o acostumbrados al debate bronco de la universidad, con especialistas en la legalidad o pendientes de la voz de la gente, con demócratas de uno u otro perfil, socialistas y podemitas, dado que ambos se consideran identificados con los valores de la izquierda, están llamados a entenderse, no a destruirse entre sí.
En España, la derecha da lecciones de unidad. Los sectores soterrados de extrema derecha --de los que el titular de Interior, el piadoso Jorge Fernández Díaz, es un buen ejemplo-- permanecen engullidos por un PP capaz de invocar la Constitución que, en su momento, no quiso, para frenar ahora cualquier avance democrático. Y el grano que le salió, en forma de Ciudadanos, lo tiene ya en proceso de cura, porque fue capaz de convertir el insistente “no es no” de Albert Rivera en un apoyo de investidura y ya veremos si en un matrimonio de Gobierno.
Mientras tanto, los votantes que se sienten de izquierdas, a pesar de optar por los candidatos de ese signo, antiguos o nuevos, para acabar con las desigualdades sociales impuestas por Rajoy, se encuentran perplejos porque no haya sido posible lograr ese Gobierno de progreso que propiciaban miles de demócratas. Y además, están preocupados porque las fuerzas del cambio se disputen la oposición parlamentaria, en lugar de unir sus esfuerzos para aglutinar a la izquierda y trabajar por el bienestar de la ciudadanía.
El núcleo histórico del PSOE, en el que además de anticuados barones y vetustos jarrones chinos, se encuentran políticos emergentes y ambiciosos, como la lideresa Susana Díaz, coincide en el convencimiento de que la izquierda española se agota en ese centenario partido. Lo han comprendido mucho mejor los votantes socialistas, muchos de los cuales han tendido su mano --o su voto-- a una nueva izquierda más partidaria de conectar con la ciudadanía y nada temerosa de consultar a las bases. Pedro Sánchez, desde que fue elegido líder del PSOE en primarias, le había cogido el gusto a tal forma de hacer política. Esa afición ha terminado defenestrándole. Pero acudir a la militancia --más próxima a la izquierda emergente-- era la única forma de sortear las líneas rojas impuestas por los órganos del partido para negociar un Gobierno de progreso. Todavía podría optar Sánchez a liderar el partido apelando a las bases, pero ya sabe cómo se las gastan las viejas estructuras partidarias.
Desde una de ellas, la comisión gestora, su presidente, Javier Fernández, encargado --se dijo-- de apaciguar el partido, ha dicho entenderse mejor con los de fuera que con los de dentro. No es extraño, después de haber manifestado que, a pesar de las vicisitudes de Rajoy con ocasión de la reveladora vista oral del caso Gürtel, “hay que respetar a los ocho millones de españoles que votaron al PP”. ¿No merecen, en cambio, respeto los más de cinco millones de españoles que votaron a Unidos Podemos, como los casi cinco millones y medio que votaron al PSOE, a todos los cuales les conviene que se pongan de acuerdo las dos formaciones de la izquierda? Mientras se despeja el horizonte difícil, pero posible, de gobernar juntos, el PSOE y Unidos Podemos deben trabajar en una oposición conjunta y eficaz, en lugar de asesinarse mutuamente.
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