Calais, el patio trasero de la Fortaleza Europa
El desalojo definitivo del asentamiento de refugiados parece inminente. Sus 10.000 habitantes, abandonados entre el mar y las vallas, intentan cada noche cruzar a Reino Unido para solicitar asilo
Olmo Calvo Calais (Francia) , 12/10/2016
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Amanece en la ciudad de Calais. El sol se asoma tímidamente en este rincón del norte de Francia inundándolo todo con una luz anaranjada; las calles, los prados, el puerto, las altas vallas coronadas con alambre de cuchillas que dividen la ciudad, y las chabolas de este enclave, también conocido como la jungla.
El campamento permanece en silencio, dormido. Poco a poco empiezan a aparecer las primeras personas caminando por sus calles de arena. Algunas van a lavarse o a comprar el pan, todas comienzan su particular rutina en el que se ha convertido en el campo de refugiados más grande Europa, Calais. “Hoy en día hay alrededor de 10.000 personas”, afirma Anneliese Coury, coordinadora de Médicos Sin Fronteras en este campamento. “Aquí hay migrantes desde hace más de 20 años, no es un problema nuevo”, prosigue. Hubo varias junglas, a lo largo de los años, y todas ellas fueron desalojadas.
El emplazamiento actual “fue escogido por las propias autoridades locales, que en 2014 convencieron a los migrantes que había dispersos en la ciudad para que se trasladasen a esta zona de dunas, delimitada al norte por el mar, y al oeste por una carretera”, explica Coury.
“Hoy es un gran barrio chabolista, pero también es una ciudad construida por varias comunidades (sudanesa, afgana y eritrea, fundamentalmente) con restaurantes, mezquitas e iglesias, comercios y asociaciones que ayudan desde dentro con escuelas o distribución de comida y ropa”, continúa la trabajadora humanitaria.
Desde que, entre febrero y marzo, el Gobierno francés desmantelase la zona sur del campo, la gente tiene menos espacio y las chabolas se amontonan en torno a dos grandes calles.
“Los habitantes de la jungla son mayoritariamente hombres, con una edad comprendida entre los 20 y los 40 años. Hay pocas mujeres porque el viaje que hacen para llegar hasta aquí es muy peligroso”. La dureza del trayecto la confirma Tagany, un joven sudanés de 21 años que lleva dos meses en el campo. “Yo llegué a Italia desde Libia. Allí hay hombres armados que maltratan a la gente. Tuve mucho miedo”, asegura.
Sólo entre los días 4 y 5 de octubre más de 10.000 personas, procedentes de países del África subsahariana, fueron rescatadas en el mar Mediterráneo y, al menos, 50 murieron. Si contabilizamos desde inicios de año la cifra de fallecidos asciende a más de 3.000.
También hay menores de edad, unos 1.300, según la asociación France terre d'asile (Francia tierra de asilo).
Además, el último censo indica que un 45% de los migrantes procede de Sudán, y que la segunda nacionalidad más numerosa es la afgana.
Las ratas corren libremente por la arena, y los fuegos que se usan para cocinar son un peligro constante que pueden provocar un incendio
A partir de las diez de la mañana, ya hay un gran movimiento en el campo. Las escuelas para adultos, puestas en pie por migrantes y asociaciones, se llenan de alumnos para aprender inglés o francés, los restaurantes limpian los cacharros y preparan los salones, se forman colas en las fuentes para llenar garrafas con agua, y comienzan a llegar grupos de voluntarios al lugar. Algunos llevan guantes y bolsas de basura y se dedican a limpiar las dunas, otros participan en comedores o dan clases de idiomas.
“Vivo en París y trabajo en un teatro dirigiendo y escribiendo obras. Intento sacar el máximo tiempo posible para ayudar a las personas migrantes”, comenta Michael, un profesor voluntario en la École Laïque du Chemin des Dunes (Escuela laica de la carretera de las dunas) donde imparte clases de francés. Él nació en París, pero su padre era marroquí. “Los migrantes son personas como tú y como yo. Es el momento de ayudar a la gente que lo necesita. Es imposible vivir en Afganistán o en Sudán”, afirma.
Dentro de la cotidianeidad del campo, también aparecen varias furgonetas de policía, que vigilan desde la entrada. El enclave se encuentra completamente aislado por el mar y las vallas, y las autoridades no prestan prácticamente ningún servicio, por lo que las condiciones de vida son lamentables.
Hay muy pocos baños químicos, y se limpian sólo de vez en cuando, permaneciendo sucios durante semanas. Además tienen filtraciones que provocan la formación de charcos de agua fétida entre las precarias construcciones de madera y plásticos.
Las ratas corren libremente por la arena, y los fuegos que se usan para cocinar son un peligro constante que pueden provocar un incendio.
“En la jungla los problemas médicos están vinculados con los golpes, porque hay una violencia relacionada con los intentos de pasar al Reino Unido. Pueden ser caídas intentando subir a un camión o saltando una valla”, relata Coury.
El enclave se encuentra completamente aislado por el mar y las vallas, y las autoridades no prestan prácticamente ningún servicio
Las vías legales para acceder se limitan a la vez que se construyen nuevos muros y alambradas. Pero esto no frena a la gente, que se arriesga cada vez más para cruzar. Desde principios de 2016 han muerto 12 personas intentándolo. Además, hay infecciones respiratorias, sobre todo en invierno, y también enfermedades con riesgo de epidemia, como la varicela y la tiña, consecuencia de la poca higiene que hay en el campo.
“Esto no es vida”, susurra Mohamed sentado de rodillas en el suelo mientras lava su ropa a mano dentro de un barreño. “Llegué hace unos meses con la esperanza de cruzar al Reino Unido, pero aún no he podido hacerlo”, explica este sudanés de 23 años. “Esta noche volveré a intentarlo”, anuncia.
Llega la hora de comer y se forman largas colas frente a las diferentes asociaciones que reparten raciones.
Por la tarde la vida desborda la jungla. Mucha más gente sale de sus chabolas y tiendas de campaña, se forman decenas de equipos que juegan al fútbol y al críquet y los bares y restaurantes se llenan para ver la televisión.
A pesar del bullicio la tensión se palpa en el ambiente. El pasado 19 de septiembre el Gobierno francés comenzó a construir un muro de cuatro metros de alto a lo largo de la carretera que va al puerto, para intentar evitar que los migrantes aborden los camiones que tienen como destino el Reino Unido. Unos días después François Hollande anunció que la jungla será desalojada antes de final de año.
En Calais hay mucha gente con síntomas de depresión relacionada con el hecho de haberse ido de su país y con la imposibilidad de pasar al Reino Unido. “Tienen miedo e incertidumbre porque no saben qué va a ser de sus vidas”, asegura la coordinadora de MSF. “En la zona del puerto y del Eurotúnel hay kilómetros y kilómetros de vallas. Parece que estuviésemos en una zona de guerra, como en Gaza, o algo así”, sentencia.
Hay mucha gente con síntomas de depresión relacionada con el hecho de haberse ido de su país y con la imposibilidad de pasar al Reino Unido
Koldo ha venido con su furgoneta desde Cádiz en tres ocasiones. Con 25 años, ha dejado sus estudios en la Universidad de Granada para ayudar en la jungla. “Creo que es más útil e importante estar aquí que estar estudiando. La vinculación emocional que me une a este campo es mayor que la que me unía a la carrera”. Se dedica al mantenimiento de la École Laïque du Chemin des Dunes. “Limpio, cocino y friego”, cuenta.
A este exalumno de tercero de Sociología le tocó vivir el desmantelamiento de la parte sur del campo entre febrero y marzo. Fue tan duro que no sabe qué hará ahora ante el nuevo anuncio. “Estoy esperando el desalojo, pero no sé si me quedaré. La otra vez lo pasé muy mal por la gente”, confiesa.
El sábado 1 de octubre activistas por los derechos humanos convocaron una manifestación en la jungla contra las políticas migratorias francesas y europeas. No fue autorizada. A pesar de ello, la protesta se llevó a cabo de manera festiva, hasta que decenas de policías antidisturbios lanzaron gases y chorros de agua contra las personas concentradas.
Cae el sol y se encienden las farolas de la carretera que pasa junto al campo. Los policías también activan unos potentes focos que tienen instalados en la entrada. Se escuchan conversaciones provenientes de la oscuridad. Comienzan a salir grupos de migrantes desde la jungla, algunos pequeños y otros más grandes, de afganos, sudaneses y eritreos. Caminan y se paran por las desiertas calles de Calais. Por las noches sólo hay migrantes y furgonetas policiales. De repente unos 150 chicos afganos salen corriendo de entre los edificios, pero un coche los intercepta. Son de la policía secreta. Capturan a varias decenas de ellos. Les ponen bridas en las manos y los sientan en el suelo todos juntos. El resto escapa corriendo hasta esconderse al lado de una autopista, en una zona de hierbas altas para intentar subirse a algún camión.
En otras ocasiones, desesperados, se lanzan contra la valla para cortarla, pero inmediatamente los policías antidisturbios entran al campo lanzando botes de humo sobre las chabolas y las tiendas de campaña.
Casi todas las noches hay grupos que intentan cruzar hasta el amanecer. El desalojo parece inminente. “Sabemos que desmantelar el campo no va a resolver el problema migratorio. Seguirán llegando personas que querrán ir al Reino Unido. Europa construirá más muros y vallas, pero los migrantes buscarán nuevas formas de pasar más peligrosas, o se pondrán en manos de mafias”, critica Coury.
Las políticas migratorias europeas apuntan en esa dirección. La hostilidad en suelo comunitario parece no tener límite. Hussein, un joven afgano de 27 años, que lleva meses viviendo en el campo de Calais, lo tiene claro: “Esto no es Europa, es la jungla”.
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