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No es la geografía urbana, es la geografía humana. Le robo esta frase a un buen amigo porque después de años viviendo fuera de mi ciudad natal, entiendo que más allá de lo que digan las guías turísticas, los popes de la cultura cool y los enteraos que viajan a menudo por el mundo y que te recomiendan los mejores bares y restaurantes, lo único importante, lo que realmente convierte la experiencia de vivir en otro país en algo positivo, especial o incluso maravilloso, es la gente. Lo que más ayuda es que los habitantes locales sientan curiosidad por ti, el otro, y eso les impulse a compartir sus vidas contigo. No es lo mismo un londinense que un neoyorquino, un chino que un ruso. Cada país es un planeta, aunque hablen el mismo idioma, como ocurre entre Reino Unido y Estados Unidos, igual que a menudo incluso dos ciudades en el mismo país son dos mundos (Milán y Nápoles, Nueva York y Dallas).
Ya escribí sobre esto al llegar a Londres después de doce años en Nueva York y, curiosamente, releo aquel texto y sigo teniendo las mismas impresiones sobre la capital británica: vivir aquí es como vivir en un congelador, afortunadamente está lleno de inmigrantes que te calientan el corazón. Por supuesto siempre puedes conseguir construirte una pequeña familia que supla las carencias provocadas por la pérdida de tus relaciones emocionales habituales pero si la ciudad no te ha abrazado, es difícil que si algún día te vas la eches de menos. Si en cambio la geografía humana juega a tu favor entonces serás afortunado y tu experiencia lejos de casa habrá sido un éxito porque habrás conseguido multiplicar tu hogar por dos.
¿Puede aplicarse esta teoría tan pija de inmigrante privilegiada a un campo de refugiados? Me lo pregunto mientras a pocos kilómetros de Londres gasean a esas 3.000 personas que habían convertido, a su pesar, el campo de refugiados de Calais en su casa. Atravesar a pie medio planeta huyendo de la guerra o del hambre y encima gastarte todos tus ahorros para hacerlo, pagar a mafias, arriesgar tu vida, ser violada o abusada sexualmente (les ocurre a la mayoría de las mujeres refugiadas) son experiencias por las que nadie debería pasar. Para quienes llegaban a Calais, el dramático viaje terminaba temporalmente ahí: la mayoría aspiraba a dar el salto al Reino Unido así que en los diferentes campos de refugiados surgidos ilegalmente alrededor de esa ciudad –(y del que la Jungla es sólo el más grande)-- se hacinaban quienes esperaban encontrar la oportunidad de cruzar el canal. Francia y Reino Unido firmaron un acuerdo en 2002 para incrementar la seguridad en el puerto de Calais y evitar que los refugiados entraran en Reino Unido ilegalmente. Quienes lo consiguen pueden optar a pedir asilo allí. En cambio, si el refugiado es colocado en un centro de refugiados oficial francés, se verá obligado a pedir asilo en Francia.
Muchos de los que llegan hasta Calais hablan inglés o tienen familiares en Reino Unido y por eso prefieren vivir de forma escuálida entre el barro y la basura de esa jungla ilegal surgida en 2002 tras el cierre del centro de la cruz roja Sangatte, clausurado aquel año por ‘exceso de población’. Se dice pronto: Europa lleva 14 años arrastrando el problema sin darle solución. Calais lleva apareciendo intermitentemente en las noticias desde entonces.
Ya ha habido otros desalojos sonrojantes como el que se lleva a cabo esta semana. Sin embargo, en el último año la presión de los inmigrantes sirios ha hecho que la Jungla creciera y que más y más voluntarios denunciaran la insalubridad de sus condiciones de vida. Como Europa no hacía nada al respecto han sido los propios voluntarios, provenientes de diversos lugares del mundo, los que han optado por ayudar a que --3.700 según las autoridades, más de 5.000 según los propios inmigrantes-- pudieran sentirse un poquito más en casa. Construyeron una biblioteca, una escuela, una cafetería, iglesias, espacios comunes y, aunque no pudieran deshacerse del barro, del frío, de la basura y del miedo, para muchos de ellos aquel sitio inmundo a los ojos del resto del planeta era, al menos temporalmente, un hogar. La geografía humana la ponían ellos mismos, los refugiados, los verdaderos desheredados de la tierra del siglo XXI. En su caso da igual si el tendero les sonríe, si el quiosquero les saluda o si un recién conocido les invita a una fiesta. En su vida de inmigrantes sin pasaporte privilegiado no hay tenderos, ni quiosqueros, ni fiestas como en la mía de inmigrante con pasaporte de lujo. Su mundo se reducía a esa pequeña jungla en la que más o menos sobrevivían y, quién sabe, quizás hasta encontraran el confort de saludar cada día al vecino de tienda de campaña o de compartir un café con un rostro conocido en esa cafetería improvisada. Cuando ya no tienes un país al que regresar, ni un hogar al que volver, a veces el detalle más nimio te puede hacer sentir como en casa. A ellos, que sólo tenían la posibilidad de mirar hacia delante, esta semana les están arrebatando esa geografía urbana imposible sobre la que habían construido la poca geografía humana que aún les podía dar un ápice de seguridad. Dentro de unos días ya no se hablará de ellos en las noticias. Total, llevamos 14 años sin hacer nada y todo apunta a que Europa y su parálisis permanente no piensan cambiar de dirección. Tras la Segunda Guerra Mundial y los horrores del nazismo la geografía humana europea hizo esfuerzos por ser amable. Hoy caminamos en la dirección opuesta: la barbarie.
No es la geografía urbana, es la geografía humana. Le robo esta frase a un buen amigo porque después de años viviendo fuera de mi ciudad natal, entiendo que más allá de lo que digan las guías turísticas, los popes de la cultura cool y...
Autor >
Barbara Celis
Vive en Roma, donde trabaja como consultora en comunicación. Ha sido corresponsal freelance en Nueva York, Londres y Taipei para Ctxt, El Pais, El Confidencial y otros. Es directora del documental Surviving Amina. Ha recibido cuatro premios de periodismo.Su pasión es la cultura, su nueva batalla el cambio climático..
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