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Oussama mide primero sus palabras. Luego, aunque no muy convencido, responde a la pregunta de qué tal en Schwerin:
-- A ver... Schwerin es mucho más bonito, con sus bosques y lagos. Si tuviera que buscarle una pega, sería que no hay mucha actividad, pero es que en Berlín me iba bastante mal. Así que sí, creo que el cambio ha sido a mejor.
-- ¿Y las agresiones de nazis?
-- Sí, he escuchado algo de eso. Pero, ¿quién soy yo para quejarme? Al fin y al cabo, esta es su ciudad, no la mía.
Oussama, 24 años, argelino, solicitante de asilo en Alemania, dice que tiene los ojos y los oídos abiertos. Su rostro, entre vivaz y expectante cuando escucha o se expresa en inglés fluido, lo confirma. Tiene que ponerse al día. Hace solo una semana que fue trasladado a su nueva ciudad de acogida, Schwerin, tras pasar en Berlín algo más de siete meses.
Oussama espera el autobús número 9 en Drescher Markt. Este enclave, con su parada de tranvías, autobuses, gimnasio y pequeño centro comercial, es el último con tiendas antes de la Hamburger Allee, una larga y gris avenida de bloques desconchados de la época socialista. Estamos en día laborable y a las 6 de la tarde, hora de salida del trabajo, pero el número 9 pasa cada 75 minutos. Después, hasta el albergue, media hora de trayecto y 10 minutos a pie.
A su lado, Wesam y Omar esperan el tranvía. Ellos, que llevan más tiempo en Schwerin, no viven ya en el albergue, sino en un piso de tres habitaciones en la zona de la Hegelstraße compartido con otros tres amigos, originarios como ellos de la capital siria, Damasco. “En donde vivimos hay bastantes problemas. Si vas solo y de noche te puedes encontrar con un grupo, y quizá te peguen, o te roben, o te insulten aunque sea desde lejos”. Wesam, que ya ha aprendido suficiente alemán como para hacerse entender, habla. Omar asiente. Oussama escucha con atención.
En torno a la parada de Hegelstraße hay pocas cosas aparte de los bloques socialistas: almacenes, descampados, una chatarrería, un pequeño parque infantil. Una mujer de fuerte acento ruso parece resignada a las tensiones del barrio: “Hay mucha gente nueva. Pero nos vamos a ir habituando. No queda más remedio”.
En las elecciones regionales la derecha xenófoba de Alternativa para Alemania batió por primera vez a la CDU de Merkel, situándose, con el 21 % de los sufragios, como tercera fuerza política
Hace algo más de un año que Alemania abrió parcialmente sus fronteras ante la mayor crisis migratoria en Europa en las últimas décadas. Desde entonces, los delitos de tinte racista se han disparado. Testimonios de amenazas y agresiones xenófobas como los de Wesam y Omar son comunes en diferentes puntos del país, y generan notas más o menos anecdóticas en los medios de información. La noche del pasado 30 de septiembre coincidían tres incidentes con refugiados en diferentes puntos del país: una pelea entre alemanes y solicitantes de asilo en Sajonia Anhalt; un intento de incendio de un pequeño albergue para menores refugiados en Brandenburgo, y un ataque de 30 alemanes contra un grupo de 10 refugiados en Schwerin, donde la tensión ha ido en aumento durante todo el verano.
De 100.000 habitantes, Schwerin cuenta con unos 6.000 extranjeros, y alrededor de 700 refugiados (la policía habla de unos 2.000 “contando los de poblaciones cercanas”). La localidad es además la capital de Mecklemburgo-Pomerania Occidental (MPO), donde el pasado mes de septiembre la derecha xenófoba de AfD (Alternativa para Alemania) batió por primera vez a la democristiana de la CDU de Merkel, situándose, con el 21 % de los sufragios, como segunda fuerza política.
“Creo que son demasiados, y además tienen otra fe. Están construyendo mezquitas, y las mujeres se tapan la cabeza”, critica una mujer que cruza con su esposo el centro de Schwerin de rotundo aire nórdico, con su castillo, sus siete lagos y sus casas marineras y gaviotas que recuerdan que el Báltico está a solo 35 kilómetros. La pareja ha venido a hacer unos trámites burocráticos desde Moraas, su pequeño pueblo del que valoran sobre todo que “es mucho más tranquilo que esto, ¡y menos mal!”. Ella cree que las gentes de la región son abiertas: “En la época de la RDA tuvimos bastante inmigración, sobre todo de Vietnam. Con esa gente no hubo apenas problemas, pero claro, ellos eran pacíficos y trabajadores”.
Aunque este Estado de la extinta República Democrática Alemana es el que menos refugiados ha acogido de toda Alemania –6.500 solicitudes de las 660.000 en todo el país, en cifras de 2016 actualizadas en septiembre–, aquí ha calado el discurso del miedo a los minaretes y los hijabs.
Su esposo, que tuerce el gesto ante algunas de estas afirmaciones, quita hierro al vertiginoso auge de la ultraderecha en los últimos comicios: “Yo veo bien la situación política, incluso con la llegada de los nuevos. Cuando tocan poder, moderan su discurso y todo vuelve a su cauce. También Los Verdes iban a cambiarlo todo, y ya se ha visto que no han cambiado tanto”. Cuando llega a la Marienplatz, el matrimonio se despide afablemente y entra en el centro comercial, no sin antes recordar: “Aquí puede usted usar el Wifi”.
La céntrica Marienplatz, nudo de transportes y puerta al casco histórico, ha sido uno de los puntos de fricción durante el verano. Una de las causas es precisamente la oferta de dos horas de Wifi gratuito en uno de los centros comerciales colindantes.
“En verano la temperatura invita a estar en la calle, y en la Marienplatz hay mucho que hacer, siempre está animada”, cuenta el portavoz de la policía de Schwerin, Steffen Salow. Su relato sobre el comienzo de las tensiones coincide con el de otras fuentes consultadas: “Se juntaban grupos extranjeros de jóvenes de 16 a 20 años, la mayoría separados de sus familias. En julio decidimos implantar presencia policial permanente en la plaza, porque había problemas. Provocaciones, peleas, persecuciones, amenazas, algún trapicheo de drogas”.
“Creo que son demasiados, y además tienen otra fe. Están construyendo mezquitas, y las mujeres se tapan la cabeza”, critica una vecina de Moraas, un pequeño pueblo cercano
“Sí, había jóvenes algo problemáticos que se reunían en la Marienplatz, la estación de trenes o en las fiestas del casco viejo, pero es que no tenían nada que hacer en todo el día, y en la Marienplatz tienen Internet para hablar con sus familias, por ejemplo. El ayuntamiento reaccionó poniendo a trabajadores sociales a mitad de verano, pero pronto empezaron las peleas también con alemanes, hasta que pasó lo del 30 de septiembre, una acción organizada por nazis de Jamel y Grevesmühlen”, apunta Ulrike Seemann-Katz, del Consejo de Refugiados de Schwerin. Jamel es un pequeño pueblo a 40 kilómetros, famoso por la fuerte presencia de cabezas rapadas. La cercana Grevesmühlen cuenta con una de las seis oficinas del pueblo del partido neonazi NPD en MPO.
“La conexión con Jamel está ahí, sí, pero lo cierto es que había jóvenes de la escena ultra de diferentes puntos de MPO. Es indudable que fue un ataque organizado”.
Sobre el ataque, cometido por 30 neonazis contra unos 10 refugiados –uno de ellos salió herido leve por cortes con arma blanca– el portavoz policial de Schwerin no aporta muchos más datos, excepto que los atacantes se coordinaron por redes sociales y que estaban ligados a grupos como el “por suerte, casi extinto” Deutschland wehrt sich (Alemania se defiende). En cambio, manda un mensaje tranquilizador: “La situación está en calma. El clima está de nuestra parte, aunque vamos a estar atentos en el Mercado de Navidad, que reúne a mucha gente”.
Un periodista del rotativo regional Schweriner Volkszeitung, que también pide discreción por alejarse de la línea de su periódico –este azuzó la opinión pública durante los acontecimientos del verano–, es menos optimista: “Las tensiones seguirán. No se sabe mucho del ataque. Aunque la ciudad ha mostrado que es abierta movilizándose para ayudar a esa gente, la tranquilidad es el principal valor para sus habitantes. El nuevo alcalde tendrá muchísima presión sobre sí, porque el tema de los refugiados preocupa bastante”.
Contra todos los pronósticos, un socialdemócrata volverá a tomar el bastón de mando de Schwerin 14 años después. A mediados de septiembre, Angelika Gramkow, del partido izquierdista Die Linke perdió las elecciones tras ocho años en el cargo frente al candidato del SPD, Rico Badenschier, que también sostuvo durante la campaña un discurso de integración y tolerancia.
“No es su problema”
El viento frío que sopla sobre los lagos de Schwerin se ha llevado parte de la vida que había en verano. En la Marienplatz, los transeúntes esperan su transporte o caminan. Si en otras ciudades alemanas la comida rápida reina es el dönner kebab, en Schwerin lo son los fideos orientales, que se comen con palillos chinos.
El regente de un restaurante chino, un vietnamita de 50 años que pide ocultar sus señas y las de su establecimiento, recuerda en un tambaleante alemán su llegada a la zona, en el año 89. Fue duro por el idioma, y por ciertos episodios racistas que le tocó vivir: “Una vez volvía de la estación de tren y me pararon unos skinhead. Me dieron un par de tortas. No me hirieron de gravedad, pero aún recuerdo a aquellas cuatro personas, grandes y fuertes, que me acorralaron, y...”. Cierra los ojos, un escalofrío recorre su cuerpo.
Ahora, sin embargo, asegura que conoce a muchos de los miembros de esos grupúsculos de ultraderecha, que con el tiempo han frecuentado incluso su restaurante: “Cuando ven que uno trabaja y tiene una ocupación estable y está integrado, lo respetan y le dejan en paz. Pegan a los vagos”. Según él, en la última oleada migratoria hay precisamente “más vagos” que en la que llegó él. Defiende que han entrado demasiados de una vez y que, además, los que, como él, vienen de Asia y adoran a Buda, suelen ser “más tranquilos, mientras que la gente de Ala tiene otra creencia que a veces les lleva a ser violentos”.
Oussama sigue esperando, hasta que por fin llega el 9. Hace frío, y no tiene planes de esperar 75 minutos más al siguiente autobús. Mientras se pone a la cola, termina la conversación.
-- ¿Qué piensas de los ataques de nazis a refugiados como tú?
-- Yo no soy de aquí. A mí no me gustaría que en mi país hubiese gente desocupada en la calle. Por eso quiero ponerme a trabajar en cuanto pueda. Pero no es su problema.
-- ¿Y es tu problema? Viniste porque la situación en tu país es mala...
Oussama vuelve a recapacitar, sonríe apurado. Quiere irse. Antes de despedirse calurosamente, concede: “Vale, tampoco es mi problema. Supongo que, entonces, no lo es de nadie”.
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Autor >
Guillermo Hildebrandt
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