TRIBUNA
El voto femenino de Trump: ¿y ahora qué?
Nos enfrentamos a la obviedad de que no hay un solo colectivo de mujeres, sino que el cuerpo social de lo que llamamos mujeres tiene divisiones en función no sólo de la raza, sino también de la clase social y el nivel de educación
Ruth Rubio Marín 23/11/2016
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La victoria electoral del magnate Donald Trump se llevó por delante el mito de la solidaridad femenina. Al final, como ha sido históricamente la regla, las mujeres votaron más en función de su afiliación política que en función de su sexo. El 90% de las mujeres republicanas votó a Trump. Declinando la oportunidad histórica de hacer ‘la revolución feminista en casa’, estas electoras simplemente votaron al partido al que tradicionalmente han votado en defensa de sus intereses económicos y en expresión de su conservadurismo cultural. No es que a estas votantes les gustara la forma sistemática de denigrar a las mujeres de la que Trump hizo alarde durante toda la campaña. De hecho, de entre las que le votaron, el 78% de las mujeres declaró que estaban molestas con su forma de tratar a las mujeres, y el 11% mucho más que molestas, según los datos que ofrece la columnista del New York Times Susan Chira en su análisis El mito de la solidaridad femenina.Y aun así, le votaron.
Son sin duda varias las razones que explican el apoyo de muchas mujeres a Trump, que cosechó el 53% del voto entre las mujeres blancas, según el Observatorio de Género de las presidenciales. Y es también oportuno precisar que algunos colectivos de mujeres (latinas, afroamericanas, mujeres con titulación superior, o cabezas de familia) claramente prefirieron dar su apoyo a Hillary Clinton quien, después de todo, ganó el voto popular en las elecciones presidenciales. Pero al igual que pasó con el voto menos previsible, el de los hombres blancos de clase media, hubo también sorpresa por parte de muchas mujeres blancas de similar extracción social que también apoyaron al magnate. En palabras de Chira, tanta charla sobre la cólera del hombre blanco de clase media acabó por ocultar el hecho de que esos hombres suelen estar casados con mujeres blancas igualmente coléricas. Muchas de ellas son las que compiten en el sector de mano de obra poco cualificada (el 62% de mujeres sin titulación universitaria apoyó a Trump) y por ello resienten de igual forma la competencia que perciben les llega de la mano de obra inmigrante, así como la pérdida de la hegemonía racial del colectivo al que pertenecen. Y no es difícil imaginar que el drástico aumento en el consumo de alcohol y estupefacientes en muchas de las comunidades que se sienten más abandonadas y alejadas de la bonanza y de las oportunidades que prometían el sistema y el sueño americano se traduzca en dramas familiares cuyo peso recae también sobre las mujeres.
Muchas mujeres consideraban a la candidata demócrata deshonesta y de poco fiar
Es además absurdo pensar que muchos de los prejuicios sexistas y estereotipos de género que perjudicaron a la candidata demócrata sean patrimonio exclusivo de los hombres. Las encuestas demuestran que muchas mujeres consideraban a la candidata demócrata deshonesta y de poco fiar, rasgos que son más severamente castigados en mujeres que en hombres. Muchas mujeres, al igual que muchos hombres, formaron su impresión de Hillary Clinton con base en su condición de mujer y lo que, en su opinión, tal condición requería: desde la ropa que usaba, hasta la forma de expresarse, pasando por si hubiera o no debido abandonar a su esposo tras el asunto Lewinsky, por no mencionar su desmedida ambición de poder expresada en el deseo de llegar a la presidencia del país más poderoso del mundo.
En realidad, nada de esto debiera sorprendernos tanto, si por un momento volcamos la mirada al pasado. Baste aquí recordar que también la lucha por el sufragio femenino encontró resistencia no solo por parte de los hombres, sino por parte de muchas mujeres que se movilizaron en su contra temiendo el impacto que el voto femenino (que durante mucho tiempo se temió pudiera ser más conservador que el del hombre) pudiera tener en términos no sólo de posible regresión de conquistas sociales, sino también en términos de desestabilización de la familia por la indebida ruptura de roles de género basados en la separación de las esferas y la complementariedad entre los sexos.
El sexo no explica todo lo que hay detrás del voto femenino a Trump
Y aun así, el sexo no explica todo lo que hay detrás del voto femenino a Trump por parte de mujeres blancas enfadadas con el sistema. Muchas mujeres, incluyendo muchas jóvenes, simplemente expresaron su deseo de cambio apoyando al candidato más rupturista porque detestaban el statu quo y por lo tanto a una candidata que, a diferencia de su rival en las primarias, el senador Bernie Sanders, representaba por excelencia al establishment, y, por ende, más de lo mismo: una candidata, en definitiva, acostumbrada a codearse con ricos y poderosos y rodeada de privilegios.
¿Y ahora qué? Ahora nos enfrentamos a la obviedad de que no hay un solo colectivo de mujeres, sino que el cuerpo social de lo que llamamos mujeres tiene divisiones en función no sólo de la raza, sino también de la clase social y el nivel de educación, entre otras. Por ello, una parte importante de la izquierda crítica en Estados Unidos quiere leer en los resultados electorales la necesidad de superar el énfasis en lo que identifican como políticas de identidad, centradas en reclamar los derechos civiles de minorías y colectivos desfavorecidos (minorías raciales, sexuales, religiosas o mujeres), para recuperar la preocupación prioritaria por la redistribución económica, una preocupación que sienten que el partido demócrata ha ido progresivamente abandonando bajo la hegemonía del neoliberalismo económico y las reglas de un capitalismo a escala global al que, sin falta de razón, culpan de la creciente desigualdad económica.
Muchas mujeres siguen pensando que no hay más remedio que seguir luchando por una vida libre de agresiones sexuales, sin brechas salariales ni techos de cristal
Al mismo tiempo muchas mujeres, incluyendo las que más sufren en sus carnes la desigualdad de recursos, siguen pensando que no hay más remedio que seguir luchando por una vida libre de violencia, libre del acoso y de las agresiones sexuales, sin brechas salariales ni techos de cristal y sin la explotación que supone que el trabajo del cuidado en el que descansa la reproducción de la especie --trabajo no remunerado ni reconocido-- recaiga fundamentalmente sobre ellas. Muchas de ellas están de hecho organizando una gran marcha, que pretenden de dimensiones históricas, en Washington, para recibir al nuevo presidente en la Casa Blanca en enero de 2017 y lo están haciendo precisamente porque intuyen que nada de esto será prioritario en la agenda de alguien a quien perciben como constitutivamente misógino. Sólo el tiempo dirá si una vez más sus compañeros de lucha pretenderán que, como a la sazón del sufragio, estas mujeres releguen o por lo menos retarden sus pretensiones en aras de la mayor urgencia de la lucha de clases, o si esta vez sí, la izquierda será capaz de integrar en una agenda conjunta la lucha por la igualdad de género y la igualdad racial con la de la igualdad de clases y ambas con el reto de la sostenibilidad ambiental. Tal vez el arte esté en dar con una formulación que, ocultando las profundas interconexiones entre ambas, no sugiera falsas dicotomías (políticas de identidad frente a políticas de redistribución) ni se cifre en juegos de suma cero; en definitiva, una formulación de la justicia social que aborde de forma conjunta y de raíz las distintas formas de estatus y privilegio en que descansan hoy la opresión y la explotación en las democracias occidentales avanzadas.
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Ruth Rubio Marín es profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla y del Programa Global de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York.
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