TRIBUNA
El legado de Trump: ¿el final del privilegio del varón o el inicio de la guerra abierta de sexos?
La contienda electoral cobra la forma de un combate entre millones de Davides que se enfrentan a un solo Goliat
Ruth Rubio Marín 28/10/2016
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Puede que Donald Trump, candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, acabe siendo, incluso antes de llegar a culminar su sueño de la presidencia, y sin perjuicio de si logra realizarlo o no, el símbolo de un verdadero hito histórico: el final del privilegio de varón o al menos de su pública ostentación por parte de cualquier persona que aspire a ocupar un cargo público representativo. Parafraseando al mismo Trump tal privilegio se podría definir como el derecho de cualquier varón, y más aún si es rico, famoso y poderoso, a reducir simbólicamente a la mujer a cualquiera de sus partes sexuales y de hacer de tales partes lugares de libre enjuiciamiento y acceso, a gusto del consumidor. Como muchos otros privilegios, se asentaría también éste en un orden jerárquico, en este caso, un orden basado en el sexo, que permitiría al sexo favorecido cosificar y por ende negar la plena condición de sujeto del sexo preterido.
Otros hombres de la vida pública de este lado del Atlántico y antes que Trump pretendieron el mismo privilegio. Pensemos en Dominique Strauss-Kahn o en Silvio Berlusconi y en las acusaciones de delitos sexuales vertidas contra ambos. En su día tales acusaciones suscitaron debates similares a los que provocan hoy no sólo la difusión de la ya famosa grabación de Trump (en la que el magnate se jactaba hace años de poder agarrar por el “coño” a las mujeres libre e impunemente), sino la auténtica avalancha de mujeres (¡ya van once!) que desde entonces han dado un paso hacia adelante para testimoniar cómo el ejercicio del privilegio de varón por parte del poderoso Trump se cebó en sus cuerpos haciendo mella en sus mentes. ¿Se trata de una conspiración? ¿Resulta verdaderamente creíble el testimonio trasnochado de estas mujeres que justo en estos momentos se atreven a contar lo que durante años callaron? ¿No es acaso puro oportunismo manipulado por la campaña rival? ¿Y, en todo caso, dónde trazar la línea entre lo que puede suponer un hecho privado o incluso una conducta reprobable y lo que debe inhabilitar para el ejercicio de un cargo público y más aún, para uno con la carga simbólica de la presidencia de un país?
Dos cosas, sin embargo, hacen de los hechos que nos ocupan en estas dos últimas semanas de la campaña presidencial de los EEUU un posible hito histórico. La peculiar escenificación de la lucha por la supervivencia o muerte del privilegio de varón es uno. El otro, la reacción masiva y en primera persona del plural de las mujeres, implicándose en la lucha y solidarizándose con las presuntas víctimas de Trump, muchas de ellas presentándose no como defensoras externas de una loable causa común, sino como víctimas del mismo privilegio en manos de otros varones, lo que ha convertido las elecciones presidenciales en un verdadero referéndum popular acerca del futuro del cuestionado privilegio.
En cuanto a la escenificación, no podría ser más grotesca porque la articulación del privilegio por parte de Trump ha sido explícita y porque el hecho de que no se trataba de mera retórica ha sido progresivamente confirmado por los testimonios de sus víctimas, muchas de ellas, aún visiblemente afectadas, víctimas a las que el candidato republicano ha pretendido descalificar, entre otros medios, volviendo a referirse a sus atributos físicos en tono peyorativo. Grotesca, porque otra de las estrategias del candidato republicano ha consistido en dar visibilidad a las mujeres contra las que el esposo de su rival supuestamente cometió ofensas sexuales (¿pretende escenificar la solidaridad entre varones no en el vestuario de un club deportivo sino en el plató de un debate presidencial, Mr. Trump?). Grotesca, porque el contrincante del candidato varón en esta ocasión es una candidata, mujer y feminista, infinitamente más cualificada que él, y aun así Trump no ha dudado en desplegar muchas de sus frecuentes armas de dominación en su contienda con ella incluyendo las descalificaciones, las amenazas y el silenciamiento (¿sabían ustedes que sólo en el primer debate presidencial fueron 51 las interrupciones de Trump a Clinton?).
Por lo que hace a la reacción en cadena de las mujeres, está siendo realmente impresionante observar cómo el testimonio de una víctima ha ido alimentando de confianza a la siguiente para que ésta pueda hablar y así sucesivamente, provocando un fenómeno colectivo de ruptura de tabúes que está afectando a miles de familias americanas en las que muchas mujeres, a veces por vez primera, están compartiendo entre sus seres queridos, varones incluidos, sus experiencias de abuso. Se trata de tabúes alimentados de la invisibilidad histórica de mujeres sexualmente vejadas que, en medio de una conspiración de silencio, se han sentido avergonzadas y solas, temiendo la represalia o simplemente la incredulidad o el ulterior ultraje y estigma si hablaban y, por ello, callaban. Pero hoy ya no callan. Al llamamiento de la escritora canadiense Kelly Oxford para que compartieran por Twitter sus experiencias bajo el hashtag de #NotOkay, y empezando por su propio testimonio --Oxford sufrió tocamientos mientras montaba en autobús a la edad de doce años--, ya son más de 30 millones mujeres de todo el mundo las que han escrito compartiendo sus vivencias de acoso y abusos y sus legados de trauma.
En este contexto, la contienda electoral cobra la forma de un combate entre millones de Davides que se enfrentan a un solo Goliat ante un electorado al que se le pide que enjuicie no sólo los hechos de los que individualmente se acusa a Trump sino lo que simbólicamente representan para la mayoría de las mujeres que de una forma u otra han sufrido violencia sexual a lo largo de sus vidas. No puede sorprender pues que la brecha de intención de voto en función del sexo sea mayor que la de cualquier elección anterior pues en definitiva son muchas las mujeres que, como Michelle Obama en su impactante y reciente intervención en favor de Hillary Clinton en New Hampshire, están gritando: “¡Basta ya!”
Por todo esto y aunque pierda las elecciones el legado de Donald Trump habrá sido el de facilitar con su articulada defensa y perfecta escenificación del privilegio de varón que los muros de contención de la presa del silencio en torno a las vejaciones sexuales hayan finalmente cedido y que deje de aceptarse con resignación o complacencia que hombre de poder y abuso sexual sean sinónimos con demasiada frecuencia. Y para que ese legado cale es fundamental que las mujeres efectivamente ganen estas elecciones pues, de lograrse, la conquista será histórica, en términos de su ciudadanía. Pero como muchos grandes logros históricos con frecuencia requieren guerras y puede que estemos solo al inicio de una sucia guerra de sexos que previsiblemente seguirá librándose aunque Hillary Clinton sea la primera mujer presidenta de los EEUU de la misma forma que la guerra racial ha seguido librándose ferozmente bajo la presidencia de Obama. Y es que hay que tener en cuenta los efectos cumulativos que pueden derivar de las distintas luchas por una sociedad más igualitaria. No olvidemos que muchos de los votantes de Trump (que declaran abiertamente que la verdad o falsedad de las acusaciones de abusos sexuales vertidas contra su candidato no afectan a su intención de voto y que no dejarán de existir porque éste pierda las elecciones) son también racistas e islamófobos. Frente a los muchos hombres que entienden ya que cuanto más capaces seamos de construir relaciones igualitarias, empezando por las más íntimas, más libres seremos todos, muchos de los hombres a los que ha alentado el fenómeno Trump verán en la ruptura de tabúes que se ha producido la oportunidad para resistir abiertamente el avance de las mujeres en su lucha por la igualdad, pues de ello depende que puedan salvar el último bastión de privilegio después de que un presidente negro haya amenazado su sentimiento de supremacía racial, conscientes de que esta otra supremacía, la sexual, les afecta más directamente por constituir para muchos uno de los pilares centrales de su vida cotidiana familiar.
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Ruth Rubio Marín. Profesora de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla y del Programa Global de la Facultad de Derecho de la Universidad de Nueva York.
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