Debate
Para regenerar el socialismo hay que dejar de asesinarlo
Un nuevo impulso debe fundamentarse en la redistribución de la riqueza, la protección del medio ambiente y el replanteamiento de la noción de trabajo
Andrés Villena Oliver 6/12/2016
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La historia del socialismo es, lamentablemente, la de una matanza permanente que, no obstante, dista mucho del relato de ficción narrado por historiadores y voceros anticomunistas patrocinados. Quizá el primer crimen que merezca la pena reseñar sea el cometido contra Jean Jaurés en 1914, tres días después del inicio de la Primera Guerra Mundial, que acabó enfrentando a la clase obrera de los distintos países implicados. La muerte de Jaurés representa el fracaso de un internacionalismo que los socialistas alemanes rematarán al no impedir el asesinato en 1919 de Rosa Luxemburgo y de Karl Liebknecht, al comienzo de la débil República de Weimar, y que los comunistas rusos culminarán con la desastrosa doctrina del socialismo en un solo país y con la eliminación de miles de cuadros del partido bolchevique que no compartían este y otros principios.
A partir de 1945, los asesinatos comienzan a distinguirse por un carácter simbólico que no los abandonará hasta la actualidad. Estos tienen que ver más con la idea del “crimen perfecto”, formulada por Jean Baudrillard en una de sus provocativas obras. Según Baudrillard, la producción de nueva realidad por los medios de comunicación y por el arte eclipsa la antigua realidad, así como todo vestigio de que esta existió en algún momento. Este fenómeno, propio de la vida social, se convierte durante la segunda mitad del siglo XX en una constante en los partidos socialistas. Tras la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y el Plan Marshall definen condiciones obligatorias para lo que ya se enarbola como una alternativa al socialismo real. En una búsqueda de consenso, los principales partidos socialistas europeos renuncian al avance en la socialización de los medios de producción a cambio de la garantía de la consecución del pleno empleo. Nos encontramos en el apogeo de los Estados del Bienestar, esa nueva realidad que oculta la lucha de clases mediante su institucionalización bajo una serie de reglas que se considerarán propias de estadistas “responsables”. Al otro lado del Telón de Acero, la URSS compite con los Estados Unidos por desarrollar una sociedad tecnológica que incremente los niveles de producción y de consumo. Las variables en las que estos dos imperios rivalizan son propias de un terreno ideológico capitalista que cuenta con el incremento de la producción como una señal clave de la salud del sistema.
El siguiente asesinato nos acerca más a nuestro presente. La crisis de los años setenta ha sido analizada por numerosos expertos como el economista británico Andrew Glyn como el resultado de la incapacidad del capital para aumentar su tasa de ganancia. La huelga de inversiones por parte de las grandes empresas, el incremento de la inflación por las exigencias sindicales y el comienzo de las deslocalizaciones representan un combate de clases que se ha salido del marco establecido al principio de la etapa de paz y acuerdo arriba expuesta. Michael Useem ha analizado cómo los empresarios más poderosos de cada país, los miembros del denominado “inner circle”, constituyen un Frente de Liberación Empresarial para proteger sus beneficios de las garras regulatorias y sindicales. La inflación energética y la ruptura de Bretton Woods, con la especulación cambiaria desatada, completan el cuadro de una complicada crisis que tiene muchas relaciones de parentesco con la actual.
Inglaterra, cuna del capitalismo, advierte en 1976 cómo la sombra del Fondo Monetario Internacional se acerca ante la fuerte inflación y el hundimiento de la libra. La presión lleva al gobierno laborista de James Callaghan a aceptar un préstamo del FMI que exige la puesta en marcha de medidas de austeridad. Existiendo numerosas soluciones ante un problema cambiario y de fuerte inflación, las ideas monetaristas abrazadas por la academia gracias al liderazgo de intelectuales y propagandistas como Milton Friedmanparecerán las únicas de sentido común en estos momentos de crisis e incertidumbre. Con la aceptación de esta doctrina en una situación aparentemente extrema, la izquierda destruye sus apoyos y pavimenta el camino para la conocida revolución de Margaret Thatcher. Alemania, dos años antes, y Estados Unidos, dos después, aplican medidas similares, subrayando la emergente hegemonía ideológica de un neoliberalismo que acumulaba casi treinta años entre bambalinas.
Si bien fueron los conservadores (Reagan, Thatcher, Kohl, etc.) los que con más entusiasmo aplicaron las ensayadas teorías de los sabios de Mont Pelerin, serían los socialdemócratas de los felices años noventa los que cerrarían el candado de la nueva realidad, aniquilando todo recuerdo de una socialdemocracia que a partir de entonces se denominará clásica y que remitirá a un período ya alejado. Si James Callaghan, François Mitterrand o Jimmy Carter actuaron constreñidos por fuerzas que no habían alcanzado todavía a comprender, la Tercera Vía posterior al thatcherismo ya se encontraba ideologizada en los principios pragmáticos de la globalización, de la apertura de los mercados, de la nueva regulación financiera y de la admiración del avance tecnológico como un acicate para el desarrollo de las sociedades. Toda una estrategia cosmética para mantener puestos de poder y de prestigio en un período en el que la caída del Muro de Berlín había conseguido grabar a fuego en el consumidor-espectador una identidad entre comunismo, miseria y tiranía.
El Fin de la Historia no fue tal, por fortuna o por desgracia. La irresponsabilidad política desatada en los noventa solo tuvo parangón con la empresarial. Como ha documentado Mark Mizruchi en The fracturing of the American Corporate Elite, la victoria del capital sobre el trabajo en las décadas de los setenta y los ochenta tuvo consecuencias inesperadas, al romper alianzas entre las élites empresariales que habían marcado los años cincuenta, sesenta y setenta. Dichas élites, que antaño se asociaban para no ceder terreno a los sindicatos, comenzaron un proceso de descentralización sectorial y nacional que incrementó estructuralmente la adopción de posiciones de riesgo corporativo. La nueva regulación del tejido empresarial, las grandes fusiones, la ingeniería financiera y las novedosas fórmulas para ganar dinero de manera exponencial precipitaron una sucesión de bombas especulativas que culminarían en el año 2008 con el aparente hundimiento del casino financiero... y con su rescate por parte del Estado. La amplia derrota ideológica y moral sufrida durante los ochenta, los noventa y los dos mil por unos partidos socialistas que habían comulgado en silencio con las prácticas más radicales del neoliberalismo (especialmente, Bill Clinton y Tony Blair) les llevaron a ser también los grandes derrotados de la crisis financiera 2007-2016.
La actual coyuntura es la del denominado “estancamiento secular”: una fase semiestacionaria en la que las economías no crecen sustancialmente y en la que la inflación apenas se incrementa. Una de las razones que explica este fenómeno, raramente expuesta, es la debilidad de la antaño clase trabajadora (que no consume y no incentiva, con ello, las inversiones en la economía real). La realidad parece haberse vuelto a invertir, generando un escenario aún más adverso para la izquierda: la dominación ideológica es tal que las reivindicaciones progresistas devienen reaccionarias. Un simple ejemplo sirve para ilustrar esta situación: si la multinacional IKEA ofreciera en la Comunidad de Madrid 100 puestos de trabajo a 700 euros brutos sin especificar la duración de la jornada, tal oferta de trabajo sería satisfecha en cuestión de minutos. Cualquier manifestación sindical, política o social en contra de unas condiciones de trabajo explotadoras sería disuelta por los trabajadores “beneficiados” por el ansiado puesto de trabajo, que desempeñarían el rol de cuerpos de seguridad. A partir de este ejemplo puede entenderse que el trabajo haya sido parcialmente absorbido por el capital que, como factor productivo dominante, dicta sus condiciones a lo largo y a lo ancho del globo.
El escrito derrotista es un género muy socorrido en España, tierra de frecuentes lamentos por lo que se perdió y nunca volverá. No obstante, una vez analizado el terreno, debe quedar energía para dibujar un camino posible y factible para ese sujeto necesario del siglo XXI, que no es otro que el que tiene nombre y apellidos y no se refugia tras una Sociedad Anónima. El impulso socialista regenerador no es una cuestión de líderes o de caras que salgan bien en la televisión, sino de ideas que no tienen por qué ser nuevas, sino que deben servir para encontrar soluciones que en principio no están a la vista. Los pilares de dicho impulso deben ser sin duda la redistribución de la riqueza, la protección del medio ambiente y el replanteamiento de la noción de trabajo. No obstante, la alternativa socialista ha de dotarse de herramientas para poder actuar a corto y a medio plazo:
- La adquisición y la puesta en marcha de una política monetaria nacionalmente soberana que acabe con la falsa independencia de los Bancos Centrales y que convierta el pleno empleo en un objetivo irrenunciable;
- un debate serio y concluyente sobre las nociones de renta básica y trabajo garantizado que produzca una síntesis entre las numerosas corrientes que persiguen proporcionar a las personas condiciones dignas en la sociedad;
- la implementación de un conjunto de cambios en el proceso globalizador que combinen la fundación (o refundación) de nuevas organizaciones internacionales con regulaciones estatales que devuelvan a estas entidades la capacidad de proveer de riqueza y de bienestar a sus ciudadanos;
- un planteamiento sistémico del fenómeno climatológico como inexcusable punto de partida para un nuevo modelo productivo y energético;
- la extensión de los derechos individuales y sociales conquistados en los países desarrollados al resto de las naciones del mundo con un especial respeto por la singularidad cultural de cada pueblo;
- la promoción de formas de asociacionismo civil que superen el colapsado modelo sindical del trabajador asalariado indefinido y que incluyan, integren e incluso federen a los desempleados, a los trabajadores pobres, a los inmigrantes, a las mujeres explotadas, a los pensionistas, a todos los tipos de contratados precarios, a los consumidores concienciados, a los ecologistas, etc. Una amplia franja ciudadana protestataria que sirva para superar la falsa homogeneización de esta sociedad tecnológica de consumo y que encuentre en la reivindicación de la dignidad del ser humano y de su papel central en la Historia el anclaje fundamental para su actuación.
Vistas estas premisas, hemos de concluir que si el socialismo o los socialistas no despiertan no es por un exceso de sueño, sino por el miedo a la magnitud del trabajo que les queda por hacer. Si bien las condiciones estructurales no son las mismas que a finales del siglo XIX dieron lugar a los primeros esbozos de los partidos de los trabajadores, podríamos arriesgarnos a afirmar que, sin socialismo, el futuro de la sociedad como tal queda en entredicho. Y las criaturas que han emergido electoralmente de manera reciente nos demuestran que las reflexiones aquí expuestas no andan precisamente desencaminadas. Esperamos estar aún a tiempo.
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Andrés Villena Oliver es economista, periodista y doctor en Sociología.
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