Crítica / ‘La gran ilusión’
La gran estafa
Catalunya es real. El Procés, no tanto. Guillem Martínez resiste la tentación de interpretar voluntades colectivas, pero tiene sus intuiciones, y de predecir el futuro, aunque también barrunta alguna cosa
Sebastiaan Faber 14/12/2016
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La gran ilusión. Mito y realidad del proceso indepe
Guillem Martínez
Debate, 2016. 17,90 / 8,90 euros
Para los que observamos la cosa ibérica desde lejos, nunca deja de sorprender la enorme distancia que separa Madrid de Barcelona. Son universos diferentes, hasta —se diría— en lo que respecta a las leyes de la Física. Lo que en Catalunya luce azul, en la meseta sale rojo. Lo que en Barcelona supone una tonelada, la gravedad madrileña lo reduce a lo que pesa un edredón. De ahí, sin duda, la soltura con que se mueven por el Parlamento Joan Tardà y Gabriel Rufián, haciendo saltos y piruetas como astronautas en la Luna. Liberados de los tabúes que limitan lo decible por los otros diputados, los representantes de Esquerra Republicana en Madrid se dedican a decir la verdad —cosa tan poco vista en el hemiciclo que resulta escandalosa—. Y de ahí, también, la divertida lucidez con que ciertos ojos catalanes miran el oscuro quehacer castellano. Los de Enric Juliana, sin ir más lejos, que, como corresponsal madrileño de La Vanguardia, explica a sus lectores catalanes qué pasa en ese otro país que es España.
Pensándolo bien, los corresponsales extranjeros son un tipo de periodista peculiar. Median entre mundos. No sólo reportan: traducen. Este proceso tiene sus trampas. Al traducir la realidad foránea para un público doméstico —es decir, al hacerla familiar— no siempre es fácil resistir la tentación de confirmar los estereotipos ya existentes entre los lectores. De hecho, es lo que irrita en la cobertura latinoamericana del diario El País. Algo similar se ve en la versión de España que el New York Times suele presentar a sus lectores: un país un poco infantil que se crea problemas en verdad innecesarios. Y lo mismo pasa, demasiadas veces, en el tráfico de información entre Barcelona y Madrid. En ambas direcciones.
Lo que rige las relaciones entre catalanes y españoles es una crónica incomprensión, nutrida a su vez por una sistemática falta de información fiable
La distancia que separa los dos espacios es cultural, lingüística, histórica y política. Es decir, es todo menos natural o desinteresada. Desde luego, no existiría de la misma forma si todos los televisores madrileños retransmitieran Polònia, el programa satírico de TV3, que llega a niveles de calidad poco comunes en otras partes del Estado. O si todos los niños en los colegios capitalinos, además del castellano, estudiaran català, galego o euskera. Nada, por otra parte, sería más normal. Que la opinión pública no lo vea así es sintomático de la escasa aceptación que sigue teniendo la noción del Estado español como un ente auténticamente plurinacional. En su lugar, lo que rige las relaciones entre catalanes y españoles es una crónica incomprensión, nutrida a su vez por una sistemática falta de información fiable.
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Éste es, en el fondo, el problema que aborda Guillem Martínez en La gran ilusión, el imprescindible y valiente libro que acaba de publicar Debate. El problema lo ataca Martínez desde sus dos vocaciones. Una vocación de periodista, comprometido con la verdad. Y una vocación de demócrata, comprometido con la soberanía popular. Para Martínez, estas dos vocaciones están íntimamente ligadas. En este sentido, su libro presenta dos argumentos cruciales. Primero, que la falta de información viable sobre Catalunya en España y viceversa se debe en gran parte a los periodistas, que llevan décadas haciendo mal su trabajo. Y segundo, que los que más se han venido aprovechando de este fracaso periodístico son los políticos del Régimen del 78, en Madrid tanto como en Barcelona. Políticos, por cierto, cuyos aparentes conflictos mutuos —escenificados en grandes peleas públicas— son siempre menores que los intereses que comparten, blindados en reuniones y acuerdos secretos y afianzados en el conocimiento mutuo de la corrupción compartida.
Martínez es un escéptico, pero cree en el periodismo. De hecho, es quizás lo único en que se atreve a creer de verdad. Su concepción de su trabajo es rigurosamente modesta. “Observo que, habitualmente, algún target de lectores de mis artículos me reprocha con educación la ausencia en ellos de propuestas de solución de conflictos”, escribía el año pasado en La Directa. “No creo que ésta sea la función de un periodista. Es más, esta es su disfunción. El periodista no debe aportar ninguna solución. Ante nada. Cuando lo hace —no hay una ley científica, pero estadísticamente suele ser así—, está defendiendo posicionamientos del poder, es decir, ha dejado de controlar el poder para pasar a darle la razón”. Para Martínez, la función del periodista es más sencilla. O quizá más compleja. “Al periodista le basta con proponer a) un punto de vista —el lector debería reconocerlo; reconocer esta trampa; decodificarla es ponderar la parcialidad del periodista—, y con b) intentar describir la realidad”.
¿Qué implica describir la realidad? Implica, en primer lugar, separar lo que es real de lo que no lo es. Se dice fácil. Que no lo es lo demuestra lo poco que logran hacerlo los medios españoles y catalanes.
Martínez logra, en efecto, separar lo real de lo que no lo es. Sus conclusiones son contundentes
Basándose en una rigurosa investigación periodística —es importante subrayar lo que este libro tiene de magnum opus: es fruto de décadas de observación y reflexión cuidadosas, de lecturas y entrevistas, de vivencias e intuiciones— Martínez logra, en efecto, separar lo real de lo que no lo es. Sus conclusiones son contundentes. El país llamado Catalunya es real. Existe. También existen su cultura, su pueblo, su lengua. Son productos de una evolución histórica concreta y perfectamente narrable. También son reales las aspiraciones políticas —sean las que sean— de los ciudadanas y ciudadanos catalanes que sienten esa cultura, historia y lengua como propias. O que las adoptan como vehículos de reivindicaciones más propiamente democráticas.
Lo que no es real, en cambio, es el Procés enarbolado desde hace varios años por el artista anteriormente conocido como Convergència Democrática de Catalunya, en un intento por aprovechar y neutralizar, alevosa y descaradamente, el impulso de esas aspiraciones ciudadanas, un impulso despertado por el rechazo del nuevo Estatut. Ese intento de aprovechamiento y neutralización —nos asegura Martínez— tiene un único fin: la supervivencia de una clase política ante lo que es una crisis de Régimen. Lo sorprendente: el truco, por ahora, le ha funcionado. El Procés ha servido para minimizar el desgaste político de la austeridad. De hecho, señala Martínez, en plena crisis económica mundial el catalán es “el único gobierno de España, si no del Sur, que consigue apropiarse y utilizar, con la que está cayendo, el marco y la palabra democracia. Es la democracia compitiendo con una idea gastada y decadente de democracia, la española. Que, por otra parte, no se diferencia en nada de la catalana”.
El llamado Proceso, de hecho, es exactamente lo opuesto de lo que dice ser. Es simulacro puro. Donde promete avances, afianza el estancamiento. Donde invoca la democracia, promueve su erosión. Donde se viste de socialdemócrata, implementa austeridad y privatización. El Proceso es una enorme promesa vacía cuyo cumplimiento queda infinitamente postergado. En fin, como afirma Martínez en varios momentos, el Proceso, que pretende serlo todo, “en su tramo político … no es nada”.
La asombrosa supervivencia de la clase política catalana, en particular de Convergència —el partido catalán del R78 por antonomasia—, se debe a su prodigiosa capacidad de reinvención. Una reinvención que, sin embargo, ha sido casi siempre puramente retórica. Impresionante, sin duda, pero como lo puede ser un espectáculo de prestidigitación. En gran parte, ha consistido en la sustitución de conceptos dotados de alguna realidad legal o histórica —referéndum, por ejemplo— por otros que se le parecen pero que legalmente no existen como tales: por ejemplo, consulta. En este sentido, la clase política catalana ha operado como aquellos empresarios semilegales que fabrican zapatillas “de marca” cuyos logos, vistos de cerca, dicen Niki o Now Balance. Si la democracia es azúcar, CDC reparte aspartamo (“algunos efectos secundarios incluyen dolores de cabeza, mareos, cambios de humor, o reacciones en la piel”).
Dada la enorme cantidad de pruebas que aporta Martínez a lo largo de una descripción minuciosa de los tejemanejes de la clase política catalana, la española y sus cómplices —la élite empresarial y, sobre todo, los “medios públicos y concertados”, cooptados al cien por cien mediante subvenciones directas e indirectas— sus conclusiones resultan abrumadoramente convincentes. En ese sentido, de hecho, en lugar de La gran ilusión el libro podría haberse titulado La gran estafa o El gran fraude. Que no se haya titulado así nos permite, creo, pensar que su propósito va más allá de revelar la desnudez del emperador convergente y su entusiasmo indepe recién adoptado. No es que estas revelaciones no sean jugosas: asistimos a la metamorfosis de Artur Mas, que se convierte de político somnífero en líder eléctrico; vislumbramos las lágrimas furtivas de un Junqueras chantajeado y traicionado por ese mismo Mas (una traición cuya venganza, por cierto, queda pendiente); nos enteramos de que hubo al menos dos ocasiones en que se pudo celebrar un referéndum de verdad, y que, en las dos, los políticos catalanes se echaron para atrás. Con tanto jugoso drama reciente es fácil perder de vista la ambición más amplia del libro. Pero creo que esa ambición existe. Su propia estructura la confirma: en un texto de unas 200 páginas, Martínez no empieza a hablar del processisme hasta poco antes de la página 100. Toda la primera mitad de La gran ilusión está dedicada a los 40.000 años que le anteceden, en un ameno y divertido repaso por la historia catalana.
Ahora bien, ¿por qué decidió Martínez arrancar su relato en la edad de los “volcanes, pantanos, un mar interior y dinosaurios”? Esta pregunta plantea otra, relacionada: ¿para quién está escrito este libro?
Ayuda a contextualizar los eventos de estos últimos años, desde la histórica alianza de la derecha catalana empresarial con un Estado central proteccionista
La narración histórica, me parece, cumple dos funciones importantes. Más directamente, ayuda a contextualizar los eventos de estos últimos años, desde la histórica alianza de la derecha catalana empresarial con un Estado central proteccionista (forjada en la estela de 1714), hasta la biografía familiar de los Pujol. En un nivel más fundamental, las cien páginas de historia sirven para confirmar que la cosa catalana —no tanto aquello a lo que apelan los políticos oportunistas sino lo que ha movido a millones de ciudadanos a manifestarse en espacios públicos todos los últimos 11 de septiembre— es ciertamente una comunidad imaginada, pero que no es por ello ningún invento. De hecho, puestos a comparar, es harto más real que la cosa española, concepto basado menos en la imaginación comunal que en la jerarquía y, sobre todo, la exclusión. (A finales del siglo XV, escribe Martínez, el recién creado Estado español “parece que entendió que su proyecto político pasaba por penalizar la diferencia”, por la idea de que “lo no uniforme no cabe”). Catalunya, en cambio, luce una larga trayectoria de experiencias y experimentos protodemocráticos, desde el Consell de Cent hasta su repetida implementación de estructuras confederales. No es, en fin, casual que Catalunya sea “la entidad peninsular que más veces ha dejado de ser España”. Una España que, a su vez, nunca “fue, ni lo es hoy, la unificación peninsular. Es, simplemente, un Estado”.
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Si las primeras 100 páginas del libro sirven para dejar constancia de la diferencia catalana como una realidad histórica, me parece que el libro en su totalidad tiene otro propósito de carácter más aspiracional. (Me invento un adjetivo feo para evitar decir utópico.) Esa aspiración, creo, la encontramos reflejada, concretamente, en el lector implícito del texto: ese lector que va construyendo Martínez mediante su peculiar estilo (que tan bien conocemos los lectores de CTXT): lúdico y coloquial pero también cómplice e íntimo, con una constante ironía que sirve para espantar toda apariencia de pedantería en lo que, a fin de cuentas, es un libro sumamente culto.
¿Para quién escribe Martínez? El papel que adopta es, en efecto, el del corresponsal, pero al revés: escribe no sobre sino para el extranjero, en este caso un extranjero español. No hay duda de que el público imaginado de este libro es castellanoparlante. De hecho, el autor se preocupa por traducir todas las frases catalanas. (Aunque no sin burlarse un poco; al revelar el mote que Maragall le puso a Mas, la mosca collonera, Martínez clarifica: “Mosca, en catalán, significa mosca”).
Sin embargo, el público imaginado de este libro no es un lector español cualquiera. Es un público, por ejemplo, que no alberga ningún odio visceral hacia lo catalán. Es más, se intuye que es un público que estaría de acuerdo con el autor en que la Constitución de 1978 ya no sirve en lo que respecta a la organización territorial del Estado. Un público dispuesto a informarse, admitiendo que quizá sepa menos de Catalunya de lo que podría. Incluso es posible que acepte la idea de que, puestos a pensar, hay ciertas vetas en la historia política e intelectual catalana que —quién sabe—, en este preciso momento histórico, puedan servir de inspiración al resto del Estado. La fuerza de su tradición democrática y cooperativista, por ejemplo. O el legado de su federalismo, que, bien mirado, va bastante más allá de definir la relación entre cuerpos territoriales. Francesc Pi i Margall, nos dice Martínez, propuso “un acceso al Estado —por tanto, también a un Estado catalán— entendido antes como federación de personas que acuerdan mutuamente su unión, pero también su soberanía, que como federación de entidades”. Su republicanismo, “federal y libertario”, incluía también “ideas sociales y económicas avanzadas, como una idea precoz del Estado del bienestar, la apuesta por la cooperativa como acceso a la propiedad colectiva de los medios de producción, la abolición de la esclavitud, y una solución razonada y pacífica al imperialismo español en América y Asia”.
Resiste la tentación de interpretar voluntades colectivas, aunque tiene sus intuiciones
Martínez, como buen corresponsal, se informa y nos informa. Resiste la tentación de interpretar voluntades colectivas, aunque tiene sus intuiciones. “En una ocasión” —escribe— “durante un viaje a Estados Unidos, Alfons López Tena —me dice— habló con un senador norteamericano, que le formuló esta pregunta directa, americana, que tal vez sea el gran interrogante a plantearse: ‘¿El pueblo catalán quiere la independencia, o quiere manifestarse por ella?’. Quizás, y hasta la fecha, la sociedad catalana ha querido querer lo segundo”. Y resiste la tentación de predecir el futuro, aunque allí también barrunta alguna cosa.
En la primera mitad del libro recuerda un hecho poco conocido. Después de la invasión napoleónica, el emperador francés desvinculó Catalunya del Estado español gobernado por su hermano José. “Como en el siglo XVII”, por tanto, “… Catalunya estuvo independiente durante un breve tiempo”, antes de ser anexada a Francia. “Este hecho de la independencia primero y la anexión después”, vaticina Martínez, “… es, en mi opinión, el gran indicio, tal vez el único, que señala que Catalunya algún día será independiente. Quizá en un futuro no muy lejano, cuando el Estado no sea un hecho determinante, que es hacia donde evoluciona, como se está viendo en esta crisis en la que Estados como Grecia, España, Portugal, Italia han verificado que tienen una soberanía y una capacidad de movimientos limitadas”.
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Sebastiaan Faber
Profesor de Estudios Hispánicos en Oberlin College. Es autor de numerosos libros, el último de ellos 'Exhuming Franco: Spain's second transition'
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