Escrito a ciegas
Berger y la manzana de Cézanne
José Luis Merino 4/01/2017
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El 2 de enero murió el escritor británico John Berger. Había nacido en 1926. Hace algunos años mantuve una conversación con él. Berger ejercía de crítico de arte y escritor de literatura, mitad y mitad. De entrada, le pregunté si sabía aquello que le dijo la madre de Rudyard Kipling a Rudyard Kipling: “Hijo mío, en poesía no hay madres que valgan”.
Berger respondió con una sonora carcajada. Quiere decir que desconocía la anécdota, pero le sirvió para contar que cuando él tenía ya 40 años, y no antes, su madre le dijo: “Cuando estuviste en mi seno, tenía la esperanza de que este hijo que llevaba en mi vientre fuera escritor de mayor”. Recuerda que ahí es quizá donde empezó todo y añadió: “Pero debo decir que mi madre nunca me influyó, sino que eso me lo contó cuando yo ya era escritor”.
El escritor y crítico británico vino a Bilbao para pronunciar una conferencia, a propósito de la exposición que se llevó a cabo en el Museo de Bellas Artes bajo el título El bodegón español. De Zurbarán a Picasso. Tanto la conferencia como la exposición se celebraron con anterioridad en el Museo del Prado.
Una vez vista la exposición con detenimiento, le pregunté a Berger si no le daba la impresión de que faltaba un bodegón de Cézanne, para que comprendiéramos cómo se había gestado el verdadero nacimiento del arte contemporáneo. Para él, Paul Cézanne nunca podría haber sido español. “Cézanne no puede ser español porque puede dar órdenes a la naturaleza. Y ésta es una idea muy francesa o italiana, nunca española”. A continuación expresó una creencia suya especialmente particular: “Para los artistas españoles la naturaleza es algo cruel, fuera de orden. Ahora bien, el rol de Cézanne podía estar representado aquí por Juan Gris”.
El pintor francés geometrizó la naturaleza, no para hacerla fría y glacial, sino para poder dominarla con ardor
El nombre de Cézanne se convirtió de pronto en el centro de la entrevista. Hablamos sobre él como el artista que se propuso asumir el mundo únicamente como objeto. Entendíamos el deseo suyo por crear una manera de entender el arte que correspondiera al orden de la naturaleza. Dudaba del valor de las sensaciones. Solo perseguía concentrarse en la búsqueda y en la experiencia de pintar. En esa búsqueda, Cézanne encontró la razón de ser de su arte, su máximo motivo: el modelo y todo lo que contiene ese modelo se reduce a tres elementos, la esfera, el cilindro y el cono. Lo que sus ojos veían lo resumía en esos tres elementos, y todo el resto sobraba. Geometrizó la naturaleza, no para hacerla fría y glacial, sino para poder dominarla con ardor. De esa manera, Cézanne puso cada modelo, sea figura, bodegón o paisaje, al servicio de esos tres elementos.
Como amantes del arte de Cézanne, sabíamos que la utilidad y el concepto mismo del objeto representado desaparecen ante el encanto de la forma coloreada. Como sabíamos que al ver una manzana de un pintor cualquiera puede llegarse a decir: “Me la comería”, en tanto que, al tratarse de una manzana de Cézanne, solo vale proferir amorosamente: “¡Qué hermosa!”. Nadie se atrevería a pelarla; preferiría copiarla o contemplarla extasiado. Ahí reside el espiritualismo del artista de Aix-en-Provence...
Al concluir la entrevista, me dedicó un libro suyo, transcribiendo, letra por letra, la anécdota familiar de la madre de Kipling. Nos despedimos hasta otra de las magistrales manzanas de Cézanne, no sin dejar de prometerle que en un nuevo encuentro hablaríamos de sus libros. Por algo el futuro es la anticipación del pasado.
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José Luis Merino
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