Tribuna
El agujero negro de la democracia interna
El temor a que las bases hablen en serio y voten libremente asoma una y otra vez en los partidos, que se juegan con ello la confianza que una organización partidaria debe ofrecer a su electorado y a la ciudadanía
José Antonio Pérez Tapias 18/01/2017
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Hablamos de democracia interna de los partidos políticos, es decir, de la que se practica en el interior de los mismos –esto es, de la que deja tanto que desear que en gran medida es la democracia que no se da en ellos--. Partidos para la democracia en los que hay, por lo menos, un gran déficit democrático. Paradójico, ¿verdad? De suyo, una contradicción palmaria y de tal calibre que nos lleva a considerar la democracia interna como un gran agujero negro –antidemocrático, siguiendo lo que sugiere la imagen que nos brinda el símil astronómico-- en el que se produce el colapso gravitatorio que impide que desde el seno de la organización partidaria salga la luz que habría de iluminar la vida democrática del entorno político en el que el partido en cuestión se halla. De suyo, queda engullida toda posible luz desde el momento en que la crítica es aplastada al estrellarse contra la fuerza gravitacional de un “aparato” que todo lo hace girar en torno a sí.
¿Qué fuerzas, en general, provocan ese repliegue negativo de un partido político sobre sí mismo? Es insoslayable hacerse la pregunta, toda vez que, en vez de ser cauces de participación democrática de la ciudadanía en la dinámica política de su Estado, se convierten los partidos con frecuencia en obstáculo para una democracia que, si funciona como tal, es en gran parte a pesar de los partidos que necesita y a los que no puede renunciar como expresión del pluralismo de la propia sociedad.
Conocido es el diagnóstico sociológico que habla de las patologías de las organizaciones, las cuales presentan un especial cariz en los partidos políticos. En todas, los desarrollos patológicos, cuya esencia radica en que la organización, de ser medio para un fin se convierte en un fin en sí, presentan además una pauta generalizada que hay que añadir: esa transmutación opera en medio de relaciones de poder en virtud de las cuales el fin en que se convierte la organización misma pasa a identificarse con los intereses de quienes la controlan. En el caso de los partidos políticos, organizaciones expresamente diseñadas para conquistar y mantener –se supone que democráticamente-- el poder, el exacerbamiento que dentro de ellos se produce por hacerse con el poder interno acentúa esa traslación de los fines originarios hacia la organización primero y hacia quienes la controlan después. Es así como se produce la oligarquización de los partidos políticos, que acaban sometidos a una minoría que, manteniendo ideológicamente el fin que originariamente dio lugar al nacimiento de una determinada fuerza política, sin embargo de hecho actúa poniendo la organización a su propio servicio una vez identificados los objetivos en la misma con los propios intereses particulares. La burocratización de la vida partidaria va haciendo imprescindible un funcionariado constituido por políticos profesionales, los cuales, como señaló Weber hace un siglo, se aplican a vivir de la política más que –o bajo la apariencia de-- vivir para la política. Por la misma época, Robert Michels, como se sabe, formuló su ley de hierro de la paulatina oligarquización de los partidos como pauta sociológica a la que la lógica interna de su funcionamiento los arrojaba.
Con partidos oligarquizados, la democracia de partidos deriva a una “partidocracia” que opera en contra de la democracia de los ciudadanos
En democracia, los individuos, reconocidos en sus derechos como ciudadanas y ciudadanos, ejercen su condición de sujetos políticos entre otros cauces, y de forma crucial, a través del voto. El pluralismo político exige canalizar la representación política a través de partidos diferenciados, con lo cual la democracia de ciudadanos se configura a la vez como democracia de partidos. La experiencia histórica muestra que con partidos oligarquizados –y, en el extremo, sometidos a liderazgos entendidos como carismáticos, y en muchos casos a costa del carácter democrático que debieran tener-- la democracia de partidos deriva a una “partidocracia” que opera en contra de la democracia de los ciudadanos.
La deriva hacia la “partidocracia” es la que comienza a darse en el seno de los partidos políticos cuando a sus militantes les es hurtada la efectividad de derechos civiles y políticos que de suyo han de ser considerados propios e irrenunciables como ciudadanos, que es condición que nunca ha de perderse por la militancia política en democracia. Con ello, la contradicción entre verdadera democracia y “partidocracia” pasa a tener componentes que se acentúan en militantes reducidos a ser mano de obra a coste cero al servicio de jerarquías partidarias que parasitan la organización. Mientras haya expectativas de cooptación la tensión que esa contradicción supone se aminora; cuando esas expectativas disminuyen –o, como sucede por fortuna, emergen sectores de militantes contrarios a esa dinámica antidemocrática de la “partidocracia”--, entonces es cuando se plantean como necesarias las medidas para proceder a la democratización efectiva de la organización. Ésta, como cabe esperar y de hecho pasa, convertida en “aparato”, se resiste, es decir, quienes dominan en su seno como casta ponen trabas a la democratización exigible. Es entonces cuando el agujero negro de la democracia interna empieza a absorber energías que debieran dedicarse a una digna acción política, de forma que unos emprenden la agotadora batalla de ganar espacios y procedimientos de participación y otros continúan la desigual guerra a base de condenas por heterodoxia, expedientes por infidelidades, expulsiones por críticas o condenas al ostracismo para matar por aburrimiento el interés que puede animar el compromiso político.
¿Cómo invertir esta tendencia que es constatada por el análisis crítico de lo que ocurre en las formaciones políticas? En la deriva expuesta, si bien se da como tendencia en las organizaciones políticas en general, las contradicciones que entraña son más graves e insoportables en partidos de izquierda en tanto su razón de ser comporta objetivos emancipatorios que implican una profundización de la democracia que con su funcionamiento pueden estar negando. De ahí que, en nuestro ámbito, propuestas como la realización de elecciones primarias para puestos orgánicos como el que supone la secretaría general del partido –más bien elecciones internas con participación de toda la militancia con voto libre y secreto-- o para candidaturas a cargos institucionales hayan sido formuladas como vías para avanzar en democracia interna.
Es exigible que no se produzcan golpes de mano conspiratorios para derrocar a un secretario general en el legítimo ejercicio de sus funciones
Ahora bien, reconociendo dificultades objetivas dadas las estructuras y pautas de las que se viene, lo cierto es que si no se corrigen determinados vicios de la organización asociados a prácticas clientelares en el seno de la misma, por ejemplo, no hay manera de que un planteamiento de primarias funcione cabalmente, pues las presiones internas sobre los militantes que han de votar por fuerza producen distorsiones –empezando por las que se dan en la recogida de avales para ser candidato o candidata-- contrarias al necesario juego limpio que la democracia reclama en cualquiera de sus marcos de ejercicio. En el PSOE que, como bien se sabe, ha sido pionero en poner en práctica procedimientos de este tipo, no se ha logrado, hasta ahora, que tales innovaciones den lugar a una participación libre de condicionamientos indebidos. Por ello, plantear que por ley esta práctica sea obligatoria para todos los partidos conlleva, por exigible coherencia, que se realice de manera ejemplar, lo cual hasta ahora está lejos de darse. Igualmente y con más razón es exigible que no se produzcan golpes de mano conspiratorios para derrocar a un secretario general en el legítimo ejercicio de sus funciones, precisamente elegido mediante voto de la militancia en primarias –luego ratificado en congreso--, por lo que ello supone de quiebra de la confianza que una organización partidaria debe ofrecer a la ciudadanía y, más concretamente, a su potencial electorado, por cuanto el abuso de poder que así se practica y consolida es claramente antidemocrático. No hace falta decir que cuando se producen conspiraciones de ese tipo, como recientemente hemos vivido en el mismo Comité Federal del PSOE, la credibilidad política queda por los suelos y en situación de difícil recuperación.
Cada cual puede aportar sus reflexiones u otros ejemplos de derivas de la democracia en los partidos hacia el agujero negro en que se ve negada. El dirigismo que impera en el PP desde su vértice es clamoroso. Y a la vista de todos está un conflicto de poder interno que ha sorprendido, por el modo de plantearse, en una formación tan políticamente joven como Podemos; a tiempo están de ponerse ciertas vacunas contra patologías previsibles. El caso es que en las organizaciones políticas asoma una y otra vez el temor a que las bases hablen en serio y voten libremente. Aparecen entonces los más interesados apologetas de la democracia representativa, cerrando en su discurso, por miedo a la democracia misma, la necesaria compatibilidad y complementación entre formas de democracia representativa y prácticas de democracia directa en las vías que ha de conjugar la democracia participativa que como ciudadanos nos exigimos y reivindicamos hoy. ¡Adelante, pues, con la más viva conciencia republicana que la madurez democrática alienta!
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José Antonio Pérez Tapias
Es catedrático en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Granada. Es autor de 'Invitación al federalismo. España y las razones para un Estado plurinacional'(Madrid, Trotta, 2013).
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