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Barco Sinaia. Océano Atlántico. 1939
Hacinados. Con calor, con frío. Con tristeza infinita. Con un miedo distinto al de esos meses atrás encerrados como ganado en una playa de Saint Cyprien, cercados por altas alambradas y vigilados por soldados oscuros. El barco cabecea mucho esa noche en medio del Atlántico. 1.599 personas mal arropadas aguardan a que por fin amanezca. Huele a fuel y a mar, a sudor rancio y a orín. J. ha conseguido un buen rincón a resguardo de la brisa húmeda y también del sol. Va solo. No tiene familia. La tuvo. Dejó en el puerto de Sète la última esperanza de volver a su ciudad, a un país que ya no es suyo, que no existe, al que no volverá en los sesenta años que seguirá viviendo. Pero eso él aún no lo sabe. Entonces México sólo es una palabra exótica, apenas una idea incierta en el futuro. Como fue pinche y luego ayudante de cocina en el Palace ha hecho amistad con el cocinero del barco, un mulato de la Guayana, grande y grosero como una morsa que a todo le echa picante, coco seco y manteca de cerdo. La comida es repugnante pero nadie se queja, no tienen hambre. A Morsa le gusta que J. le cuente los menús que servían entonces, en los tiempos del lujo, que le hable de las condesas recamadas de perlas que tomaban el té, los ricos rentistas que pedían caviar y blinis Davidoff a las tres de la mañana, los gustos sexuales de cierto general llamado Primo de Rivera. Pero mientras habla con Morsa recuerda otro hotel bien distinto lleno de soldados heridos, los días de furia, la agonía de Durruti, la sangre del Ebro, más tarde la frontera con nieve hasta Portbou. ¡Déjame cocinar esta mañana!le dice J. a Morsa. El jefe cede tras una reverencia y ordena a sus dos ayudantes que hagan lo que ese harapiento les diga. No hay mucho en la despensa salvo carne en lata, pasta seca, harinas, judías, patatas y todos esos mejunjes endemoniados que Morsa echa siempre en los guisos. Entonces J. ve las garrafas de aceite y las cajas de huevos que están reservados sólo para la tripulación y decide.
Primero es apenas un aire, una chispa de olor en la brisa salobre, luego el perfume es muy claro y un ligero cambio de rumbo hace que el humo de la cocina recorra de proa a popa toda la cubierta. Los pasajeros se van despertando, se levantan, murmuran inquietos, alguien por fin grita lo que todos ya piensan y el eco se va repitiendo por todas las bocas. ¡Huele a tortilla! Algo de cebolla, patatas fritas en aceite de oliva, cientos de huevos batidos y luego la magia, la alquimia, el milagro cuajándose a fuego muy lento en las enormes sartenes. Su sabor hará saltar las lágrimas de muchos, J. recordará siempre el temblor con que sujetan el plato de peltre cuando les sirve con la sonrisa de entonces, de cuando era pinche en el Palace y emboscado militante de la CNT que soñaba con un mundo mejor. Casi todos van comiendo despacio su porción de tortilla de patatas. Con frecuencia paran de comer y contemplan la cuña dorada y melosa, acercan la nariz y cierran los ojos. La maravilla. Hasta el mar, ahora en calma, parece que respeta el momento. Mil quinientas generosas raciones de tortilla. Esa proeza no figura en los libros de historia. La tripulación ya no tendrá huevos para desayunar y Morsa se llevará una buena bronca del capitán. Pero esa mañana la cubierta del Sinaia huele a patria, a futuro, a tortilla de patatas con cebolla, a hogar.
Luego J. y Morsa seguirán juntos, montarán un restaurantillo en Veracruz que con el tiempo alcanzará cierta fama, pero esa historia ya no es de esta receta.
Eindhoven. Holanda 1962
L. no se lo pensó mucho. Para inscribirse sólo era necesario tener más de 23 años, un certificado de buena conducta, estar sano y haber hecho la mili. Luego la revisión médica en Cáceres. Ahora, dos años después, recuerda aún a la madre haciendo su gran maleta de madera entelada, los dos chorizos y la cuña de queso seco envuelto en papel de estraza que llevó en una pequeña caja de cartón perfumando el vagón. El interminable viaje en tren hasta llegar a Holanda con otros emigrantes asustados como él. El frío que hacía en las calles de Eindhoven. Lo modernos que le parecieron aquellos barracones llenos de habitaciones limpias con calefacción, colchones blandos y una extraña manta que abrigaba mucho, no pesaba nada y le dijeron que estaba hecha de plumas de pájaros. Las fábricas de Philips eran enormes y como L. en el servicio militar había estado en talleres le enseñaron a hacer las bobinas de pequeños motores que luego servían para montar batidoras. L. en su vida había visto de verdad una de esas batidoras que ahora fabricaba. En la comarca no había futuro ni apenas trabajo salvo la recogida de la aceituna y el pimiento. Además se decía que en poco tiempo se construiría un pantano inmenso en el Tajo y echarían de allí a todos del pueblo. Podría haber ido a Madrid, a Barcelona o a Bilbao como otros muchos pero él se sentía audaz y a veces hasta valiente por desear escapar de la miseria bien lejos. El capataz de su taller es amable y paciente aunque él sigue sin entender ni jota del idioma. La paga es estupenda, diez veces más de lo que ganaría en España en un trabajo bueno. Sin embargo siempre piensa en volver porque muchas noches le envenena la añoranza de su tierra, el perfume de la vega en abril, el calor fuerte de mayo, el aroma de los guisos de madre. Él no lo sabe aún pero no volverá nunca y será de los pocos. Un año después, un día de fiesta en la fábrica, se atreverá a meterse en la cocina del barracón en la que los cocineros holandeses les preparan el rancho. Intenta explicarles por enésima vez que esa mierda picante de origen indonesio que ellos llaman sambal no les gusta nada a los extremeños, que en los guisos de su tierra el pimentón con el que condimentan las sopas tiene sabor suave, ahumado y dulce, pero no entienden nada. Las golosinas están dispuestas en la larga mesa común. Las viandas han hecho un largo viaje por media Europa hasta llegar allí: jamón del bueno, queso de cabra, perrunillas, sopa de tomate, morcilla de calabaza, castañas asadas, leche frita… Entre L. y otros emigrantes hacen también unas grandes tortillas de patata con cebolla y un piquito de ajo en la fritura como se estila en su pueblo. A los compañeros y compañeras holandeses les encanta este plato. Allí conoce a Helen, por ella no volvió. ¿Has hecho tú esta tortilla? Preguntó entonces ella en su media lengua de español. ¡Ja!replicó él en holandés con orgullo.
O sólo volvió una vez cuando murió madre y contempló desde la baranda del puente nuevo que cruzaba la parte estrecha del embalse el lugar indeterminado bajo el agua donde ahogaron Talavera la Vieja. Tendrán dos hijos y una vida feliz. Los padres de ella también son de campo y cultivan manzanas. Muchos domingos viajarán hasta el pueblo de Helen y él cocinará una tortilla con las patatas bien doradas que gusta mucho a los niños y más a los abuelos, pero esa historia ya no es de esta receta.
Hong Kong. China 2017
M. se lo pensó mucho. Justo esa semana el trabajo basura de investigador en el que llevaba enganchado tantos años se podía convertir en un puesto algo más fijo, algo mejor pagado, tampoco mucho, apenas mil cien euros brutos. Estaban en el cuarto año de la gran crisis y 700.000 mil jóvenes cualificados como él huían o huirían de allí a cualquier sitio en el que fuera posible trabajar con cierta dignidad y no enlazando contratos de una semana o un mes con largos periodos de paro o trabajo irregular, sumergido, precario. Ser mileurista se había convertido en privilegio. Unos días antes había compartido unas cervezas con su amigo R. y él se lo dijo bien claro. Vete, vete, vete, aquí no hay nada, aquí no hay futuro, todo irá a peor, nos han engañado, robado, mentido, estafado. Ya lo sabes, solo hay precariedad y corrupción. Recortarán ese trabajo que crees medio seguro. Este país está muerto. Así era R., siempre tan optimista. Era deprimente, pero el 15-M parecía haber desembocado en una sorprendente y aplastante victoria del Partido Popular. La oferta económica de la universidad pública de Hong Kong era imposible de rechazar y durante las entrevistas admiraron su experiencia, su perfil profesional y no entendieron por qué M. no tenía ya un puesto seguro y bien pagado en su país.
Pero vivir en una ciudad que parece sacada de Blade Runner, en el piso treinta y dos, en una vivienda de menos de treinta metros cuadrados, es duro. A 10.526,08 kilómetros de avión, sin amigos, sin amor, sin conocidos, sin nadie. Aunque pagaban muy bien su trabajo tampoco era fácil ni cómodo sino muy exigente y competitivo. Pero acabó gustándole aquella locura de city apocalíptica. Igual que salir a la calle, a cualquier calle de la monstruosa metrópoli y poder elegir entre los mil y un puestos de comida en los que podía degustar guisotes y alimentos cuyo nombre e ingredientes prefería no conocer. Él no era ningún gourmet, al contrario que su amigo R., pero echaba de menos sobre todo el queso de cabra y la miel auténtica. Pero no seamos pesimistas. M. pronto hizo amigos y amores. Fue siguiendo desde tan lejos por qué el 15-M se iba convirtiendo en otra cosa y cómo las ideas por las que había trabajado durante tanto tiempo seguían vivas, crecían, eran entendidas por muchos y conseguían miles, millones de votos. En una de esas elecciones fue el apoderado de Podemos en el consulado y aguardó con ilusión junto a la urna todo el día a que llegasen las personas registradas a votar. No llegó nadie. No votó o no pudo votar nadie. Esa urna, vacía, fue devuelta por valija diplomática a España. Ya de noche M. derrotado, desconcertado y triste volvió a su agujero a seguir por Internet los resultados electorales. Su amor de entonces era una australiana emigrada como él que trabajaba también en la universidad y que al día siguiente se iría de vuelta para siempre a su país. Pero M. guisó para ella una tortilla de patata sin cebolla y con unos huevos ecológicos que le habían costado en una tienda gourmet francesa más que si fuera caviar. Sonrió. Pensó que la ocasión bien lo merecía. Sus amigos no habían ganado las elecciones y la estafa del voto rogado era un hecho sangrante, pero algo profundo y distinto ya se estaba moviendo en España.
Este año 2017 M. ha conseguido un trabajo similar mucho más cerca de casa, en la Universidad de Uppsala, Suecia. Sabe que sus posibilidades para volver a trabajar en España son remotas, pero es trabajo de lo suyo y además está de nuevo enamorado. Lo primero que hizo al llegar a su nuevo destino fue llevar unas botellas de vino, guisar a sus nuevos compañeros de departamento una buena tortilla de patata y preparar un postre a base de queso de cabra y de miel alcarreña, pero esa historia, amigos, amigas, ya no es de esta receta.
Notas:
Para conocer lo que ha supuesto la última ola de emigración merece la pena leer a Noemí López Trujillo y Estefanía Vasconcellos que han escrito Volveremos, una memoria oral de los que se fueron por la crisis. Editorial del K.O. 2017. M. me honra con su amistad, es sociólogo y uno de los mayores expertos europeos en movimientos sociales urbanos y okupación.
La emigración extremeña en el periodo 1961-1975 fue sobre todo a Alemania, Francia y Suiza. A Holanda apenas fueron 3.000 emigrantes pero tanto la organización de esta emigración como su acogida fueron singulares. Es relevante señalar que muchas comarcas de Extremadura perdieron más del 50% de su población. De la antropóloga cultural Geertje van Os merece la pena leer el emocionante Me vine con una maleta de cartón y madera. Emigrantes españoles en el sureste de Holanda 1963-2006. Junta de Extremadura 2009.
Sobre la peripecia de los exiliados del barco Sinaia a México merece la pena la novela Días y noches, de Andrés Trapiello. Espasa. 2000.
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Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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