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Se acercan tiempos de Potlach, de derroche para demostrar estatus a la familia, los amigos, los conocidos, los saludados, tal vez hasta a nosotros mismos. Una cosa ridícula y sonrojante si no la hiciera todo el mundo a la vez, por las mismas fechas y casi con los mismos alimentos y regalos. Será por eso que no nos parece estúpido y que no nos damos cuenta que una tradición cristiana se ha convertido en una más de tantas tradiciones consumistas que explotan a conciencia, y a costa de nuestro bolsillo, todos los vendedores de felicidad couché (el gasto medio de las familias en Navidad oscilará este año entre los 600 y los 800 euros).
Hacer fiesta está bien, estar vivos, aquí, a la vez y por las mismas fecha, más o menos sanos, más o menos queridos, más o menos seguros, es más que suficiente para celebrar. Además la felicidad, esa cosa chispeante que se siente a veces y por fortuna nunca con permanencia o motivada por chismes, afeites, coches o regalitos, no depende de fechas y festines. Hacer fiesta está bien, alegrarse, compartir, celebrar la vida en compañía (y hasta solo), pero no son necesarios capones, ni cochinillos, ni paletillas de cordero, ni besugo o langostinos tigre. No son necesarios Potlach ni champán, ni festines de Babette, ni kilos de marisco o exotismos alimenticios hasta llegar al empacho.
El Potlatch es una ceremonia que practicaban los pueblos aborígenes del Pacífico (de Nueva Guinea y Melanesia) y también de las regiones del norte de América (las tribus de los Haida, los Tlingit, los Tsimshian…), un festín ceremonial al que se invitaba a los pueblos vecinos y se les regalaban posesiones, objetos valiosos y mucha comida en un derroche absoluto buscando estatus y prestigio. Los antropólogos del XIX y el XX estudiaron el fiestón con sorpresa porque les rompía la filosofía capitalista que había hecho progresar a las sociedades occidentales. Eso fue durante la fase de “capitalismo de acumulación” porque luego, durante el “capitalismo de consumo”, el Potlach, a nuestra manera, se convirtió en la energía que movía el mundo, el mercado y el progreso. Ahora nos vamos dando cuenta que este mundo y sus recursos no son infinitos, que derrochar es de idiotas y que consumir sin parar tal vez esté bien para la cuenta de resultados de las multinacionales de la felicidad coché pero no para nosotros y menos para este lugar tan frágil llamado Tierra.
Si queremos hacer fiesta y propiciar el derroche podríamos derrochar otras cosas: nuestro tiempo, nuestro cariño, nuestra empatía, todos esos bienes inmateriales de difícil acumulación o atesoramiento. Deberíamos olvidarnos del todo de Adam Smith y Milton Friedman, volver a saborear a Henry Thoreau o a George Bataille cuando leía sobre el famoso Potlach, la lógica del don y nuestro feroz capitalismo. El uno y el otro explicaban a su manera que todos los sistemas vivos reciben la energía del sol, también la energía que nosotros tomamos a través de los alimentos o la que sacamos de las entrañas de la tierra para arrancar nuestros motores. Todos los seres vivos aprovechan esa energía para funcionar y crecer, para alimentarse y ser más. Pero el sol “da” sin recibir beneficio alguno, da sin esperar “recibir”. Su generosidad cósmica es convertida en usura por los humanos y es atesorada, vendida, desperdiciada, transformada en objetos que servirán para que se produzca escasez, enriquecimiento, desigualdad y basura.
Hay más sabores en el cuerpo que amas que en un plato de migas
Seguro que Ustedes ya lo saben o tal vez lo olvidaron pero la Navidad no es otra cosa que una fiesta solar. Natalis Solis Invicti, el nacimiento del sol invicto. Para los romanos el 25 de diciembre era el día del solsticio de invierno, pero esta celebración es mucho más antigua que el Apolo romano o el Jesús cristiano. Pero en las zonas templadas del hemisferio norte, cuando el sol comienza a vencer en tiempo a la noche, a todos se nos mueve algo por dentro, una euforia secreta, un optimismo instintivo, una alegría animal, una forma de felicidad inexplicable que nace de su generoso calor y aleja por un momento nuestras dudas y pesimismo o nuestro dolor como humanos conscientes.
Bataille tenía razón, también Thoreau. Es un enorme tesoro que estemos separados del sol por ciento cuarenta y nueve millones seiscientos mil kilómetros, y que tengamos atmósfera y agua limpia, y que apareciera la vida por azar y que estemos aquí, nosotros los humanos, quién sabe por cuanto tiempo. Tal vez por eso el gastrólogo guisa por estas fechas los platos más humildes y baratos (que también son muy ricos) porque lo que de verdad importa en estas fechas es otra cosa, no la comida sino el sol, la tierra que aún nos guarda, el amigo o el amor que aún nos soporta. Y nada me gusta más que unas migas con chocolate, un plato a la vez barato y suntuoso, extremeño y americano.
La receta
Vivía entonces de prestado en uno de esos bloques informes construidos por Banús junto a la M-30. Al lado del portal estaba la única carnicería de carne de lidia de todo Madrid. El resto de locales eran una extraña mezcla de bares de alterne y diminutas mercerías sin clientas. Me sentía un desterrado en aquel barrio después de haber vivido muchos años en la calle Segovia, la Cava Baja y la calle Toledo, a dos pasos del centro de todo el universo. Pero allí, a pesar del barrio hostil, en aquel piso anticuado y feo, nos amábamos de seguido a veces días enteros, nos sorprendía el sueño a media tarde exhaustos, escocidos, con agujetas, felices y con ganas aún de otro baile.
No recuerdo si te enseñé a picar migas, freír en su punto justo las patatas y la panceta, los ajos, el pimentón sin que se quemara. A remover la sartén para que nos quedasen siempre suaves y esponjosas y el chocolate líquido y caliente con un punto de amargor. Igual que miga a miga agotaba mi plato, recorría miga a miga tu cuerpo explorando sabores, buscando el mordisco esponjoso del pan, el gusto acre de tu pimentón, la melosa patata, el salado pleno de la panceta, el dulce amargor de tus rincones, descubriendo con asombro pueril que hay más sabores en el cuerpo que amas que en un plato de migas.
Nunca he vuelto al portal. Pero puedo verte ahora como entonces comiendo ambos las migas de la misma sartén
Cuando me vuelven a la memoria esos días por sorpresa o voy por la M-30 y paso por delante de esos enormes edificios creo que también tuvieron su parte de culpa aquellos platos de migas con chocolate. Entonces no poseía casi nada, ni siquiera proyectos, solo el tacto caliente de tu piel y esa forma tuya de mirarme con deseo, sin prisa, sin reproches, sin dudas, como el sol. Paso de largo. Nunca he vuelto al portal. Pero puedo verte ahora como entonces comiendo ambos las migas de la misma sartén o asando uno de esos filetones oscuros de carne de toro que comprábamos abajo por cuatro duros y decías siempre que parecían de dinosaurio o leyendo esos versos arrogantes, anticuados y extraños de Keats o de Lou Reed, que me sonaban tan a verdad en tus labios recién salidos de la adolescencia. Así te recuerdo hoy ya cerca de la Navidad, con ganas de hacer la vida a tu medida, sin pensar en los límites del tiempo, habitando sin saberlo en todos los libros que luego fui leyendo y todas las ciudades que luego pisé. Hoy sé que sólo lo que perdemos llega a ser paraíso.
Toca Gastrología y me atrevo a hacer y recomendar como guiso de fiesta esas migas extremeñas de entonces porque el mundo sigue siendo precario y vulnerable, tan lleno de dolor por todas partes y con tan pocas chispas de alegría. Pero hay que seguir defendiendo, como cantaba Mario Benedetti, esa alegría precaria y militante. No echo de menos nada de aquel tiempo, tal vez solo a quién me enseñó este guiso, la voz atenta de la abuela Ángela explicando la receta y mis ojos de asombro ante esas primeras migas humeantes junto al tazón grande de chocolate negro. Feliz Potlach de Navidad.
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Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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