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Ewan McGregor, en un fotograma de Big fish (2003).
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Hoy ya no comemos peces autóctonos de río. Por fortuna los pescadores los respetan y los consumidores los ignoran. La mayoría de esas especies son vulnerables o se extinguirían si nos las comiéramos como se hacía entonces. Se estima que a nuestra trucha autóctona le quedan cincuenta años antes de desaparecer por culpa del cambio climático. Tal vez se extingan porque los ríos cada vez tienen menos agua limpia, la poca que hay se trasvasa o envenena o embalsa y están llenos de especies exóticas. Es cierto que nos venden perca, panga, tilapia o trucha arco iris, todos peces de río, pero la mayoría de los consumidores no lo sabe, creen que son otros pescados de mar. En el lago Victoria, la introducción de la perca del Nilo, que ahora se vende en nuestros mercados como si fuera mero, ha acabado con más de ciento treinta especies de peces autóctonos. El enorme siluro del Danubio que ahora vive en nuestras aguas o el pequeño pero voraz alburno harán lo mismo con los nuestros.
Hoy lo que me aterra y me asombra es que para los ciudadanos menores de cincuenta años los ríos españoles “siempre estuvieron así”, escasos, embalsados, contaminados, llenos de cieno, de peces exóticos y poco aptos para bañarse en ellos en verano. Aún hay excepciones, claro, pero no en los destrozados y sucios cursos medios y bajos.
Para los mayores de cincuenta hubo otro tiempo, no hace tanto. Los ríos que conocieron nuestros padres y hasta yo mismo siendo niño eran otros muy, muy distintos. Cuando tenía diez años había pescadores de río en Extremadura que pregonaban su barato tesoro por las calles de los pueblos y los vecinos compraban sus tencas, barbos y anguilas por unas pesetas. Recuerdo el rico olor de las rodajas enharinadas de las enormes anguilas que mi madre freía para cenar. Luego, ya como sociólogo, investigué la vida de esos últimos pescadores profesionales de río, un oficio entonces casi recién extinguido. Llegué a conocer bien las artes de esos pescadores de trasmallo y frágiles barquitas de fondo plano.
Yo soy hijo del Tiétar, del Tajo y durante 25 años fueron encerrando su corriente detrás de nombres de fonética antigua y que ahora nos suenan tan cercanos, tan de siempre: Valdecañas, Valdeobispo, Torrejón, Azután, Alcántara, Cedillo, Gabriel y Galán, Guijo de Granadilla. Y ahogaron riberas, aceñas, batanes, pueblos, reliquias, bosques, puentes, caminos, memoria. Todo desaparecido bajo el agua primero, y ahora bajo el cieno, para que los habitantes de este país tocasen palabras soñadas durante siglos: prosperidad, empleo, bienestar, progreso, modernidad.
Su vientre no tenía la dureza de la juventud, ni la morbidez de la glotona, pero era el más bello que nunca he besado
O apenas nada tras el espejismo de los años de construcción de todas esas presas. Hoy son agua sucia, contaminada, llena de quién sabe cuantos pesticidas, abonos, venenos y basuras urbanas e industriales de las grandes ciudades: Madrid, Aranjuez, Talavera, Toledo. Hasta el agua pesada de la JEN, la primera instalación nuclear española, desapareció cierto día del año 1970 por el desagüe. ¿En qué fondo del Tajo habrá parado el estroncio-90, el cesio-137, el rutenio-106 y el plutonio? A partir del año 2039 todas esas concesiones de aguas públicas, que se otorgaron durante un periodo de dictadura espesa, opaca, corrupta y que ahora las explotan las grandes compañías eléctricas que nos sangran, se irán terminando ¿Se devolverá el río entonces a su estado primitivo? ¿Se limpiarán los fondos? ¿Volverá la vida original a sus corrientes? ¿los comizos, sábalos, anguilas, bogas? Así debería ser.
Sé que el país será otro y sus ciudadanos tendrán ya la certeza de que prosperidad, empleo, bienestar, progreso y modernidad son otra cosa que nada tienen que ver con ríos muertos. Sueño con un Tajo de nuevo furioso y rápido, otra vez transparente y bronco, libre de presas mientras vuelven como siempre otro invierno las grullas.
Ahora, tras escribir de mis ríos, lo sé porqué extraña asociación, he recordado como jugaba a meter la perla en su estrecho ombligo. Muchas veces imaginé vender esa joya del tamaño de un guisante irregular pero nunca lo hice. Apareció con todo su obvio misterio, mucho antes de que yo hubiera leído el famoso cuento de Steinbeck, en una de las ostras que arranqué del Cantábrico para comer hace muchos años, en un viaje sin dinero que mi compañera de entonces sin duda habrá olvidado. A mi me quedó la memoria de aquel mar helado y bronco, la perla azulada y extraña y la concha del mismo molusco que anduvo mucho tiempo por ahí, en mi casa, de jabonera.
Su vientre no era el de ninguna sílfide, ni ondina, ni sirena, ni venus, ni adolescente, no tenía la dureza de la juventud, ni la morbidez de la glotona, pero era de verdad el más bello que nunca he besado. Siempre me han gustado los ombligos y los vientres. A veces el hambre y el deseo se confunden y ese deseo está muchas veces más cerca de la gula que de la lujuria. Habíamos devorado unas ostras de Marennes, apenas marcadas en la plancha y colocadas sobre una pequeña cama anaranjada de morcilla extremeña de calabaza fresca.
Me asombraba como casaban tan bien dos untuosidades bien distintas. Después, tras acabar la botella de joven Syrah manchego que tanto nos gustaba, seguimos jugando bajo las sábanas con otros moluscos y otros licores. Ahora el vientre se movía al ritmo tranquilo de su respiración que es, todo el mundo lo sabe, el de las olas del mar en un playa ancha. La larga cicatriz le cruzaba la carne desde el ombligo al pubis, una cicatriz, algo más pálida que su piel, que recordaba su lucha por vivir y su batalla ganada. Nada más bello que esa certeza que ahora yo jugaba a resaltar con mi perla. Me gustaba tocar en silencio su vientre herido y meter mi lengua en su ombligo para sentir su vida intensa de viajera, su sueño fácil, su hambre sencilla, su sed de buena bebedora o vividora.
Creo que ella había olvidado aquella batalla remota de sus tiempos de veinteañera, pero sé que aprendió en esos días cosas que la hicieron más sabia y más dura, más cariñosa y más clara porque nunca se andaba con rodeos. Un día me dijo: “Temo no volver a saber estar sola”. Fue entonces cuando le guisé esas ostras sobre morcilla de calabaza y luego, ya dormida, contemplé esta perla metida en su carne. “Temo no volver a saber estar en compañía”, tenía que haberle dicho yo.
No he olvidado el sabor de las anguilas fritas, tampoco de las ostras tibias ni de ese ombligo y sus alrededores
Dejo la perla en mi memoria, sigo con los ríos. Ya no hay vendedores ambulantes de peces de agua dulce, tampoco ríos que corran de su nacimiento a su final, ni bañistas en verano en las orillas del río Manzanares a su paso por Madrid o del Tajo por Aranjuez, Toledo o Talavera. El río Tajo no fluye en la mayoría de su trayecto. Este, como otros ríos, está lleno de presas cuya concesión de explotación para producir energía fue firmada durante la dictadura. Estos contratos no han sido nunca revisados. En el año 2011 fueron liberadas para uso público las fotografías del vuelo que las fuerzas aéreas norteamericanas hicieron para cartografiar por completo España entre los años 1956-57. En esas hoy preciosas fotografías aéreas puede contemplarse cómo eran los ríos de España y los pueblos que había en sus orillas antes del comienzo de la “fiebre presívora embalsadora”.
La comercialización y venta de truchas salvajes está prohibida por la ley, gracias a eso y al respeto de sus pescadores sin muerte, las poblaciones de esta especie se mantienen en los cursos altos y limpios de muchos ríos españoles. Además aún se pueden comer anguilas fritas de piscifactoría, tienen un sabor graso e intenso muy apreciado por los entendidos, en especial guisadas con tomate, en arroz. Yo no he olvidado el sabor de las anguilas fritas, tampoco de las ostras tibias ni de ese ombligo y sus alrededores en el que era tan fácil confundir lujuria y gula.
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Autor >
Ramón J. Soria
Sociólogo y antropólogo experto en alimentación; sobre todo, curioso, nómada y escritor de novelas. Busquen “los dientes del corazón” y muerdan.
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