El diagrama ilustra con claridad el relato dominante que justifica ambas políticas. Al reducir los costes de las empresas, los precios bajan y la inversión se dinamiza; lo primero fortalece la competitividad, y lo segundo aumenta la productividad. La consecuencia de todo ello es la intensificación del crecimiento, lo que tira del empleo. Finalmente, también crecen los salarios, que pueden acompañar las mejoras de la productividad. No obstante, la reproducción de este círculo virtuoso depende de que se mantenga la moderación salarial y las instituciones laborales favorezcan las respuestas empresariales a las variaciones del ciclo económico.

Seis premisas sostienen este razonamiento.

En primer lugar, los salarios determinan los costes. No es cierto.  Los costes laborales representan una parte relativamente reducida, y variable según el tipo de establecimiento y el sector en el que opera, de los costes totales de las firmas. Los de índole no laboral –energéticos, financieros y otros-- son, en términos porcentuales, más relevantes.

En segundo lugar, los costes determinan los precios. Aunque evidentemente influyen en estos, también hay que tener en cuenta los márgenes de beneficio con los que operan las empresas. Estas pueden intentar obtener una ventaja competitiva en el mercado, fruto de la contención salarial, sin ajustar la tasa de ganancia.

En tercer lugar, los precios determinan la competitividad. Como antes, influyen, sin duda alguna, pero están lejos de ser decisivos en los segmentos de mercado más dinámicos, donde otros factores distintos del triángulo salarios-costes-precios --como la tecnología, la sofisticación y la calidad de los servicios ofrecidos-- desempeñan un papel cada vez más importante en la presencia internacional de las empresas.

En cuarto lugar, la moderación de los costes laborales dinamiza las inversiones productivas. La evidencia empírica apunta justamente en el sentido contrario. Los esfuerzos en materia de disciplina salarial no se han visto recompensados por un aumento significativo de la formación bruta de capital fijo, que se ha mantenido en los años de crisis en niveles muy bajos. Asimismo, el estancamiento salarial en el periodo de expansión económica fue compatible con el debilitamiento de la actividad inversora.

En quinto lugar, el crecimiento económico se convierte en empleo. Es cierto que la expansión del Producto Interior Bruto tiene una incidencia positiva en el número de puestos de trabajo, pero la mayor explotación laboral (ritmos de trabajo más intensos, aumento de las horas extraordinarias) limita este efecto; además, buena parte de los nuevos empleos son de pésima calidad (contratos precarios y salarios bajos). Hay que reparar, en fin, en que en las épocas de auge económico las tasas de desempleo se han mantenido en umbrales relativamente elevados.

En sexto lugar, el crecimiento de los salarios sigue al de la productividad. Falso. Desde hace décadas, la evolución de ambas variables no está sincronizada, lo que explica que, en el conjunto de las economías comunitarias, la parte de los salarios en la renta nacional se haya reducido. Esta tendencia se ha acentuado durante la crisis. En España la productividad laboral ha aumentado fruto, sobre todo, de la masiva destrucción de empleos, al tiempo que han retrocedido los salarios de la mayor parte de los trabajadores.

Si las afirmaciones contenidas en esas premisas carecen de fundamentación teórica y empírica, si los resultados obtenidos han quedado muy lejos de los previstos, si, lejos de contribuir a la superación de la crisis, las economías han quedado atrapadas en un bucle de débil, inestable e insuficiente crecimiento…si todo esto ha ocurrido, es obligado proceder a una revisión en profundidad de las políticas laborales.

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Fernando Luengo. Profesor de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y miembro de Podemos (círculo de Moncloa-Chamberí). https://fernandoluengo.wordpress.com @fluengoe